publicado el 22 de noviembre de 2009
Martyrs ha vuelto a Sitges por al puerta grande. La película polémica de la anterior edición del festival ha ganado el Mèliès de Oro a la mejor película europea de género fantástico del año, que además se entregaba en Sitges- en competición con filmes como Moon o 3 días de F. Javier Gutiérrez. Un año después de su primera proyección en nuestro país, Martyrs confirma la apuesta de Pascal Laugnier por el cine radical que todavía sirve para removernos las conciencias. Cruel y lírica, pretenciosa y valiente, y sobretodo, muy incómoda de ver y de racionalizar, la película, del director francés Pascal Laugier, se estrenó en Sitges precedida por una fama de filme extremo que ha ocultado todos sus aciertos bajo un sinfín de detalles escatológicos hinchados por quienes acudieron al pase de prensa (o que no acudieron, pero esa es otra historia). como resultado, la película se juzgó como un filme extremo o gore al uso, cuando en este caso la violencia, que la hay, y el horror extremo son sólo mecanismos para lograr un fin determinado, pero no el fin en sí mismo. Vayamos por partes.
Marta Torres | Martyrs se presentaba como un filme inscrito en la nueva corriente de cine de horror francés caracterizado por las actitudes provocadoras, la violencia extrema y el rechazo a la parodia que justifica su empleo ante el gran público. Es el caso de A l’Interieur, Haute Tension o Calvaire, por citar algunos ejemplos de un cine que destila coherencia por los cuatro costados. Martyrs da un paso más allá y convierte los mecanismos del cine gore en herramienta artística. De hecho, se trata de una perversión en toda regla del género: un antigore que descoloca al espectador y le deja sin códigos ni reglas para defenderse ante lo que ve. En cierto sentido, la película nos perturba porque nos convierte en perturbados.
No es la primera vez que el arte nos sitúa ante el horror. Las iglesias están llenas de murales bastante gráficos sobre degollamientos, decapitaciones, amputación de miembros y braseros donde quemaban, mataban y herían a seres humanos. Eran los mártires, seres que alcanzaban la pureza a través del dolor: para renacer a la fe, primero hay que morir y el proceso, siempre terrible, se enseñaba con todo lujo de detalles a los fieles. La percepción cambia bastante si mostramos el horror en el cine: para que la violencia sea aceptada por el espectador, ésta debe codificarse, domarse, someterse a reglas conocidas por todos, convertirse, por tanto, en algo aceptable por la industria del entretenimiento. De aquí que el gore sea aceptable, más o menos, en un splatter o en filme bélico pero nos indigne en Martyrs.
Hay algo más. En Martyrs vemos como se tortura de manera metódica y detallada, lenta y morosa a una joven a la que hemos tenido tiempo de conocer, de la que sabemos nombre, apellido y circunstancia. Mientras esto ocurre, no podemos dejar de mirar, no podemos dejar de sufrir y no podemos dejar de reconocer que lo que estamos viendo es, de una manera cruel y provocadora, muy bello. Martyrs es un filme lleno de imágenes extremadamente crueles que conmueve los sentidos y remuerde la conciencia. Es como admirar el filo de la espada que ha de cortarnos la cabeza. La protagonista, que el director retrata en bellos primeros planos, tiene el perfil y los ojos que Dreyer dio a su Juana de Arco; los torturadores son seres siempre en penumbra, siempre de espaldas, y el espectador se encuentra muy cerca, siempre frente a la víctima. Esperando que ocurra un milagro espantoso.
Martyrs es una gran pregunta acerca del dolor, su moral y sus límites, y como tal cuestiona de raíz la institución que ha sido dueña del dolor durante siglos, la Iglesia; hecho que la conecta, de manera sorprendente, con Camino, el filme de Javier Fesser sobre la muerte de una joven en la órbita del Opus Dei. Pero sobre todo, Martyrs es un filme que aborda los límites de la representación del dolor en el arte: ¿hasta que punto aceptamos que el cine hurgue en nuestros deseos y miserias más íntimos? ¿Sirve de algo un cine que no lo haga?