publicado el 10 de noviembre de 2011
Hay en la sociedad japonesa, y en su cine, una obsesión enfermiza por controlar y cosificar el cuerpo de la mujer, que según algunos, proviene del horror que la cultura tradicional siente por la pasión y el amor romántico. Jack Hunter, en su libro Eros in Hell: Sex, Blood and Madness in Japanese Cinema, sugiere que “una tendencia de la cinematografía japonesa es presentar una visión del sexo como suerte de infierno en la tierra” y a este miedo irracional liga tanto el acto sexual como, sobre todo, el amor. De este miedo atroz, profundamente machista, surge a mi entender la película Guilty of romance, el último trabajo, junto con Himizu, del director japonés Sion Sono, presentado en la sección oficial Panorama a competición del festival de Sitges.
Marta Torres | Practica Sion Sono la saludable práctica de no amoldarse demasiado a lo que se supone debe hacer con sus películas. Venido del cine amateur y underground de su país, Sono tiene en su haber una filmografía estimulante, radicalmente unida a una personalidad que no hace concesiones ni a la industria ni a sus seguidores. Suele optar por temas controvertidos, los adolescentes suicidas de Suicide Club, las sectas en Love Exposure, o directamente bizarros, como la inclasificable y sublime Exte: Hair extensions, presentada también en Sitges, aunque subyace en todas ellas un cierto interés por mostrar la descomposición de los lazos familiares; utiliza estructuras formales complejas, además de un cierto cuidado por el detalle barroco y la cita literaria. De aquí que cierto sector de la crítica, entre ella la española, no acepte sus propuestas calificándolas de pretenciosas humoradas. En este caso, cuando la mayoría de sus fans esperaba un thriller más o menos controvertido, como lo había sido Cold Fish, Sono se salta las reglas y nos adentra en las profundidades viscosas del deseo, a la manera de un Pedro Almodóvar sutilmente gore.
Empieza la película con la macabra exposición de un asesinato. Sono invoca a los maestros italianos del giallo y nos descubre un decorado de colores estridentes que lleva al límite las obsesiones de directores como Mario Baba. Pero donde el realizador italiano juega a confundir a mujeres con maniquíes (Seis mujeres para el asesino, Un hacha para la luna de miel) Sono hace una interpretación literal y nos muestra el horror de una muñeca con torso de mujer. La metáfora se hace carne y desprovista de la poesía de la sugestión, nos muestra toda su brutalidad.
Como ya se ha apuntado, Guilty of romance abandona pronto el thriller, del que, no obstante, toma su estructura, y se dedica al retrato pormenorizado del día a día de una perfecta ama de casa, Izumi, casada con un atractivo escritor de novelas románticas. Sono se sirve del trazo grueso y el sarcasmo para mostrarnos como una joven ama de casa dedica todos sus esfuerzos a representar una felicidad esteril hasta que un buen día decide rebelarse y compaginar su papel con el de sonriente vendedora de salchichas y ocasional modelo pornográfica. La rebelión no es tal. Izumi solamente asume las fantasías sexuales de la sociedad japonesa y lo hace, precisamente, como modelo en películas eróticas, quizá lo más encorsetado y previsible que pueda existir en el mundo del cine. En una de las escenas más memorables de la película, desnuda frente al espejo, simula ofrecer salchichas a sus clientes. La mujer descubre gozosa su sexualidad al tiempo que asimila su cuerpo con una mercancía.
Pero Sion Sono no se queda aquí y arrastra a Izumi a una caída miserable al abismo del sexo, que se confunde casi con una búsqueda de la beatificación por medio de la trasgresión y el placer, a la manera de los simbolistas franceses ("emborráchate de virtud, de placer o de vino", decía Baudelaire); al descubrimiento de la carne bajo la piel de plástico que la encorseta, a un territorio que la cultura japonesa, y su cine, no puede separar de la pesadilla y el horror, y que autores como Takashi Miike ya plasmaron en forma de venganza femenina (Audition es un buen ejemplo). En una sociedad que teme a la mujer, que sólo la quiere mientras es joven, dulce y manejable, el único camino posible es la marginalidad. No es casualidad que Izumi se inicie en el pantanoso camino de la prostitución y al abismo del sexo de la mano de una cicerone fascinante, una mujer madura, profesora de literatura y prostituta de la peor ralea. Un ser ambiguo, masculino y femenino, dulce y cruel, verdugo y víctima propiciatoria de una suerte de sacrificio ritual que la llevará más allá de toda restricción moral. Tampoco es casual que esta mujer, verdadera clave de la historia, esté obsesionada con El castillo de Kafka, una referencia diáfana a la inutilidad de cualquier rebelión contra lo correcto y establecido; y que alimente una venganza sin paliativos hacia la figura paterna. Sono se sirve de ambos personajes para dinamitar a la institución familiar y su relación subterranea con el sexo (algo que ya sabíamos desde Freud) en un filme exhaltado, barroco y lúdicamente desproporcionado. Donde el autor nos muestra toda clase excesos estéticos que van desde el uso de pintura rosa, las gamas cromáticas imposibles, las parafilias o la violencia descarnada.