Elmer McCurdy nació en Maine en enero de 1880 y marchó al salvaje oeste con la idea de emular a los mitos de la época: los forajidos. Sin embargo, su carrera como bandido fue una absoluta calamidad. Murió en 1911 en un tiroteo después de un desastroso asalto a un tren en el que consiguió robar 46 dólares. Su cuerpo acabó en la funeraria de un tal Johnson, que embalsamó el cadáver con arsénico. Nadie reclamó sus restos y su historia hubiera terminado en la trastienda de una funeraria si su dueño no hubiera demostrado un notable olfato para los negocios: la momia estaba en un excelente estado de conservación y era una metáfora excelente de un mundo de libertad y pistolas que ya se extinguía. Así que le disfrazó de forajido y le instaló en la tienda como reclamo. Pronto fue conocido como “el bandido embalsamado”, un título que casi avanza el western crepuscular que se impondría en el cine muchos años más tarde y que sugiere un recorrido vital (o mortal para el caso) asimilable al de muchos géneros cinematográficos, que va de la apariencia de vida a la celebración de lo grotesco. En todo caso, McCurdy había conseguido finalmente ser reconocido como mito del Lejano Oeste.