Los siglos IV y V fueron épocas oscuras en los antiguos dominios del Imperio. La sociedad clásica había tomado ya un rumbo que la llevaría hacia el declive de las ciudades y el principio del feudalismo sin que los romanos fueran aún conscientes de que su mundo había terminado. Los caminos ya no eran seguros, se multiplicaban los saqueos de los bárbaros, las noticias tardaban años en llegar de Roma y en muchos lugares ni siquiera recaudaban impuestos. En este ambiente de inseguridad el cristianismo, no olvidemos que era la única religión del Imperio en esa época, se convirtió también en la única pieza aglutinadora: era, de hecho, lo que quedaba de los estamentos y estructuras de Roma. Al igual que Castor y Polux se convirtieron en Justo y Pastor; o Isis en la Virgen María, la Iglesia tomó el relevo a la antigua Roma y siguió dirigiendo el mundo desde la antigua capital de las siete colinas. Quedaron, eso sí, algunos retazos de cultos antiguos que no fueron del todo asimilados por las nuevas doctrinas: los ciervos, precisamente.
Ahora es muy normal asociar la Navidad a los ciervos, desde hace unos tres años, desde que los diseñadores los adoptaron como un modelo vintage de la Navidad, los vemos en escaparates y en motivos navideños de todo tipo: camisetas, adornos para el hogar, jerséis de punto, carteles, cabezas colgantes, cojines, fundas nórdicas, cuernos de resina… los ciervos tienen algo de la pureza invernal nórdica que vemos todos los años en los catálogos de IKEA; nos hablan de tormentas de nieve en el exterior y comedores acogedores entorno al fuego: una suerte de hermosa Navidad de postal con aires a solsticio de invierno. Pero incluso detrás de todas estas capas de significados postmodernos y de libros de decoración, nos llegan los suaves ecos de su significado primordial. Si excavamos en los estratos geológicos más profundos seguramente encontraremos sus cornamentas.
Según las referencias que nos han llegado, afirmaba San Paciano en su libro que los antiguos habitantes de Barcelona se disfrazaban de ciervos por Navidad y año nuevo. Se quejaba el obispo de la ciudad que sus feligreses olvidaban su fe cristiana y se adornaban con ropajes y máscaras para entregarse a bailes paganos y extraños rituales. La ciudad clásica y ordenada, ya tomada por el cristianismo, se convertía durante las noches más oscuras del año en un laberinto de formas embozadas y cornamentas; había violencia y había sexo, seguramente también había sangre… y al día siguiente se retiraban las sombras y todo volvía a la normalidad. Hasta el año siguiente. Cuando el ocaso del sol volvía a poner un punto de temor en el corazón de los creyentes y les hacía recurrir a los antiguos cultos para despertar al dios dormido.
Cernunos es una divinidad de la Galia que significa ‘el cornudo’. Este dios ciervo es una de las más viejas divinidades celtas. Se le representa como un hombre sentado, como los budas en la postura del loto y posee toda la potencia del macho cornudo. Cernunos es el señor del bosque; su culto se remonta a los tiempos en que Europa estaba literalmente cubierta por los árboles. Es el dios de la vegetación, de los animales salvajes y de las bestias, también es el dios de la fecundación y la renovación. La divinidad a la que, cuando se acercaba el invierno y la vegetación moría, imploraban la vuelta de la luz y el buen tiempo. En Roma, que era capaz de asimilar a todos los dioses, se le relacionaba con Mercurio y Dionisio; y al igual que estos dioses clásicos de la espesura y lo misterioso, a menudo se hacían orgías en su nombre coincidiendo con la Navidad. Se llamaban brumalias y estaban dedicadas a los excesos y al vino; se sacrificaban cerdos o cabras y se aflojaban las costumbres.
Naturalmente, mucho antes de que los romanos adoptaran estas fiestas paganas, los sacrificios eran humanos. Piénsenlo cuando den buena cuenta de su banquete navideño y alcen sus copas para brindar. Felices fiestas y buen provecho.