Algo está cambiando para mejor en cierta manera de abordar el fantástico sin complejos, el interrogante y la plenitud de lo evocativo son vías muy interesantes por recorrer. Comencemos a transitar esos paisajes singulares e imposibles.
El cine de horror se ha pronunciado en las últimas décadas como un género preñado de inmediatez y linealidad, con unos límites de exploración que las más veces fluctuaban entre el realismo más tosco y desgarrador y el legado gótico, el cine de fantasmas o monstruos varios, pasado por una pátina actualizada. Códigos en cierto modo previsibles e incluso acomodaticios, en el mayor de los casos, que precisamente contradicen el espíritu innovador, curioso y transgresor del terror. En la edición pasada del Sitges Festival 2017 esto parece haber revertido de un modo casi milagroso y radical. La receta es un ramillete de películas que abordan campos tan complejos como la metafísica, las creencias arcanas, la destilación inteligente de lo mitológico y la aseveración consciente del origen y el final de todo como un pleito constante contra lo ominoso y desconocido. Podemos decir que, en estos filmes que a continuación comentaremos, el género se revela como una exploración pertinente de los flecos más inquietantes de la literatura de los William Hope Hodgson, H. P. Lovecraft, Lord Dunsany o Algernon Blackwood revirtiendo el “charme” tradicional de lo ominoso y los interrogantes esenciales de nuestras pesadillas en sofisticados puzles cinematográficos colmados de intención, exquisitez y poesía de lo onírico. Es como si ciertos cineastas (de puntos cardinales tan diferentes como Norteamérica (Canadá) y el este de Europa) hubiesen descubierto que la plástica de Max Ernst plantea un viaje pleno de interrogantes por el que vale la pena transitar con la cámara-luz encendida, como un explorador del subconsciente.
Algo está cambiando para mejor en cierta manera de abordar el fantástico sin complejos, el interrogante y la plenitud de lo evocativo son vías muy interesantes por recorrer. Comencemos a transitar esos paisajes singulares e imposibles.
Seth A. Smith (Lowlife) es un realizador con un pie en lo experimental, en la vanguardia y el videoarte, pero también en esa idea de lo fantástico sin cortapisas que tanto nos seduce. The Crescent combina a la perfección tradición y riesgo con una historia intimista y pausada que fluctúa entre lo sugerido y la distorsión psicológica. Su protagonista principal (Danika Vandersteen) es una joven madre que escoge vivir aislada una temporada con su hijo en una casa solitaria en la costa. El filme rápidamente se desdobla en dos realidades paralelas, prácticamente dos mundos colindantes que cohabitan en la mente de la protagonista, una psique que como la casa que habita es pronto acechada por una suerte de visitantes de caminar pesado, miradas templadas y persistente interés por la nueva familia. El mar es el eje central de ese portal incierto pero que contamina la realidad, un mar renovador, amenazante y articulado como una verdadera entidad poderosa que marca los límites de lo real y lo posible. En The Crescent los ciclos son algo importante y se enlazan en detalles precisos como los cuadros de tinta azarosa que pinta la protagonista con una técnica que invade la pantalla de sensaciones (casi una evocación entre lo psicodélico y unos títulos de crédito de Roger Corman) y el cada vez más acusado alejamiento de toda cordura. La joven, protectora y con un trauma del pasado que susurra al espectador en detalle pero que no se revela son parte de ese descenso personal y, a su vez, el hilo de Ariadna que la lleva a transitar por un tour de forcé surreal e impecablemente dosificado. El pequeño es el objeto angular, la bisagra que une ambos mundos y cuya inocencia anhelan esos caminantes a orillas del mar. Con sus imperfecciones, The Crescent maneja de un modo brillante la idea de la dualidad, de los multiversos y de la condena eterna con gran atino, y la idea del mar como Caja de Pandora, paisaje orgánico y portal dimensional es francamente poderosa; incluso coquetea con atino con una pieza de culto como La niebla (The Fog, 1980) de John Carpenter.
Otro filme canadiense, este imprescindible, es The Endless de Justin Benson y Aaron Moorhead (Spring). Justin y Aaron (los directores son protagonistas y prestan sus nombres a la ficción) son dos hermanos que tras pasar unos años captados en el seno de una secta regresan a ese lugar de creencias primordiales de un modo casi instintivo. Una granja con un líder de sonrisa amable y una comunidad que vive en una feliz armonía con la naturaleza son ese otro portal impreciso pero omnipresente y con un caos latente que nos propuso Sitges 2018. The Endles es un filme redondo que nos sirve de paradigma para chequear esa idea del terror alejada de lo inmediato, lo visceral o lo obvio. Como en la novela de Annihilation de Jeff VanderMeer, se nos presenta la posibilidad de un mundo con los códigos invertidos, alterados y una proyección de lo físico que desafía la lógica, los planos y dispara las realidades como si fueran trituradas y luego recompuestas por una suerte de dios arcano e intangible. Ecos a Lovecraft, desde luego, pero en lo cinematográfico no podemos abstenernos de pensar de que precisamente Benson y Moorhead consiguen un ejercicio de fusión genérica en que el horror es total, irrevocable y, sobretodo, no está en manos de héroes ni de profanos. Esa es la virtud principal de una cinta que amedranta por su descomposición, una «moribundia» en un lugar del planeta donde los astros lunares se multiplican, las montañas son máscaras de gigantes olvidados y sobretodo, cada sujeto tiene su propia maldición relacionada con el tiempo como una trampa irrevocable. Este último aspecto no deja de ser una metáfora poderosa sobre lo efímero de la existencia, nuestra insignificancia y esa espeluznante condición de insectos que podemos adquirir ante algo tan magno e improbable que nos invita a diluirnos en la sopa cósmica. Si además de todos estos aciertos The Endless olfatea bien en las miserias humanas y en la condición de placebo de las religiones alternativas y sus gurús, el cóctel no puede ser más poderoso, sugerente y espléndido. Su factura cinematográfica es impecable.
En otro orden de cosas, esta producción centroeuropea con el húngaro Kornél Mundruczó que se a alzó, sin demasiadas controversias y un inaudito espíritu de consenso, con el premio la mejor película del Sitges - 50 Festival Internacional de Cinema de Catalunya, nos sitúa en otro interesante estadio dentro de esa categoría incierta del horror en lo extraordinario o la reinvención del cine de horror vía nuevas conjeturas herméticas; es decir, un ejercicio de búsqueda con dosis de gnosticismo, falsos mitos, trazos oníricos y arcanos dioses olvidados. Jupiter's Moon es paradigmática en ese espíritu por cuanto concentra todo ello en un mesiánico personaje tan cargado de malditismo que nos recuerda a aquel ángel de la muerte del filme Cure (1997), de Kiyoshi Kurosawa. Aryan, un muchacho herido por un disparo en pleno conflicto bélico revive como una figura parnasiana, idealizada y etérea, que levita e influye en todo lo que abarca su campo gravitatorio de un modo casi sinestésico. Una de génesis de superhéroe, pero con una intención mucho más metafísica, mística, y pseudoreligiosa que pese a su sencillez abre un debate inmediato. ¿Cuantos modos hay de explicar un fenómeno así? El Doctor Stern, personaje pragmático y resolutivo que saca rédito de la circunstancia de Aryan, se hace esa misma pregunta desde que descubre al chico por vez primera levitando sobre una camilla. Seguramente hay muchos acercamientos: ángeles, semidioses olvidados, un fenómeno de índole extraterrestre, una suerte de imantación física relacionada con los astros, la hipótesis de un nuevo mesías; quizá la descomposición de la realidad con la única salvedad de un escogido para la salvación. Lo que queda claro que este filme de bellas escenas místicas trasmite una espiritualidad irregular, casi malsana... algo que va más allá con el simple ejercicio de contrastar la maldad y los valores positivos. En Jupiter's Mon, la bella fotografía de los planos de Aryan encumbrado a un mundo que no entiende trasmite algo de sacrificio y redención preñados de conservadurismo, de arenga bíblica. Los mitos encarnados en un muchacho frágil, no obstante, crean esa brecha en la realidad que contamina todo como si se tratara de un experimento cronenbergiano, una mutación de consecuencias catastróficas, e incluso un postrer aviso de algo «poseedor», indescifrable, diabólico y tan inexacto que da pavor. El apocalipsis concentrado en un cuerpo joven es epifanía, es casi un ensayo de muerte suspendida, incertidumbre, aberración y miedo. Todo eso es difícil de articular en el guion y la propuesta inicial de un filme, pero vale la pena no quedarse en la superficie. Las composiciones y la fotografía de Jupiter's Moon invitan a cierta expiación. El filme de Kornél Mundruczó es un campo de batalla de hipótesis y especulaciones, un filme inteligente, pero que se queda a unos centímetros de la altitud deseable: la genialidad.
Lukas Feigelfeld se enfrenta a una ópera prima, producto de un trabajo de fin de carrera, que corta el aliento tanto por su extraordinario rigor antropológico y mitológico como por el resultado final de este extraordinario retablo sobre el paganismo y la brujería en la remota Centroeuropa. Esta soberbia cinta alemana con dirección de fotografía de Mariel Baqueiro, arranca una víspera de Navidad con una pequeña y su madre regresando a su cabaña en las montañas tras una jornada de recolección de leña. Una extraña presencia las acecha entre los árboles y se refieren a ella como La Pertcha. Dicha figura monstruosa, se origina a través de la figura de la mujer liberada de toda moral cristiana y abocada a un conocimiento ancestral. Estamos ante un novedoso tratamiento de lo brujeril en tanto fusiona las leyendas sobre las ancianas aisladas en los bosques con la trasformación, la magia del oráculo adquirida mediante la intoxicación de hongos y la perfecta exposición de una serie de rituales habitualmente sesgados o reinventados por tópicos cinematográficos.
La cinta justamente nos expone en cuatro actos sublimes la transformación de esa niña que hinca sus pasos en la nieve de las montañas en un ser mitológico innombrable, pasando por todos los tránsitos instintivos y adquiriendo el conocimiento y las costumbres remotas de la bruja pagana casi de una forma natural e irreversible. Una joya telúrica y alucinógena con pasajes aterradores, pero también un relato costumbrista, de atmósfera envolvente, que supura paganismo en cada fotograma a través de elegantes encuadres que oscilan entre la paleta arrebatada de Caspar David Fiedrich y el barroco lleno de sortilegios y sombras de Caravaggio.
En Hagazussa, el aislamiento de la mujer, la convierte en dueña de su universo y la línea entre el bien el mal desaparece hasta una suerte de animalización necesaria. Hay algo en el filme del mito del joven salvaje y también del concepto poco tratado de la licantropía inducida, pero sobretodo hay el dibujo de un mundo en sombras que se puede transitar con la actitud necesaria a sabiendas de que no hay camino de retorno. El bosque, la montaña, también es un portal que permite caminar por la psique. La brujería y la superchería es en manos de Lukas Feigelfeld una experiencia que comienza en lo sensorial y acaba en lo físico, que necesita sacrificios humanos y que venera la llama negra como única luz en el frío de los Alpes. Hagazussa es una experiencia cinematográfica única, una obra maestra que roba el aliento y que te hace replantear el ideal de la mujer, su ruta carnal y su universo desatado. A mi juicio un filme que va más allá de la, quizá, más académica película La Bruja (The Witch, 2015) de Robert Eggers, por otro lado, plenamente compatible para un doble programa.
Basada en el bestseller de Andrus Kivirähk, Rehepapp ehk November, este filme poético y particular se revela como un relato en la tradición de las fugas de la novela Manuscrito encontrado en Zaragoza de Jan Potocki y el cine de Béla Tarr. Eso por solo citar dos inmediatas aproximaciones de fondo, estéticas y atmosféricas. Planteada mediante una exquisita fotografía en blanco y negro, el filme de Rainer Sainet centra su mirada en una comunidad de la Estonia pagana. La población tiene que luchar contra el frío, pero también convivir con hombres-lobo, con una plaga y con los espíritus. Nada es tabú, y la gente está dispuesta a vender su alma a unas extrañas criaturas de metal y madera, llamadas kratts. En este contexto encontramos a Liina, que ha decidido recuperar a su amado Hans a toda costa, aunque esto implique recurrir a la magia negra. Ciertamente November nos abre muchos campos esotéricos con un sentido del humor muy báltico y está poblado de personajes esperpénticos y, en cierto modo, tan cercanos al bribón Falstaff shakesperiano que uno no puede más que dibujar una sonrisa entre sus pasajes brumosos. Pero en November, más allá de esos fascinantes kratts (viejos demonios automatizados mediante viejas herramientas), impera esa circunstancia que da sentido a este artículo alternativo sobre las películas más estimulantes del Sitges - 50 Festival Internacional de Cinema de Catalunya; el cómo dos mundos, el de los vivos y el de los muertos diluyen sus fronteras y unos buscan a los otros para pedirse favores, regalarse placeres, buscar venganzas u honrar a los familiares en el exilio del óbito. Si me permiten este filme apasionante y con momentos de una belleza de enorme delicadeza, podría suponer el sueño húmedo de Tim Burton. Un extraordinario filme, diferente, libre y equilibrado. Solo el pasaje del bosque de los difuntos ya vale el precio de una entrada.
En la órbita temática de estas cinco grandes propuestas, pudimos otear algún intento fallido de filme demoníaco con algún apunte de mérito, como The Heretics, pero a la sazón una cinta con un tratamiento deficiente en demasiadas parcelas. Al hilo de Hagazussa y su universo hermético, un filme de horror survival como The Ritual nos hizo pasar un rato grato, pero provocó cierta urticaria entre los rastreadores más puristas de los cultos paganos; sin embargo, gozó del beneplácito del espectador y, qué duda cabe, podemos asegurar que se disfruta si uno baja las exigencias y regresa al terreno del puro entretenimiento.
Hasta aquí llega ese festival alternativo y sugerente, con una temática transversal llena de interrogantes y arrojo, joyas de un certamen que nos ha regalado otros buenos filmes alejados de la especulación metafísica como Thelma, Brawl in Cell Block 99, The Revenge, El sacrificio de un ciervo sagrado, The hounds of Love, Wind River y Laissez bronzer les cadavres, Before We Vanish y A Ghost Story (que bien podría incluirse como un anexo crepuscular en la selección de inicio) también merecen una mención especial en el extraordinario conjunto de esta ya histórica edición que celebraba su 50 aniversario.
Vamos a emprender un largo trayecto de siglos que nos llevará de la fiesta comunitaria y excesiva de la Antigüedad al ideal familiar e íntimo que nos mostró Dickens en "Cuento de Navidad". Veremos cómo cambia el concepto mismo de festejo desde las fiestas en las que se intercambiaban los roles (entre géneros y estamentos sociales), que perduraron desde la Antigüedad clásica hasta la Edad Media, y que se caracterizaban por los excesos de todo tipo; hasta las fiestas actuales, basadas en la celebración hogareña y el consumo masivo; y acabaremos por explorar el concepto de la anti-Navidad, un cliché más que ya forma parte del espíritu navideño. En definitiva, veremos como las Navidades rojas y carnales se convirtieron en las Navidades blancas actuales. Espero que disfruten del viaje.