La fiesta del fin del mundo

Marta Torres

Publicado el 23 de diciembre de 2024; caduca el 31 de julio de 2025

De unos años a esta parte, quizá desde la pandemia, la Navidad ha adoptado un extraño frenesí. Seguramente en un intento por reactivar el consumo, alcaldes de diversos pelajes han optado por instalar árboles metálicos iluminados por luces led sincronizadas, trenecitos turísticos, mercados de Papá Noel y cualquier cosa que obligue a las familias con niños a salir de casa y seguir las luces de colores hasta los centros comerciales. No es nada nuevo, pero ahora se aprecia un cierto desajuste que linda con la desesperación. La Navidad se ha convertido en una suerte de fiesta de fin del mundo.

¿De dónde viene esta relación de la Navidad con el exceso? Hay quien lo vincula a las fiestas de las Saturnales, igualmente excesivas, que celebraban los romanos a las puertas del solsticio de invierno en honor al dios Saturno. Esta fiesta de origen agrícola tenía lugar cuando ya habían acabado los trabajos en el campo y tenía muchos puntos de contacto con los actuales Navidad y Carnaval. La principal característica era que no había restricciones ni reglas, evocando un pasado dorado e «igualitario» que tuvo lugar en un pasado mítico y muy lejano. Un ejemplo, los esclavos podían dejar sus duros trabajos y sentarse a la mesa con sus dueños a la manera de las campañas de caridad franquista que retrató Berlanga en la película Plácido. Como es bien sabido, en los años cincuenta, el régimen franquista puso en marcha una campaña que bajo el lema «Siente un pobre a su mesa», quería promover, «en fechas tan señaladas», un sentimiento de caridad hacia los más necesitados. Era un ejemplo del que sería más tarde el conservadurismo compasivo, la ideología política que tomó forma más tarde en los Estados Unidos de George W. Bush.

Lo cierto es que Berlanga llevó el lema aún más lejos puesto que a la campaña «Siente un pobre a su mesa» unió la participación de unos artistas «venidos de la capital», la celebración de una jornada solidaria con patrocinios incluidos (ollas Cocinex) y una cuidada retransmisión radiofónica, a la manera de las maratones solidarias de hoy en día. A ello hay que añadir también las compras a plazos (Plácido no puede abonar a tiempo la primera letra de su motocarro), con lo que acaba por invocar la santísima trinidad navideña que ha pervivido hasta nuestros días: hipocresía, deuda y espectáculo.

Los regalos y las fiestas de las Saturnales, que pueden parecer libres e igualitarias, servían para fijar las relaciones de poder. Quien regala graciosamente no está cediendo poder, lo está comprando.

Como ocurre con «Siente un pobre a su mesa» o con el conservadurismo compasivo republicano, el banquete, los regalos y las fiestas de las Saturnales, que pueden parecer libres e igualitarias, servían en el fondo para fijar las relaciones de poder de la época. Quien regala graciosamente no está cediendo poder, lo está comprando. Esta relación se ve muy claramente si en lugar de mirar al centro de nuestras tradiciones, lo hacemos lejos. Hacia la cultura de los otros. Es el caso de los Potlatch que celebraban los pueblos de la costa del Pacífico en Canadá, en la Columbia Británica. Los Potlatch eran ceremonias y banquetes que también eran una oda desenfrenada al exceso. Un jefe ofrecía un festín ceremonial de grandes proporciones en el que, además de comida, ofrecía regalos. Cuanto mayores eran los regalos, más crecía su prestigio. Estos eran normalmente mantas, y cuando el anfitrión era suficientemente rico, un número concreto de mantas se convertía en una lámina de cobre. Se ha especulado con que, en realidad, el banquete servía para distribuir recursos entre comunidades con más y menos excedentes. También servía para tejer relaciones de poder y dirimir qué clanes o naciones tenían acceso a zonas de pesca, por ejemplo. En todo caso, cuando estos pueblos empezaron a relacionarse con los europeos, esta «fiesta» llegó a un punto de ruptura. Las enfermedades traídas de ultramar diezmaron la población, y el comercio aumentó los recursos. Más y más gente quiso entrar en el mercado del prestigio y las fiestas Potlach empezaron a ser trituradoras irracionales de recursos. Los jefes acabaron por destruir directamente sus bienes en hogueras más y más altas, al tiempo que lanzaron sus cobres al mar. Lo que empezó por ser un mecanismo de distribución de bienes acabó por ser una máquina de estatus sobre una gigantesca montaña de recursos destruidos. La analogía con lo que ocurre ahora es clara, solo que nuestra capacidad para destruir es varios órdenes de magnitud mayor.

Como en los antiguos sacrificios a los dioses, la ofrenda adquiere más valor cuanto más inútil es para su uso humano.

Pero sigamos con Saturno. El antiguo dios agrícola incorporó características de un dios griego, Chronos, señor del tiempo, y se asoció a Janus, el dios de los umbrales, por lo que acabó representando también la transición entre el año viejo y el nuevo. Sin embargo, siguió llevando algunos viejos atributos del dios itálico que había sido en un principio: la azada, que unido al tiempo acabó por evocar la muerte. Así es como Saturno une en un mismo personaje la abundancia de la tierra, que simboliza su primera esposa, la diosa Ops, y la muerte, que adopta los rasgos de su segunda esposa: Lua, que en Roma era la diosa encargada de recibir las armas ensangrentadas de los enemigos. Como la Navidad, como los Potlatch, Saturno tiene dos caras: abundancia y destrucción. Estatus y muerte.

Los regalos sirven para fijar las relaciones de estatus. Quien regala graciosamente no está cediendo poder, lo está comprando.Twitealo!

Marta Torres

Periodista en medios escritos y radiofónicos, especializada en antropología urbana, ciencia, tecnología y cine. Fundadora de Bdebarna, una web que reúne a exploradores de la ciudad de Barcelona y que lleva recopiladas más de 2.300 historias sobre la ciudad. Colaboradora en Judexfanzine.net.