publicado el 12 de noviembre de 2009
Más allá de la Space Opera, de la conjetura metafísica hilada como una aventura física y al margen del mapa de ruta que asiste al cine moderno de ciencia ficción existe una partitura que ahonda en la poética del aislamiento, en la posibilidad de modificar la noción del tiempo, la relativización de lo físico y el encaje en un mundo de trazos artificiales, hostiles y psicologicamente contaminantes. La ópera prima de Duncan Jones, lejos de plantear una trama que se enraice en las simientes del western crepuscular, a la manera de Atmósfera 0 (Outland, 1981) de Peter Hyams, o en un existencialismo parcialmente teatralizado (2001: Una odisea del espacio), nos invita a la contemplación del naúfrago voluntario, a sus motivaciones, su aprendizaje, al olvido de toda condición humana y a la fusión del individuo con el paisaje.
Lluís Rueda | Existe una imagen poderosamente poética en Moon que nos remite directamente a la singular quietud fantasmal que propone Solaris (Id. 1972) de Andrei Tarkovsky. Aquella en que el astronauta Sam Bell (Sam Rockwell) cree ver desde su vehículo lunar la imagen de una doncella fantasmal, casi un ensueño silenita que nos introduce en la antesala del fantástico más sutil. Moon es uno de aquellos filmes que conjeturan con el paisaje de una manera emocional y, sin embargo, no deja de ser un título de ciencia ficción de espíritu especulativo, de discurso denso y con una contención narrativa que se apoya en su maravillosa propuesta estética.
Como en Solaris, el periplo lunar de Sam sufre una alteración progresiva que se agiganta en su propia psique y se amplifica en la desconocida emulsión que irradia el satélite. Duncan Jones especula con esa otra realidad del territorio desconocido otorgando un papel protagonista al mismo. El silencio, la asepsia y la deriva emocional son, en este caso, elementos perturbadores que alentan un proceso imparabe de decadencia y locura. Sin revelar aspectos delicados que puedan minimizar la clave del filme en un único concepto –algo de eso existe-, les diré que la diatriba moral que propone Jones juega con la idea del Doppelgänger, de la alteración del tiempo y con los consabidos postulados del ideario de Arthur C. Clark. ¿Somos relmente lo que creemos ser? ¿Puede un proceso de aislamiento revelarnos una faceta desconocida de nosotros mismos que llegue a cambiarnos la concepción de toda nuestra existencia? Quizá el propio Robinson Crusoe, el naúfrago por excelencia de la literatura universal, tuvo esas preguntas en la cabeza durante su adaptación en la Isla-Cerebro a la que fue a dar con sus huesos, quizá no fue más que una conjetura metalingüística calibrada por el ‘creador’ Daniel Defoe.
Dios y la ausencia, el vacío, siempre han ido de la mano, y acaso un satélite, un hábitat incierto como el espacio, todavía reafirma más ese fino equilibrio que obliga al ser humano a buscar una razón o varias para la existencia. Pero toda esta pseudo-filosofía que desprende Moon, y que la emparenta directamente con la maravillosa Naves Misteriosas (Silent Runnig, 1974) de Douglas Trumbull, es a nivel argumental el campo de acción sobre el que articula un survival thriller. De este clásico de la pervivencia emocional en clave sci-fi, Naves Misteriosas, el filme de Jones toma su puesta en escena, ese diseño de producción que remite a la NASA de la década de 1960, una técnología anti-chip que nos muestra botoneras gigantescas, cables, monitores extrapixelados y una maquinaria pesada que poco tiene que ver con los hologramas o las pantallas flotantes de un filme de extravagancia vácua como Sunshine (Id. 2007) de Danny Boyle: un delirio psicodélico que viste de mística una historia mal hilvanada y atropellada.
La condición de thriller de calado psicológico de Moon le hace estar cerca de propuestas como Planeta Prohibido (Forbidden Planet, 1956) de Fred M. Wilcox, un filme de apariencia sencilla que, sin embargo, más allá de ser un producto derivado de la fiebre por la sci-fi de lo década de 1950 en Estados Unidos, destila unos referentes de lo más sugerentes parapetados tras su condición de cinta de 'aventuras interestelares'. Hemos de subrayar que el filme de Wilcox era una libre adaptación de 'La Tempestad' de Sheakespeare. Recuerden que la obra se centra en la historia de Próspero, duque legítimo de Milán que ha sido expulsado de su posición por su hermano y se encuentra en una isla desierta tras naufragar su buque. En la isla, Próspero, entra en contacto con seres invisibles como Ariel, intermediarios entre los dioses y los hombres. ¿No reconocen en este Próspero un paradigma del naúfrago emocional, como el comandante Jonh J. Adams (Leslie Nilsen) de Planeta Prohibido o el propio San Bell?
Moon es una pequeña película con un mensaje poderoso, un filme que saca petróleo de los cuatro elementos que maneja, tanto en la parcela de diseño de producción como en su muy calibrado guión. Como se suele decir, a falta de presupuesto los efectos especiales los ponen los actores, y cabe señalar que para la ocasión Sam Rockwell se nos revela en Moon como un auténtico genio de la interpretación, un actor que se multiplica en la puesta en escena sin caer en la redundancia, en la sobreactuación o en la plástica narcisista propia de la escuela interpretativa de Hollywood.
Como comentabamos en clave cinematográfica al principio de estas líneas, Moon, asume un discurso que si bien podría mirarse en lo literario en el mejor Stanislaw Lem, el de ‘Diarios de las estrellas’ (1971), también podría hacerlo en el Jonathan Swift de ‘Los viajes de Gulliver’o en el propio José Luis Borges y sus especulaciones acerca de la inmortalidad. Les invito a echar un vistazo a las fuentes clásicas: ¿recuerdan las puertas del Hades? Dos caudales sagrados se ofrecían a los condenados: la fuente del olvido Lethe y la de la memoria Mnemosyne correspondientes a las divinidades Letheo y Mnemosyne, el olvido y la memoria. Esos son, al fin y al cabo, los dos extremos que permiten la conciencia de existir y Moon plantea a partir de ellos la posibilidad de cambiar las reglas, de modificarlas.
Pero no se lleven a engaños, al margen de toda esta carga metafísica que destila el filme, Duncan Jones pone todo su empeño en construr un filme entretenido, vibarante y majestuoso en el orden cinematográfico.
La banda sonora de Clint Mansell, espléndida, sazona con delicada precisión la lírica de una puesta en escena que se asienta en unos parámetros deudores del cine sci-fi de los años setenta, Duncan porfía las texturas de las maquetas lunares a una idea de lo onírico que se fusiona con ciertas dosis de pragmatismo: su protagonista no es un aventurero espacial, no es un científico, ni un filósofo de las estrellas, es un obrero: un ordinario operario de minas. Según nos revelaba el propio Jones, los primeros bocetos del filme priorizaban que el filme se adscribiera al concepto de “La ciencia ficción con gente de clase trabajadora en el espacio”, y en ese sentido tuvo muy en cuenta el legado de los Ron Cobb (dibujante de Aliens), Syd Means, Douglas Trumbull y Peter Hymes para dotar al filme de cierto realismo retro y una concepción ‘industrial’ creíble.
Junto a Sam, el gran protagonista de Moon es el robot Gerty, compañero, cómplice, aliado y también el sujeto ambigüo, distorsionador, en un filme que conjetura con elementos poco convencionales como el concepto relativo del tiempo y el espacio y a su vez con la idea de las grandes corporaciones que relativizan la moral y priorizan la rentabilidad a toda costa (caso de la poderosa empresa energética que saca importantes réditos de los minerales lunares que recoge Sam). Jones ideó a Gerty con la idea de Hall en la mente, pero este sujeto electrónico, más corpóreo, a mi entender tine mucho más en común con Huey y Dewey, los elementales ciborgs de la Valley Fogue que alimentaban las esperanza del botánico Freeman (Bruce Dern) en la ya citada e imprescindible Naves Misteriosas.
Moon no es un filme revolucionario en su mensaje y ni en su estructura, sus fuentes inspiradoras son inmediatas, tangibles, y forman parte de nuestro ideario, sin embargo, la ópera prima de Duncan Jones resulta gratamente estimulante por la pulcritud de su factura y por lo que conlleva de iniciático en cuanto a un modelo de ciencia ficción que muchos catalogaban com superado o anticuado. Los temas universales y las especulaciones bio-científicas que plantea el filme, y que se canalizan en una inteligente proyección sobre la psique humana, son el legado de Asimov, Lew, Clark, Brown o K. Dick. Por ello, Moon, se revela un excelente decálogo, irresistiblemente iniciático, de la ‘Ciencia Ficción’ como género o plataforma inimitable a la hora de condensar los principales conflictos teológicos, filosóficos y morales.