boto

festivales

publicado el 26 de enero de 2010

Argentina tiene miedo

El festival de cine Buenos Aires Rojo Sangre cumplió una década en esta edición 2009, qué mejor ocasión para presentarlo en sociedad por primera vez en Judex que su llegada a la decena de edad. En esta crónica podrán encontrar reseñas de algunas películas destacadas y otras descartables, pero que en su conjunto dan un panorama bastante fiel de lo que es el festival de cine de género más importante del país, con todas sus virtudes, taras y defectos.

Hernan Ballotta |

Levantar el guante

Ya no cabe ninguna duda: muchas de las mejores y más polémicas reflexiones sobre cine se dan a partir o alrededor de los festivales, únicos momentos del año en el que el séptimo arte ocupa un lugar central, aunque sea efímero o ilusorio, en las agendas mediáticas y las discusiones de café. En el número 54 de Judex, Luis Rueda y Marta Torres elaboraron una notable cobertura del último festival de Sitges, en la que apuntan un fenómeno preocupante, la escisión fundamental en el público del festival entre aquellos fanáticos defensores de un cine de género “puro”, con sus constantes y manías, y los que sostienen una concepción más libre y menos atada a las convenciones del fantástico, defendiendo propuestas que utilizan al género como resorte de una mirada personal del mundo, como la oportunidad de desarrollar un programa estético concreto o como un espacio de experimentación y expansión narrativa.

Me gustaría contribuir a la discusión con esta cobertura. En el festival porteño Buenos Aires Rojo Sangre, el más importante de cine de género en Argentina, esta dicotomía no existe. El BARS, desde su programación, publicidad y perfil se vuelca de lleno al cine de género (mientras más barato, “bizarro” y contracultural mejor). Esto no es simplemente una desvariada interpretación de quién escribe: el Rojo Sangre se autodeclara “festival internacional de cine de terror, fantástico y bizarro”. Que prime el último de los términos por sobre los otros dos es una toma de posición arriesgada aunque, a mi entender, poco fértil; que en la programación el cine fantástico aparezca a cuentagotas es lisa y llanamente una verdadera lástima.

Pero el problema con un festival como el Rojo Sangre es que su virtud es también su principal limitación. Al plantearse como un espacio anti-canónico o, en todo caso, al construir un canon alternativo (como lo demuestra su sección de “clásicos”, en el que Mal gusto de Peter Jackson se codea con algún “giallo” ignoto o con una pequeña retrospectiva de cine de terror mejicano cortesía del “Morbidofest” de Méjico), su programación parece por momentos caprichosa y su criterio de selección demasiado acrítico. Al aceptar su condición de outsiders y llevarla como grito de guerra, se vuelve un festival poco hospitalario, expulsivo, de ghetto, exclusivo en el mal sentido de esa mala palabra. Al intentar colocarse en una atractiva posición equi(muy)distante entre la industria y los festivales tradicionales, termina adoleciendo de las virtudes de ambas: a saber, la factura técnica de aquella y la ambición artística de éstos.

Pero a no apresurarse: antes, una breve reseña histórica de este joven e impertinente festival.

Diez años no son nada… Not

El décimo aniversario del festival fue la excusa perfecta para la presentación de Rojo Sangre: 10 años a puro género, largometraje documental/institucional realizado por el propio festival. En él se recuenta la historia del festival, su relación con el cine de género nacional y el estado de éste en la actualidad (sobre el último punto me referiré más adelante) a través de entrevistas con programadores, realizadores y críticos. El festival nació en el 2000 en el auditorio de una de las sedes de la Universidad de Buenos Aires, iniciativa de un grupo de entusiastas con acceso a material sin distribución y a esfuerzos en la realización de allegados. Al año siguiente la muestra se trasladaría al Centro Cultural Gral. San Martín (mítico teatro y espacio artístico en el centro de la ciudad que cuenta con una sala de cine con programación alternativa en su décimo piso, probablemente la sala de proyección a mayor altura de la ciudad) para luego invadir, cual horda de zombies hambrientos de despreciado celuloide, el Complejo Tita Merello, llamado así en homenaje a la cantante de tango y actriz de la era dorada del cine argentino, todo un personaje aldrichiano en sí mismo.

En el 2008 el festival se trasladaría a su (por ahora) definitivo hogar, el Complejo Monumental Lavalle, un multicine conformado por la unión de varios cines preexistentes en la céntrica peatonal Lavalle, al que el festival roba dos salas, apropiadamente ubicadas en el subsuelo, durante la semana en la que se desarrolla. Es notable que un festival con estas características (inclinado al cine independiente más barato y, a la vez, de género; hecho a pulmón, sin demasiado aval institucional) haya podido sobrevivir una década en un país que no se caracteriza precisamente por permitir proyectos a largo plazo, menos aun emprendimientos tan fuera del radar como el Rojo Sangre. La edición 2009 incluyó 35 largometrajes entre la competencia internacional e iberoamericana y secciones paralelas, y un número importante de cortometrajes, la mayoría de producción nacional.

Zombielandia (o los muertos vivos están vivos)

Como el festival de Sitges, el Rojo Sangre auspició un "Zombie Walk" por el centro porteño y realizó una invitación abierta a realizar cortometrajes durante la marcha. El resultado se reunió en la sección “Zombie Festival” y se exhibió durante el Rojo Sangre. Más allá de los resultados (que, me han comentado, fueron bastante pobres), esto confirma lo que para varios es ya evidente: desde La noche de los muertos vivos [1] en adelante, el Zombie es el monstruo contemporáneo por antonomasia. La explicación de este fenómeno excede los humildes alcances de esta crónica; será objeto de estudio de ociosos sociólogos y comunicadores sociales. Lo que sí es cierto es que la programación del festival evidenció el lugar central que ocupa este subgénero dentro del cine de terror, con siete largometrajes con nuestros estimados muertos vivos como protagonistas.

Yesterday es una comedia negra de terror coral canadiense. Si todo esto parece indicar un arrebato de originalidad fenomenal, el filme rápidamente disipa todas las dudas: nos encontramos frente a la vieja fórmula "virus mortal"+"horda de zombies"+"grupo de supervivientes (en esta ocasión, curiosamente, los sobrevivientes son todos varones)"="el infierno son los otros". Es decir, que por más amenaza externa que haya, el enemigo es el prójimo. Que ésta sea exactamente la tesis de la película que lo empezó todo (la anteriormente citada opera prima de George Romero) y que la sugiere con mucha menos sutileza y tensión dramática que aquella parece importarle poco al debutante en la dirección Rob Grant, más interesado en la comedia (que, aún en sus mejores momentos, no puede acariciar las alturas de filmes como Shaun of the Dead o Zombieland [2]) y en el bastante logrado gore (Yesterday se llevó, con justicia, el premio a mejores FX del festival) que en imprimirle una nueva perspectiva a tan manido subgénero o de buscar una estética o voz propia. Pero lo que más molesta de Yesterday es la cantidad de oportunidades desperdiciadas, ya que se trata de una película con un pasable nivel técnico y actoral, a veces debilitado por un guión torpe que agrega y elimina personajes sin ningún criterio narrativo. Esta película vuelve a confirmar una máxima sepultada: por mejores que sean las intenciones, por mayores que sean los recursos disponibles, por mucho que se ame a un género, si no se tiene una concepción del mundo a filmar, una idea renovadora del género o una voz individual, el resultado no va a superar la medianía más gris.

En este sentido, Colin fue una grata sorpresa, la experiencia más estimulante del festival. En épocas en las que una película de terror con un presupuesto declarado en quince mil dólares puede encabezar las taquillas mundiales, Marc Price redobla la apuesta realizando un largometraje en las calles de un suburbio londinense con sólo 40 libras y el tiempo libre de sus amigos y parientes. El resultado es una notable cruza entre 28 Days Later (28 días después) de su compatriota Danny Boyle y cualquiera de los retratos de angustia adolescente de Gus Van Sant. El Colin del título es un joven londinense atacado por un zombie que, como las leyes del género lo indican, pronto se transforma en uno de ellos. La original operación que lleva a cabo el filme es centrarse en ese personaje, un joven que, de alguna manera, sale al mundo por primera vez y lo ve con ojos extrañados. Colin deberá aceptar su condición de zombie y, a la vez, reconciliarse con sus recuerdos de humano que paulatinamente van reapareciendo, planteando una tensión entre pasado y presente, memoria y realidad que excede los usuales alcances del género. Si bien la película tiene varios problemas de guión (está atado en demasía a la estructura “tiempo pausado poético – secuencia de acción cruda” calcada de la película de Boyle) y fotografía, en escenas excesivamente oscuras, Colin es una extraordinaria muestra de lo que puede alcanzar un realizador que utiliza al género como resorte para explorar obsesiones personales. El merecidísimo premio a mejor director es sólo una pequeñísima retribución por tamaña tarea.

El cine en el espejo

Una de las características más distinguibles del cine de terror (ya post)moderno es su tendencia a la autorreferencialidad. Las películas dialogan entre ellas y con sus antecesoras conformando pequeñas constelaciones, con estrellas centrales (La noche de los muertos vivos, Halloween, La masacre de Texas[3]) y satélites menores. En ese sentido el cine de terror contemporáneo no es ya más texto fílmico, sino hipertexto fílmico: con frecuencia las películas contienen “links” que nos llevan a otras, y esas a terceras, en un ciclo probablemente infinito, como sucede con Smash Cut del canadiense Lee Demarbe, un slasher satírico en el que un director de películas de terror clase Z (David Hess, de La última casa a la izquierda; The Last House on the Left de Craven), frustrado por la pobre recepción de su último opus, decide realizar un slasher realista (hasta el extremo de lo baziniano) usando como utilería y maquillaje los cuerpos despedazados de las victimas de su demente, obsesivo y bastante comprensible odio contra la “industria” del cine de bajo presupuesto, incluyendo a guionistas, productores, críticos, directores de “cine arte” y el resto de la variada fauna de ese encantador submundo. Smash Cut acumula referencias por centímetro de celuloide, como la aparición de actores míticos del género (por allí desfilan Michael Berryman de Las colinas tienen ojos; The Hills Have Eyes, Ray Sager de The Wizard of Gore y el gran Herschell Gordon Lewis). No hay mucha profundidad ni reflexión sobre el género, pero su tono menor, su desprejuiciada alegría y su ingenua torpeza la vuelven agradable, casi entrañable. Y, por si eso fuera poco, cada mirada a cámara, cada gesto de sugestivo erotismo, cada sonrisa de la actriz porno devenida actriz a secas Sasha Grey, que interpreta a una joven que intenta desenmascarar al director/asesino en serie, son festejados acríticamente por la platea entera.

Lamentablemente, la autorreferencialidad conduce con frecuencia a la pereza intelectual y a la chatura fílmica. Muchos toman la excusa de la cita al cine clase Z o exploitation para ocultar sus propias falencias, como sucede precisamente con el filme chileno Dirty Love, compuesto por tres cortometrajes sobre perversiones sexuales (la antropofagia erótica, el sadomasoquismo y, demostrando un insólito espíritu retrógrado, la homosexualidad) y otro que los enmarca protagonizado por un vaquero de nombre Toro Loco que persigue y asesina, con justicia, a los responsables de Dirty Love. La idea de puesta en escena de estos señores es la traslación literal de los tabloides sensacionalistas a las imágenes en movimiento (difícilmente podríamos catalogar a Dirty Love como algo remotamente cercano al cine), con todo su amarillismo, su ideología rancia y su limitada retórica. En este irredimible contexto aparece la excusa del guiño genérico, un verdadero insulto a la inteligencia de los espectadores. Deberían aprender de Robert Rodríguez, que con la consigna de homenajear al cine clase Z realizó una película divertidísima y feliz, Planet Terror, en las antípodas del deprimente tedio al que condena el visionado de Dirty Love.

¡Por Tutatis!, estos japoneses están majaretas

Ya lo dijo Astérix a propósito del pueblo del César, pero si el galo de bigotes viviera en nuestros días y fuese espectador del cine oriental proyectado en el Rojo Sangre, llegaría a la conclusión de que los dementes en el mundo contemporáneo son los japoneses. Esta edición del festival trajo dos largometrajes de ese origen: Vampire Girl Vs. Frankenstein Girl (título bastante autoexplicativo) y Samurai Princess, ambas pertenecientes a una nueva escuela del cine gore japonés, muy influida por Shinya Tsukamoto, Takashi Miike y el Cronenberg de la “Nueva Carne”, que tiene como piedra basal a Tokyo Gore Police de Yoshihiro Nishimura (también codirector de Vampire Girl...), principal ganadora del Rojo Sangre 2008. De Cronenberg tomaron la fusión biológica entre materia orgánica y máquina, pero sin la profundidad conceptual o la elegancia del canadiense; de Tsukamoto y de Miike adoptaron su locura casi surrealista y su juguetón espíritu gore, aunque carece de la cargada simbología del primero (volviéndose, con frecuencia, ejercicios vanos y pueriles) y de la maravillosa alquimia genérica del último. Pero lo que marca a fuego esta “escuela” aún más que su (relativo) bajo presupuesto y su destino de “directo a video” en su país de origen, es su inusitado y muy característico protofeminismo. Las protagonistas de estas películas son, sin excepción, mujeres cuya fortaleza supera a la de sus pares masculinos y a la de sus enemigos. Claro está que esto responde menos a un programa ético o político que a un propósito exploitation, con el objetivo de mostrar los atributos físicos de las bellas actrices. Sin embargo, esta es una bienvenida variación en una filmografía dominada generalmente por el machismo como la japonesa.

Samurai Princess dialoga con un subgénero exploitation en particular: el de mujer ultrajada en busca de venganza. En un difuso momento en el pasado, en el que existen anacrónicos artefactos futuristas, unos bandidos comandados por una pareja de “mechas” (seres modificados quirúrgicamente con armas y herramientas mecánicas, como la muy popular sierra eléctrica) viola y asesina a un grupo de adolescentes que juegan apaciblemente en un arroyo. La única superviviente, gravemente herida, accede a transformarse en una mecha y nuclear el alma de sus compañeras en su cuerpo para consumar su venganza. Lo que sigue es una serie de peleas coreografiadas sin mucha inspiración en el límite (interior) del ridículo. La impresión que uno tiene al ver Samurai Princess es que un grupo de jóvenes japoneses de lenta maduración se juntaron a hacer cosplay y a filmarlo. Poco importa la mitología samurai, el “buen gusto” o la sustancial diferencia entre la puesta en escena televisiva y la cinematográfica, todo sea por mostrar muchas vísceras, trajes coloridos y efectos especiales caricaturescos. Samurai Princess, como El milagro de P. Tinto o el cine de Stephen Chow, se formula a partir del cariño por los dibujos animados, pero a diferencia de ambos nunca logra adoptar la lógica de éstos, recuperando solamente su apariencia y plasticidad. En última instancia, Samurai Princess parece más un particularmente largo y barato capítulo de los “Power Rangers” on crack que un heredero legítimo del anime alla Akira Toriyama en carne y hueso.

Interludio: REC 2

Espantado por tanto cine de terror barato, decidí escaparme unas horas del Rojo Sangre a aguas más seguras y me interné en otra de las salas del complejo para ver la secuela de la -a estas alturas- ya mítica REC (que, debo confesar, todavía no vi). Mi intención no es hacer un análisis exhaustivo de la película, sino apuntar una serie de elementos que me resultaron negativos (que exceden en número y tamaño a los que me resultaron estimulantes) de esta producción española.

En primer lugar, la vuelta “religiosa” del argumento, con alusiones a demonios, exorcismos y con el poco feliz personaje del cura, me resultó trillada, más aún teniendo en cuenta que, según me han comentado, en la original se trataba sólo de un virus causado por un ente sobrenatural. El tema religioso parece, más bien, una concesión calculada para justificar la segunda parte.

En segundo lugar, el cuidado que ponen los realizadores Paco Plaza y Jaume Balagueró para doblar el verosímil intentando no quebrarlo al “diegetizar” la cámara (es decir, incluirla en el nivel del relato) me resulta francamente risible. Pocas películas de terror con cámara diegética logran justificarla completamente desde el argumento, y frecuentemente se ven forzadas a tomarse licencias discutibles para encajarla a la fuerza. Cuando un concepto o un método de registro dictaminan forzosamente todas las decisiones narrativas y estéticas apriorísticamente como en REC 2, estamos en un problema; si vemos a los zombies atacar ridículamente a la cámara y no a quién la porta, deberíamos abandonar inmediatamente la proyección indignados.

En tercer lugar, me preocupa de sobremanera la torpeza con la que los directores resuelven algunas secuencias de acción como si de un videojuego de disparos (shoot-em-up) se tratase. Si igualamos la experiencia cinematográfica con la de observar a alguien jugando al "Counter Strike", no podemos quejarnos si los más jóvenes prefieren pasarse la tarde en un cibercafé y no en una sala de cine: al menos allí tienen el beneficio de la interactividad.

Por último quiero detenerme en un elemento notable (en el mal sentido) de REC 2 y que aparece con frecuencia en el cine español contemporáneo: el “argentino hiperbólico”, el estereotipo del argentino malhablado, ingenioso, tramposo, verborrágico y monotemático. La primera línea de diálogo del personaje argentino de REC 2, uno de los integrantes del grupo “swat” que ingresa al edificio, es sobre el jugador de fútbol argentino Mario Kempes, como si los realizadores quisieran aclarar desde el primer plano que ese personaje no sólo es argentino, sino que es “el” argentino. Construir un personaje exclusivamente desde los lugares comunes demuestra una falta de profundidad conceptual poco feliz. Me veo obligado a aclarar algo: el “argentino hiperbólico” no me ofende porque soy argentino; me ofende porque soy cinéfilo.

Los Fantasmas Contraatacan

Cuando de relatos modernos de fantasmas se trata, remitirse a H. P. Lovecraft y su vuelta de tuerca materialista sobre el género es inevitable. El Rojo Sangre, ya desde la edición 2008, dedica una sección de nombre “Lovecraftiana” en homenaje al gran autor del terror gótico, que en esta edición contó con una serie de cortos y un largometraje, Colour from the Dark del italiano experto en adaptaciones del escritor americano Iván Zuccon. En esta oportunidad el relato elegido fue "El color que cayó del cielo", en el que un meteorito de indescifrable color cae en un pozo de agua en una granja contaminándolo, provocando la muerte de toda plantación aledaña y la locura de los granjeros. Zuccon decide transportar la acción de las cercanías del pueblo ficticio de Arkham en el original a una zona rural de la Italia de Mussolini, en la que viven en casi completo aislamiento en una granja una joven pareja y la hermana menor de la mujer. Pronto, el "color" del título comienza a enloquecer a la esposa, conduciéndola por el mal camino de la promiscuidad sexual. Hay un elemento de hipocresía en asignarle un valor negativo a la promiscuidad sexual y, a la vez, cargarla de erotismo en las escenas íntimas entre la pareja, como si la sexualidad fuese, para Zuccon, simultáneamente objeto de condena moral y recurso legítimo pour la gallerie. Más allá de esto, hay que decir que Colour from the Dark es una atendible adaptación del espíritu ultraoscuro de Lovecraft, a pesar de algunos excesos “poéticos” que rayan el ridículo y referencias gratuitas sin mucho desarrollo a la Segunda Guerra Mundial y a la persecución nazi de judíos.

De la fantasmagoría materialista de Lovecraft pasamos a los fantasmas simbólicos de Aparecidos de Paco Cabezas. Los remito al más extenso y minucioso análisis (con el que, en general, concuerdo) de Pau Roig en este mismo sitio, pero me parece valiosa una mirada más “local” de esta película que usa a la última dictadura militar argentina como excusa para hacer una película de fantasmas. Lo que encuentro problemático de Aparecidos, más allá de las inverisimilitudes de guión, el pobre arco narrativo de los protagonistas y la falta de “escenas de terror”, es la mirada que impone sobre el terrorismo de Estado. En Aparecidos, la tortura y el asesinato son llevados a cabo por un individuo fundamentalista y demente en un sótano clandestino escondido en la Patagonia, mientras que el terrorismo de Estado fue una maquinaria de control y asesinato racionalista, avalado (y efectuado) por instituciones sobre el cuerpo social. Esta es una representación virada a lo individual de la última dictadura, que no se corresponde con los datos, los números y las historias del golpe de Estado de 1976. No basta la “poética” escena final, claro homenaje (o robo) a la de El sexto sentido de Shyamalan, o la inclusión de los “greatest hits” del terrorismo de Estado en Argentina (Ford Falcon verde, picana eléctrica, tortura clandestina, la palabra “subversivo” y un largo etcétera) para subsanar este enorme error conceptual. Aparecidos es una mirada exotista de la historia argentina reciente y una bastante pobre película de terror.

Argentina tiene miedo

Por ley, para que una película argentina se estrene en el circuito comercial, debe estar subvencionada por el instituto de cine. Para que una película acceda al subsidio, debe obtener la aprobación de un concejo de clasificación, bastante reacio a respaldar películas de género. En este contexto, es difícil que una película de terror nacional sea efectivamente estrenada, aún cuando se produce un generoso puñado de filmes del género por fuera del instituto de cine cada año. Por eso el estreno de Visitante de Invierno de Sergio Esquenazi (reseñada en este mismo sitio) fue un fenómeno curioso, una verdadera excepción a la triste regla tácita de no apoyo institucional a este tipo de películas y la única película de terror argentino estrenada en mucho tiempo. Y aún siendo un fracaso de taquilla, afirmó la existencia de un cine de género creado al margen pero que intenta penetrar en el circuito comercial, y, tal vez, el cambio a una política más inclusiva en el instituto de cine (que ya dio el aval para la producción de Lo siniestro, presentada en esta edición del Rojo Sangre).

Por eso, esperaba con expectativa el nuevo trabajo de Sergio Esquenazi. Lamentablemente, They Want My Eyes no pudo satisfacerla: se trata de una película de muy bajo presupuesto que, aunque transcurre en Buenos Aires, está hablada casi en su totalidad en inglés. Si el guión no fuese obra de Esquenazi, me vería tentado a afirmar que se trata de una película de encargo por la pereza en su puesta en escena y la falta absoluta de ritmo. En They Want My Eyes un joven estadounidense que reside hace un tiempo en Buenos Aires recibe la visita de un amigo supuestamente desaparecido que lleva consigo un misterioso maletín (que le prohíbe al anfitrión abrir) y unas gafas oscuras que se niega a sacar. Haciendo caso omiso a la recomendación del visitante, el joven, cual Pandora, abre el maletín desencadenando todo tipo de desgracias que incluyen a unos seres pandimensionales poco amigables, el plan de crear un superhombre con órganos cultivados en una serie de personas selectas y una monja enardecida vaya uno a saber por qué. Difícil es determinar las intenciones de Esquenazi para esta fallida obra, pero lo que es evidente es que perdió, esperemos momentáneamente, la capacidad para crear climas, la fluidez narrativa y las ideas de puesta en escena que mostró en Visitante de Invierno; queda claro que They Want My Eyes no es un paso efectivo en el camino de reforzar la relación entre el instituto de cine y los realizadores de género y crear un modelo de profesionalismo para este tipo de películas, como sí lo fue el opus anterior de Esquenazi.

El caso Visitante de Invierno es uno de los centros de debate de Rojo Sangre: 10 años a puro género, ya que se enmarca en la cuestión de acceso a un público más masivo por parte de los realizadores de género (me refiero a los “géneros menores”: el terror, la ciencia ficción y el fantástico, con todas sus variantes). Las causas de este problema son discutidas ampliamente en el documental, pero las conclusiones se parecen menos al resultado de un análisis bien considerado que a un apuntar de dedos paranoide, en el que prima la búsqueda de enemigos sobre el ejercicio de la autocrítica. Que el instituto de cine, que las distribuidoras, que la industria de cine, que el cine “arte”, que los otros festivales de cine, que Bergman y Antonioni, que los espectadores de Bergman y Antonioni, que los espectadores en general; todo sea por no tener que mirarse en el espejo y ver los (muchos) defectos que aquejan a la producción de cine de género en Argentina. Y, si bien es cierto que muchos de los anteriormente citados ponen no pocas piedras en el camino de estos realizadores y que, aunque a cuentagotas, la autocrítica emerge en algunos de las reflexiones mostradas en el documental (no casualmente, desde las representantes femeninas del cine de género nacional), cuestiones como el sectarismo autoasumido, el hermetismo, los desastres “bienintencionados” y la falta de ideas y conocimiento técnico, problemas todos que aquejan a gran parte de este tipo de películas, jamás se cuelan en el bastante cerrado discurso de Rojo Sangre: 10 años a puro género.

¿Dónde entra el Rojo Sangre en todo esto? Como su hermano mayor el BAFICI (Buenos Aires Festival Internacional de Cine Independiente, también demonizado en el documental), que le lleva solamente un año, el festival es una ventana para el cine reciente que no suele acceder al circuito comercial y un espacio para que los nuevos realizadores puedan confrontar al público con sus trabajos. Y al igual que el BAFICI, plataforma de salida de grandes realizadores y grandes películas, en el Rojo Sangre pudieron verse por primera vez obras fundamentales del género nacional como Habitación para turistas, la saga Plaga Zombie de Farsa Producciones y TL-1: Mi reino por un platillo volador, entre muchas otras.

Pero lo que parece suceder con cada vez más regularidad es que los talentos proyectados por primera vez en el Rojo Sangre comienzan a abandonarlo por espacios más prestigiosos o un lugar en la industria. Así, los Farsa Producciones presentaron Filmatrónen el Bafici, Kapanga Todoterreno, sobre y con la banda Kapanga, en el último festival de Mar del Plata y estrenaron 100% lucha: el amo de los clones -adaptación a la pantalla grande del ciclo televisivo de lucha libre- en el circuito comercial respaldados por TELEFÉ, señal de televisión de aire y productora de contenidos audiovisuales. En el último festival de Mar del Plata, en el que el realizador de cine de terror Daniel de la Vega ofició de jurado en una de las competiciones, se proyectó también otra entrega de la serie empezada por TL-1 de Tetsuo Lumiere, TL-2: La felicidad es un mito urbano. La excepción a este fenómeno fue Masacre esta noche, de los creadores de Habitación para turistas Paura Flics, que ganó el premio a mejor película en el Rojo Sangre 2009.

Lo que es claro es que, si en algún momento en el Rojo Sangre se ponía en juego el presente y el futuro del cine de género argentino y se presentaban tendencias que pasaban bajo el radar del mainstream, esa tarea está siendo cada vez más cooptada por festivales de mayor envergadura y amplitud de mirada, como el BAFICI o el festival de Mar del Plata, que pueden tener en su programación a ex hijos pródigos del Rojo Sangre, a las últimas producciones independientes de cine de género internacional y, a la vez, obras más ambiciosas que no entrarían en el bastante cerrado criterio de programación del Rojo Sangre. Y, en ese sentido, son los festivales con programación más ecléctica los que terminan apostando por el riesgo, y los festivales especializados, paradójicamente, los que imponen una mirada más conservadora del cine al que se dedican, como es precisamente el caso del Rojo Sangre, que a su década de existencia se encuentra frente a una encrucijada: mantenerse como un festival especializado, cerrado en sí mismo y en su idea del género, en la que prima el cine “bizarro” y hecho a pulmón sobre propuestas más ambiciosas desde lo estético, o ampliar su mirada y nutrirse de las múltiples transformaciones e hibridaciones por las que transita el cine de género en la actualidad. Sólo Colin, la mejor película que pude ver en el festival, parece apuntar en esta dirección.

  • [1]. La noche de los muertos vivientes en España

  • SUBIR

  • [2]. Estrenadas en España como Zombie’s Party y Bienvenidos a Zombieland, respectivamente.

  • SUBIR

  • [3]. Estrenadas en España como La matanza de Texas

  • SUBIR


archivo