publicado el 27 de octubre de 2010
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Fase 7 |
Ángel Sala, director del festival de Sitges, señalaba en la rueda de prensa de presentación que una de sus principales líneas maestras iba a ser la emergencia del cine fantástico procedente de países latinoamericanos. Un dato diáfano avalaba sus declaraciones: tras varios años en los que la cinematografía de dichos países apenas había asomado en la programación del festival, de repente coinciden cinco películas en secciones oficiales. Concretamente, la uruguaya La casa muda (2010) de Gustavo Hernández, en la que una hija y su padre se ven obligados a pasar una noche de espanto en una casa de campo; la argentina Fase 7 (2010) de Nicolás Goldbart, centrada en una comunidad vecinal puesta en cuarentena a causa de una devastadora epidemia de gripe; Somos lo que hay (2010), producción mexicana dirigida por Jorge Michel Grau que sigue las vicisitudes de una familia que sostiene prácticas caníbales; Atrocious (2010), bajo la batuta del mexicano Fernando Barreda y coproducción entre su país y España, que narra las últimas horas de una familia antes de que tres de sus miembros mueran en circunstancias luctuosas; y finalmente, la brasileña Besouro (2009) a cargo de Joao Daniel Tikhomiroff, basada en la vida del mítico capoerista homónimo. Las tres primeras fueron seleccionadas para la sección Fantàstic, mientras que Atrocious y Besauro se integraron en Panorama.
Alberto Romo | Ante esta convergencia de propuestas cabe preguntarse: ¿Hay motivos para pensar que realmente está surgiendo con fuerza un nuevo cine fantástico latinoamericano a la altura del interés despertado por los responsables del festival? Aunque antes de ello habría que averiguar si puede hablarse, con propiedad, de una categoría que englobe todo el cine surgido en más de veinte países distintos. Es decir, es necesario determinar si hay elementos comunes a todos estos films que permitan establecer unos rasgos distintivos definitorios del cine latinoamericano presentado en el certamen y, por consiguiente, del cine fantástico actual de tan vasto ámbito geográfico.
Lo cierto es que a primera vista parece ser un conjunto de películas poco homogéneo. Aun así considero que las películas mentadas comparten una misma voluntad de enclaustrar acciones y personajes en ámbitos angostos, crecientemente claustrofóbicos, que se convierten en una especie de olla a presión, de atmósfera viciada y asfixiante, y con una endeble válvula de escape. Ya sea este espacio contextual la comunidad afrodescendiente de Besouro, el edificio sellado de Fase 7 o una simple casa en las otras películas. Es posible que el número reducido de locaciones y personajes se deba en parte a motivaciones puramente presupuestarias; pero se aprecia también una subversión del papel que tradicionalmente la iglesia católica ha asociado a la familia y a su extensión, la comunidad tribal, entendida ésta como asociación de grupos familiares. Y es que en estos films el núcleo familiar -piedra angular de una iglesia, la católica, que mantiene en Latinoamérica uno de sus más preciados bastiones- no es el refugio reconfortante y apaciguador que promueve la doctrina cristiana sino, antes al contrario, el escenario propiciatorio de turbias intrigas, irresolubles conflictos y horrores varios. La atroz familia caníbal de Somos lo que hay, los entrenamientos a cara de perro en el seno de la comunidad vecinal de Fase 7 o las sombrías relaciones paterno-filiales de La casa muda constituyen ejemplos meridianos de cómo el fantástico ofrece una eficaz arma de transgresión /(auto)cuestionamiento dirigido, en estos casos, contra unos valores tradicionales profundamente enraizados en América Latina.
Junto a este subtexto contracultural, más o menos presente o consciente, algunos de estos títulos tienen en común una corriente subyacente de crítica social a problemáticas que, por acuciantes, resultan difíciles de ignorar en los denominados países emergentes. Otros films, concretamente Atrocious y La casa muda, se desmarcan de este compromiso crítico, constituyendo un grupo de películas aparte, que pasaremos a analizar más adelante. Así, Somos lo que hay denuncia las injusticias derivadas de la pobreza y la marginación social en la mastodóntica México DF; Fase 7 pone en la picota unas instituciones gubernamentales que abandonan a su suerte a los ciudadanos; y Besouro trata el tema del racismo. Sin embargo, y a diferencia de películas-denuncia (cuando no películas-panfleto) tan habituales en las filmografías de países latinos, en ninguno de estos tres films se impone este vector, digamos, social, sobre el resto. Y es que estos tres films, además de su mirada crítica con la realidad de su entorno, tienen en común la condición de ser mixturas de intenciones (más conservadoras o más combativas), tonos dramáticos (de la comedia al pavor) e influencias (autóctonas y foráneas). Algo que no debería sorprender al ser originados en una cultura, la latinoamericana, que se define como mestiza y que es el fruto heterogéneo de la fusión de diferentes ascendentes (indígenas, europeos, africanos o norteamericanos). Una cultura, que en realidad son muchas, y que tiene entre sus manifestaciones estilos musicales como la salsa -mezcla de son cubano, jazz y otros estilos-, o escuelas culinarias como la mexicana -con influencias de cocina africana, criolla o europea-.
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Somos lo que hay |
Desconocemos si Jorge Michel Grau, guionista y director de Somos lo que hay, es un buen bailarín de salsa o un gran amante de la gastronomía de su país. Pero, a la hora de confeccionar su película, obra como un chef especialista en cocina mexicana capaz de combinar ingredientes de sabores y orígenes disímiles, con asombrosa habilidad: una sustanciosa base de reflexión social en clave alegórica, escuela germánica de un Haneke, combinada con ingredientes “de dudoso origen” propios del American Gothic setentero yanqui [1]; todo ello condimentado con especies picantes autóctonas en forma de melodrama desaforado (Arturo Ripstein, pero también el Buñuel de la etapa mexicana), y una pizca de homenaje al fantástico nacional[2]. Lástima que en ocasiones se evidencia la bisoñez del cocinero en los fogones, y a su trabajo parezca faltarle algo de tiempo de cocción, da la impresión de ser un plato demasiado “poco hecho”. Sin embargo, no puede negarse el atractivo y frescura de la receta, y aun siendo un plato no apto para todos los paladares, nadie podrá reprocharlo por insulso. Tampoco se puede criticar a Besauro por ser un producto insípido, y a su director, Joao Daniel Tikhomiroff, por no poner todo su empeño en combinar, como hace Grau, estilos e influencias dispares -nacionales y extranjeras-, como son, ahí es nada, el nuevo cine brasileño de autores como Fernando Meirelles, el spaghetti western europeo o el cine de artes marciales oriental. Pero en esta ocasión el resultado se me antoja un mejunje indigesto, a veces intragable, aderezado, para colmo, con un inoportuno look entre el videoclip y el anuncio televisivo, al que no es ajeno el background profesional de Tikhomiroff en el campo de la publicidad.
Mucho más estimable resulta Fase 7 de Nicolás Goldbarg que, como las anteriores, bebe de fuentes casi antagónicas, en su caso la comedia sentimental típicamente argentina y el cine viril con marchamo autorial de cineastas estadounidenses como Walter Hill, Sam Fuller y sobretodo John Carpenter, del que Goldbarg se confiesa rendido admirador. La sombra del cine del director de La cosa (The thing, 1982) planea sobre todo el metraje, como evidencian tanto la composición musical -surcada por punzantes notas a ritmo de sintetizador que llevan el sello del Carpenter músico-, como la composición de los planos (con un excelente uso del scope). Una sombra, que empero, no llega a eclipsar el talento de Goldbarg tanto en la dirección, al imprimir un ritmo sostenido que jamás pierde fuelle; como en el preciso y ágil montaje, que firma el propio realizador; ni en su faceta de guionista (su ingenioso y cínico libreto fue merecedor del premio al mejor guión en el palmarés del festival). El director argentino saca el máximo partido a un presupuesto tan reducido como los escenarios disponibles -un bloque de apartamentos real, ¡con sus verdaderos inquilinos residiendo en él!- y a un fenomenal plantel de actores en el que destaca un ajado Federico Luppi.
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Somos lo que hay, Besauro y Fase 7, tres películas que desde enfoques y países distintos, permiten aventurar que la identidad de un fantástico latinoamericano con personalidad propia tal vez pase por, irónicamente, su permeabilidad a influencias externas. Cuando la yuxtaposición de múltiples referentes y tropos visuales, cercanos y lejanos, consustancial a la creación cultural de América Latina -y no solamente una actitud postmodernista como sucede en otros lugares- es configurada de manera brillante por autores, que además son capaces de enriquecer sustancialmente el resultado con su propia visión, como sucede con Jorge Michel Grau y Nicolás Goldbarg, tenemos un producto excitante y esperanzador. Sin embargo, en La casa muda y Atrocious se rehúyen estas directrices, constituyendo un grupo aparte claramente diferenciado de las otras tres. A diferencia de las anteriores, no hay lugar en ellas para la crítica social, el cruce de géneros o la multirreferencialidad. Su intención es, aparentemente, buscar la quintaesencia del género al que se adscriben, el terror, a través de su depuración, evitando, por tanto, la “contaminación” de elementos distanciadores o externos. La casa muda adopta para ello una suerte de minimalismo extremo, tanto en el apartado técnico (tres días de rodaje, filmación con una cámara de fotos, tres puntos de luz…), como en el narrativo y formal (tres personajes, un punto de vista, un solo plano secuencia sin elipsis…). Durante buena parte del metraje su director Gustavo Hernández alcanza el propósito de provocar la inmersión en el horror más primario y ancestral, atando en corto al espectador con los personajes, escenarios y hechos narrados. Lástima que el propio director y guionista contradiga esta sugestiva premisa mediante una burda trampa, que no desvelaremos, pero de la que sí diremos que, por incongruente, dinamita el clima de implicación, casi íntimo, creado hasta entonces entre espectador y narración. Por lo que respecta a Atrocious, su director Fernando Barreda afirma, sin apenas ruborizarse, que se trata fundamentalmente de un verdadero documental confeccionado a partir de filmaciones auténticas en poder de la policía.
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Atrocious |
Como habrán imaginado, inteligentes y desconfiados lectores, estas declaraciones son completamente falsas. Lo que promete una sublimación de la esencia misma del miedo sin introducir las manipulaciones propias de la ficción cinematográfica, y ser por tanto más radical que La casa muda, se convierte, a los pocos minutos del inicio, en un pastiche que no duda en fusilar films como El proyecto de la bruja de Blair (The Blair Witch Project, 1999), [Rec] (2007) o The ring:El círculo (Ringu, 1998) revelando su naturaleza de impostura en toda regla. Es de esas producciones que deberían devolver el importe de la entrada a los que lo solicitaran, e incluso algo más. Hay que lamentar, no tanto que Gustavo Hernández y Barreda, responsables de La casa muda y Atrocious respectivamente, no comulguen con los principios rectores de la mestiza cultura latinoamericana (al fin y al cabo no es más que un marco de referencia), sino que traicionen los principios individuales que ellos mismos afirman defender.
Como se ha visto el nivel de las películas latinoamericanas de género presentadas es ciertamente irregular, con films significativos como Fase 7 y Somos lo que hay, otros con aciertos parciales (La casa muda) y un par de ellos (Beasuro y Atrocious) de una mediocridad sin remisión. Pero no cabe la menor duda de que la marcada y brillante personalidad apuntada por jóvenes debutantes como Nicolás Goldbarg o Jorge Michel Grau, hacen presagiar un gran potencial futuro al cine de género de América Latina, capaz de abrir nuevas vías no sólo en la anquilosada industria cinematográfica de países como Uruguay o Argentina, sino en el cultivo del fantástico a escala mundial. La hibridación de influencias y estilos, insertada en el código genético y sociocultural de Latinoamérica garantiza, además, que a diferencia de modas con fecha de caducidad como el cine de terror oriental -que también parecían abrir nuevos caminos pero que no tardaron en entrar en una vía muerta de estancamiento creativo-, el empuje de la novedad no decaiga en un futuro. Sólo nos queda esperar que la creatividad de nuestros hermanos americanos, tan fértil como la naturaleza desbocada de sus entornos, germine en una flor fantástica, extraña pero fascinante, y que ésta no sea flor de un día…o de la semana y poco que dura un festival.