publicado el 28 de junio de 2011
Curtis Harrington (1926-2007) fue uno de los más extravagantes y personales “alumnos” surgidos de la factoría de Roger Corman durante la década de 1960. Autor de una no muy extensa filmografía de interés decreciente pero repleta de obras de culto –Queen of blood (1966), La muerte llama a la puerta (Games, 1967), ¿Qué le pasa a Helen? (What’s the matter with Helen?, 1971), Impulso criminal (The killing kind, 1973)–, su rápida decadencia empezó a fraguarse en una irregular serie de telefilmes de corte fantástico: How awful about Allan (1970), The cat creature (1973), Killer bees (1974), Los muertos no mueren jamás (The dead don’t die, 1975) y El perro del infierno (Devil dog: The hound of hell, 1978).
1. Primer encuentro con Henry Farrell
How awful about Allan supone un intento fallido de resucitar / explotar la fiebre del “terror psicológico” impulsada tanto por el enorme éxito de Psicosis (Psycho, Alfred Hitchcock, 1960) –cuenta con su mismo actor protagonista, Anthony Perkins– como por dos producciones de Robert Aldrich justamente míticas, ¿Qué fue de Baby Jane? (What ever happened to Baby Jane, 1962) y Canción de cuna para un cadáver (Hush… Hush, sweet Charlotte, 1964), la primera basada en una obra de / la segunda escrita directamente para la gran pantalla por Henry Farrell (1920-2006). El propio escritor firma en solitario el guión, basado en su novela de idéntico título (publicada en 1963) y centrado en el terror creciente experimentado por Alan (Perkins), un hombre introvertido que ha pasado ocho meses ingresado en un hospital psiquiátrico tras perder casi totalmente la visión en un terrible incendio en el que murió su padre. Instalado de nuevo en la modesta mansión familiar en la que tuvieron lugar los funestos hechos en compañía de su hermana Katherine (Julie Harris), cuyo rostro fue parcialmente desfigurado en el mismo accidente, la llegada de un misterioso nuevo inquilino será el preludio de una serie de extraños acontecimientos que lo llevarán a creer que su vida corre peligro. Harrington juega con pericia y sentido del suspense con la visión subjetiva del personaje, terriblemente desenfocada, para tratar de insuflar algo de tensión y ritmo a una trama demasiado mínima que acumula algunos (pocos) sustos efectistas y numerosas pistas falsas hasta un desenlace que se pretende sorpresivo pero que se ve a venir a los diez minutos de metraje. A diferencia de las vigorosas adaptaciones de Aldrich, en menor medida también de la futura colaboración entre Farrell y Harrington (¿Qué le pasa a Helen?), la ausencia de momentos especialmente inquietantes o truculentos sitúa los resultados finales muy por debajo de lo esperado; pese a la esforzada interpretación de Perkins, a un paso de la sobreactuación, los espectadores en ningún momento llegan a experimentar el teórico horror en el que vive su personaje. Nada extraño, en todo caso, teniendo en cuenta el carácter de encargo de la propuesta: tras la desigual acogida de La muerte llama a la puerta Harrington llevaba prácticamente tres años sin ponerse detrás de las cámaras, aunque a comienzos de la década de 1970 encadenaría sin respiro ¿Qué le pasa a Helen?, ¿Quién mató a la tía Roo? (Whoever slew auntie Roo, 1972) e Impulso criminal.
2. El horror según Robert Bloch
The cat creature (conocida en España como La gata), la siguiente incursión de Harrington en el horror televisivo, es según el Profesor su mejor trabajo en este campo, aunque parte de sus méritos recaen en el guión del escritor Robert Bloch, en su primera colaboración con el director poco antes de Los muertos no mueren jamás. Sencilla pero gratamente delirante, la trama urdida por el autor de la novela que diera origen a Psicosis especula con la resurrección de la momia milenaria de una sacerdotisa egipcia tras ser sustraído de su sarcófago un misterioso collar de oro: no se trataba de ninguna joya, sino de un amuleto sagrado –el sello de Kor-ub-Set– que mantenía prisionero su espíritu malvado y corrompido. Reencarnada en el cuerpo de una atractiva joven (Meredith Baxter) y capaz de convertirse en una gata salvaje que se alimenta con la sangre de sus víctimas, la sacerdotisa tratará por todos los medios a su alcance de recuperar el amuleto, ahora en manos de la responsable de una tienda de ocultismo (extraordinaria Gale Sondergaard, lo mejor de la función) aunque al final no podrá evitar caer en la tentación del amor; sus desesperados intentos para convertir a un profesor universitario experto en egiptología en su compañero eterno (David Hedison), sin ir más lejos, supondrán su destrucción definitiva. La falta de recursos y cierta precipitación empañan un tanto el clímax final de la cinta, no exenta del molesto tono de divertimento habitual en los trabajos para la gran pantalla del escritor, pero el ritmo sostenido que Harrington imprime al conjunto y algunas escenas de antología, como el escalofriante suicidio de la joven dependienta de la tienda de ocultismo tras ser hipnotizada por la gata que ha recogido de la calle, la colocan por encima de la siguiente colaboración entre Harrington y Bloch.
Los muertos no mueren jamás, como se desprende ya de su título, es una variación sobre el mito de los zombies realizada para la televisión en pleno auge del subgénero tras el enorme éxito de La noche de los muertos vivientes (Night of the living dead, George A. Romero, 1968). Ambientada en Estados Unidos en la década de 1930, sigue las investigaciones del marine Don Drake (un inexpresivo George Hamilton, rostro habitual de multitud de series y telefilmes de la época) sobre los hechos que acabaron condenando a su hermano a la silla eléctrica, unas pesquisas que le llevarán hasta el misterioso Varek (el veterano Ray Milland), un poderoso brujo experto en vudú que ha creado un ejército de muertes vivientes que obedecen sus órdenes –incluido el propio hermano del protagonista– y con el que pretende llegar dominar el mundo. Con un poco creíble trabajo de ambientación y profusión de zooms e imágenes congeladas, el (tele)filme se resiente de un tratamiento demasiado superficial de personajes, ambientes y situaciones, denotando quizá poco interés por parte de Harrington, cada vez más imbuido / atrapado en un medio en el que probablemente nunca se sintió a gusto. La triste / decadente evocación de la estética del cine negro de la década de 1940 (y con ella, de una concepción / reformulación del cine clásico particular y sin duda a contracorriente), y un muy sólido reparto de secundarios (Joan Blondell, Ralph Meeker, Reggie Nalder, Yvette Vickers) evocan o pueden evocar algunas de las mejores obras del “cineasta de la decadencia”, en feliz definición de Carlos Aguilar.
3. Interludio estrambótico
Mucho menos conocido que los tres títulos ya comentados, Killer bees carece prácticamente de interés, manteniendo incluso problemáticas relaciones con el género en el que se ha venido inscribiendo, el horror, probablemente más por desconocimiento que por otra cosa. Harrington no muestra ningún interés en un proyecto que parecía relegarlo ya definitivamente a la pequeña pantalla y en el que las abejas asesinas del título tienen un papel más bien secundario, por no decir anecdótico, a no ser que las contemplemos como una metáfora del poder y la influencia que una anciana de apariencia afable (la veterana Gloria Swanson, en un papel que estuvo a punto de interpretar Bette Davis) ejerce sobre su familia y sobre todos los que la rodean; los insectos, de hecho, son un miembro más del ancestral clan de los Van Bohlen, cuyos viñedos son unos de los más ricos y extensos de California. El detonante de la acción es el retorno a la mansión del único miembro de la familia que ha optado por no continuar con la tradición (Edward Albert); arrogante y demasiado seguro de sí mismo, Edward Van Bohlen está dispuesto a todo para conseguir el consentimiento para su boda con una atractiva joven que ha conocido en la ciudad (Kate Jackson). Y lo conseguirá, pero al peor de todos los precios posibles: poseída / imbuida por el espíritu de la inquebrantable matriarca de la familia (y, metafóricamente hablando, puede que también de las abejas), la muchacha aceptará entrar a formar parte de los Van Bohlen para continuar con sus ritos y sus tradiciones, abandonando así la vida cosmopolita y liberal que hasta entonces había vivido junto a su prometido. Harrington filma tan aburrido desaguisado como lo podría haber filmado cualquier otro realizador, en triste prefiguración, quizá, de los malos tiempos que lo aguardaban: entre 1983 y 1985 dirigiría seis episodios de la serie Dinastía (Dynasty, 1981–1989), un popular, demasiado popular culebrón de enfrentamientos, disputas y traiciones familiares que guarda cierto parecido con el (patético) mundo de los protagonistas de Killer bees.
4. Tocando fondo
Después de Los muertos no mueren jamás, la imposibilidad de poner en marcha nuevas producciones para la gran pantalla llevaría a Harrington a dirigir episodios de series televisivas de más o menos éxito en la época, faceta que ya no abandonaría (más bien no podría abandonar) más que en dos ocasiones: Ruby (Id., 1977), de la que ya hablamos en una pasada entrega de esta misma sección, y Mata Hari (Id., 1984), cinta de espionaje e intriga de trasfondo histórico concebida como un vehículo para las nulas aptitudes interpretativas de Sylvia Kristel. Entre ambos títulos rodaría su último y peor telefilme de terror, El perro del infierno, un verdadero juego de despropósitos ideado por uno de los guionistas recurrentes de la serie televisiva Kung Fu (Id., 1972-1975) y de una producción televisiva de culto en su momento que ha envejecido mucho y mal con el paso del tiempo, Gargoyles (Bill L. Norton, 1972). La trama urdida por Steven Karpf propone una desangelada aproximación al mito del Barghest, un sanguinario demonio encarnado en forma de perro que hará la vida imposible a un sencillo y honesto padre de familia (Richard Crenna), progresivamente preocupado / obsesionado tanto por las muertes misteriosas que se suceden a su alrededor como por el extraño comportamiento de su mujer y de sus hijos. Los potenciales elementos de interés de la propuesta, casi nulos, para qué vamos a engañarnos, se estrellan ya de entrada contra las limitaciones de un presupuesto inexistente, como ejemplifican las contadas apariciones del demonio en cuestión o el desopilante viaje al Perú del protagonista.
5. CODA: episodios de series de televisión
Harrington volvería al género en dos ocasiones más para la pequeña pantalla, firmando los episodios “A quiet funeral” (“Un funeral tranquilo”) y “Make up” (“Maquillaje”) de la fallida serie Darkroom (16 episodios emitidos entre 1981 y 1982), y el capítulo “Voices in the earth” (“Voces en la Tierra”) de la segunda temporada de La dimensión desconocida (The twilight zone, 1985-1989). El primero, escrito por Robert Bloch a partir de su relato homónimo, es una tontería de apenas veinte minutos de duración en la que un hombre que presuntamente acaba de asesinar a un antiguo compañero de la Mafia (Robert F. Lyons) acabará siendo enterrado en su lugar tras visitar el velatorio. “Make up”, adaptación de un cuento de Robert R. McCammon probablemente escrito en homenaje al actor Lon Chaney, es un poco más interesante aunque adolece de un molesto tratamiento “para toda la familia”: sigue las vicisitudes de un pobre desgraciado (Billy Crystal) que verá solucionados sus problemas al comprar por un precio irrisorio la caja de maquillaje de Lemont Tremayne, un actor de la década de 1930 conocido por su habilidad con el maquillaje; al aplicar sobre sus manos algunos de los ungüentos ideados por Tremayne, el protagonista será capaz de convertirse en un coloso invencible, en un perfecto jugador de póquer y finalmente en un hombre invisible, identidades que le permitirán vencer a una más bien ridícula panda de mafiosos a los que ha robado una importante cantidad de dinero (capitaneados por Brian Dennehy, por cierto). “Voices in the earth”, para terminar, es una fantasía amable característica de la más bien sosa segunda etapa de la serie creada por el genial Rod Serling en 1989: en ella, un veterano profesor (Martin Balsam) participa en una expedición interestelar a la Tierra, deshabitada / inhabitable desde hace mucho tiempo a causa de la contaminación; allí se encontrará con los fantasmas de algunos de sus habitantes, a los que tratará de convencer para que luchen para recuperar la vida que una vez existió en el planeta.