publicado el 9 de septiembre de 2011
La cuarta edición del festival itinerante After Dark tuvo lugar en Estados Unidos entre el 29 de enero y el 4 de febrero del 2010 y constó nuevamente de ocho películas de teórico carácter independiente. Pocas novedades respecto al certamen anterior, por desgracia también a nivel cualitativo: más que en un festival al uso, After Dark se ha convertido ya, de hecho, en una especie de marca de fábrica, un sello más volcado a la producción, distribución y promoción de sus propias realizaciones que al descubrimiento de películas de otros países y nuevos cineastas. Según el profesor, esta voluntad comercial, del todo lícita y respetable, ha comportado una creciente y molesta homogeneización de resultados, sin ningún título que resalte especialmente por encima de los otros –aunque sí ocurre al revés–, pero también de contenidos: la supuesta originalidad e incluso el poder de subversión atribuido a los ocho títulos del primer festival van dejando paso a una molesta sensación de “ya visto”, a un preocupante estancamiento.
1. El miedo interior
La modesta, demasiado modesta producción británica Dread (Anthony DiBlasi, 2009), adaptación de un relato del escritor Clive Barker incluido en 'Libros de sangre', parecía a priori uno de los platos fuertes del festival. Igual que otras dos producciones basadas en textos de Barker realizadas de manera prácticamente paralela, El vagón de la muerte (The midnight meat train, Ryuhei Kitamura, 2008) y Book of blood (John Harrison, 2009), confirma no obstante la enorme dificultad que supone trasladar el particular universo del escritor inglés a la gran pantalla, perdiendo por el camino –salvo muy contadas excepciones– su particular atmósfera turbia y enfermiza y, más importante, su crudeza. La historia de tres estudiantes de filosofía (Jackson Rathbone, Shaune Evans y Hanne Steen) que deciden realizar un trabajo de campo sobre los miedos, las fobias y los demonios interiores de personas normales y corrientes, adentrándose sin remisión en sus propios terrores y paranoias, es mostrada con un absurdo tono trascendental, contemplativo, que perjudica la consecución de la atmosfera progresivamente enrarecida que necesitaba la cinta; no hay una progresión / evolución de personajes y situaciones que justifique el desenlace de la trama, tan delirante y pasado de vueltas como efectista y precipitado, mientras que las relaciones entre los tres protagonistas no resultan creíbles en ningún momento.
2. Las clases han terminado
The final (Joey Stewart, 2010), por su lado, es un psicodrama con afán de polémica que no saca ningún provecho de un punto de partida radical y contundente que pretende reflexionar sobre uno de los males más controvertidos de la sociedad contemporánea, el acoso escolar, pero que no va más allá de un pálido remedo de Battle Royale (Id., Kinji Fukasaku, 2000) y Saw (Id., James Wan, 2004). La venganza de un grupo de estudiantes marginados contra los compañeros guapos, ricos y prepotentes que de una u otra manera les han hecho / les hacen la vida imposible en el c instituto se adivina terrible y sangrienta, aunque la saturación de diálogos (pseudo)trascendentales –referidos en su mayor parte a las dudas tontas que pronto empezarán a acosar a los vengadores– y la terrible falta de brío del debutante Joey Stewart tras la cámara impiden la creación del deseable clima de inquietud. La acción transcurre en su práctica totalidad en el interior de una especie de almacén en desuso lejos de la ciudad: encadenados entre ellos tras haber sido drogados con la bebida durante la celebración de una fiesta de disfraces, los alumnos más pijos y populares del instituto serán sometido a crueles torturas y vejaciones que pondrán de manifiesto su fragilidad y las mentiras y engaños que les han valido para colocarse en un falso universo de felicidad, pero también la inmadurez y el sentimiento de culpa mal asimilado de sus captores. La incapacidad total del director y del guionista Jason Kabolati para crear tensión, también su absurda renuncia al humor negro, les lleva a recurrir a personajes secundarios de nula relevancia para el desarrollo de la acción –véanse las ridículas evoluciones psicopáticas de un vecino racista que vive en una cabaña cercana– y a usar y abusar de todos los tópicos a su alcance hasta un final cobarde que no soluciona nada.
3. Dos hermanas
The graves (Brian Pulido, 2009) aún es peor, no tanto por su manifiesta torpeza, que también, como por la bochornosa desfachatez con la que presenta una historia mil veces vista como si fuera la cosa más nueva y original del mundo. El esquema argumental ya es de lo más trillado: tenemos un grupo de personajes, en este caso dos hermanas inseparables / insoportables aficionadas al cómic y a la música rock (Clare Grant y Jillian Murray), atrapados en una remota zona rural de Estados Unidos y obligados a hacer frente a una amenaza que los desborda por completo (en este caso, los ataques y desvaríos de los trastornados habitantes de un pueblo de mala muerte, comandado por mano de hierro por un reverendo con los rasgos del devaluado Tony Todd y que rinde culto a una demoníaca criatura surgida de una mina abandonada). Por desgracia, cualquier parecido con la genial cosmogonía creada por el escritor estadounidense H. P. Lovecraft es una triste coincidencia: ecos mal asimilados tanto del cine de Quentin Tarantino y Robert Rodriguez como de algunos títulos fundamentales del cine de psicópatas moderno –La matanza de Texas (The Texas chainsaw massacre, Tobe Hooper, 1974), en menor medida Los chicos del maíz (Children of the corn, Fritz Kiersch, 1984) sobrevuelan una trama idiota construida exclusivamente a partir de lugares comunes y recursos gastados, aderezada con algunos chistes gruesos sin gracia y unos efectos especiales de una pobreza aplastante. Su inclusión en el festival se revela como un verdadero disparate.
4. Teoría y práctica del asesinato
La falta de originalidad es también una de las principales señas de identidad de Kill theory (Chris Moore, 2009), aunque por lo menos trata de disimular su pobreza argumental y narrativa –mezcla de Scream (Vigila quién llama) (Scream, Wes Craven, 1996) y, de nuevo, Saw– con la adopción de una impredecible estructura de juego macabro-sangriento. Tenemos a un psicópata misterioso e inteligente, demasiado inteligente, que acosa al típico y tópico grupo de adolescentes que pasan unos días de fiesta en la lujosa casa que el padre de uno de ellos tiene en una remota e idílica zona rural; a diferencia de tantas otras producciones de terror adolescente, sin embargo, su intención no es asesinarlos de la manera más grosera que se pueda imaginar, ni siquiera divertirse un poco, sino demostrar la teoría del asesinato del título invitándoles / obligándoles a jugar a una desquiciada partida sin reglas de ninguna clase aunque sí con límite de tiempo: sólo uno de los chicos podrá ver la luz del siguiente día, precisamente aquél que acabe con la vida del resto de sus compañeros. El guión escrito en solitario por Kelly C. Palmer cuenta con un punto de partida ingenioso y trata con un esmero digno de mejor causa de alejarse de los tópicos característicos del horror adolescente, rechazando con mayor o menor fortuna cualquier tentación autoparódica. El problema, más y más grave a medida que el conjunto se acerca a su resolución, reside en la falta de credibilidad de los personajes, cuya sorprendente falta de lógica y de sentido común acabará provocando un cutre baño de sangre.
5. El lago del terror
El falso documental australiano Lake Mungo (Joel Anderson, 2008) se erige, más por deméritos del resto de títulos que por méritos propios, en el mejor filme de la cuarta edición del festival, lo que tampoco significa que nos encontremos ante una obra redonda, ni mucho menos. Muestra con sobriedad, también con cierta ambigüedad, la investigación de una serie de misteriosos fenómenos ocurridos en la casa de una familia de clase media normal y corriente tras la desaparición de su hija de dieciséis años Alice (Talia Zucker), ahogada en el lago del título. El debutante Joel Anderson, acreditado además como el único guionista, mezcla entrevistas, grabaciones antiguas (incluso imágenes procedentes de la cámara del teléfono móvil de la fallecida) y fragmentos de telediarios y mantiene estrictamente el orden cronológico de los hechos tal y como sucedieron, hecho que permite la introducción de dos giros imposibles de prever (uno referente a la grabación del fantasma de la chica en un vídeo digital y otro relacionado con un terrible secreto de la vida íntima de ésta), que sorprenden pero al mismo tiempo rompen la contención y credibilidad de la historia. Espléndidamente interpretado pero perjudicado por un desarrollo contemplativo y un tanto disperso, el principal problema de Lake Mungo es que en ningún momento consigue el grado de inquietud al que aspira.
6. Bucle sin sentido
Aunque no llega ni por asomo a las cotas de bochorno de The graves, The reeds (Nick Cohen, 2007) juega a ocultar su total previsibilidad y nulo sentido del riesgo en una construcción temporal de lo más rebuscada, jugando de manera arbitraria con la confusión, incluso la mezcla entre el pasado y el presente. Los protagonistas son, otra vez, un improbable grupo de amigos que han alquilado un barco para pasar un fin de semana en una remota zona de marismas de Gran Bretaña, un lugar completamente aislado del mundo del exterior en el que deberán hacer frente tanto a las misteriosas actividades de un grupo siniestro de jóvenes de aspecto fantasmal como a las evoluciones de un psicópata armado con una escopeta y que conoce el terreno a la perfección. Aunque en un principio destaca por la elaborada fotografía de Dennis Madden y por la visión ominosa, prácticamente sobrenatural de unas localizaciones naturales ideales para la creación de inquietud, la plana y burda descripción de los principales protagonistas, la progresiva falta de sentido de sus reacciones y su cansina estructura narrativa en forma de bucle que no para de dar vueltas sobre sí mismo anticipan el espantoso desenlace, mil veces visto.
7. El bosque de los horrores
Skjult (rebautizada Hidden para su exhibición en el festival, Pål Øie, 2009) bien puede considerada “el perro verde” de esta edición, tanto por su procedencia noruega como por su voluntad de alejarse de los lugares comunes y los tópicos recurrentes del festival, adentrándose sin convicción y con una alarmante falta de nervio en el horror psicológico. Ecos del cine de David Lynch, pero también de Psicosis (Psycho, Alfred Hitchcock, 1960) y Viernes 13 (Friday the 13th, Sean S. Cunningham, 1980), por no hablar de algunos torpes plagios de Al final de la escalera (The changeling, Peter Medak, 1980), puntúan el desarrollo de una trama demasiado minimalista centrada en el retorno de Kai Knutsen (Kristoffer Jober) a la cabaña propiedad de su enloquecida madre, recientemente fallecida, veinte años después de haberla abandonado. Responsable tiempo atrás del mediocre survival Dark Woods (Villmark, 2003), Øie oculta información imprescindible para entender el desarrollo de los acontecimientos de manera arbitraria, e intenta crear un clima de suspense y horror que nunca acaba de estallar a los ojos de los espectadores al especular, de manera cansina, sobre la (previsiblemente trastornada) salud mental del protagonista. Las excelentes interpretaciones del reparto y la cuidada fotografía de Sjur Aarthun, que retrata de forma expresiva una naturaleza asfixiante, no son suficientes para mantener la atención, menos aún cuando la resolución del misterio brilla por su total indeterminación.
8. La paranoia americana
Antes una comedia fallida que una película de terror, Zombies of mass destruction (Kevin Hamedani, 2009) cierra esta decepcionante edición del festival. Detrás de su brillante y corrosivo título, traducible por algo así como “Muertos vivientes de destrucción masiva”, se esconde una crítica, más tímida y tonta de lo que parece a simple vista, de los peores tics asociados tradicionalmente al “american way of life”, del puritanismo al racismo, pasando obviamente por la paranoia conspiranoide y militar. La ambientación en una pequeña comunidad cerrada y con caracteres bien definidos, Port Gamble, sirve al realizador para ofrecer un mosaico un tanto desquiciado de la sociedad estadounidense actual, enfrentada esta vez a un virus inexplicable y letal que convierte a los infectados en zombies hambrientos de carne humana. Como por desgracia suele ocurrir en la mayoría de mixturas entre el horror y el humor, el problema del conjunto es que no funciona ni en los momentos más descaradamente humorísticos –apenas hay dos chistes buenos en los casi noventa minutos de metraje, aunque el personaje del sacerdote y su máquina de curación de homosexuales merecía mejor suerte– ni en las escenas más violentas e impactantes, perjudicadas por un presupuesto insuficiente pero incapaces igualmente de aportar nada al ya cansino revival zombie de los últimos años tras el éxito de la ridícula 28 días después (28 days later, Danny Boyle, 2002). El desenlace, rematando la faena, trata de disimular tras su (aparente) contundencia un discurso peligrosamente ambiguo sobre el modo de vida de los Estados Unidos de la actualidad.