publicado el 26 de septiembre de 2011
Lluís Rueda | Christopher Smith (Desmembrados, Creep) dirige este sugerente filme alemán que aparecerá en alquiler el 19 de octubre de 2011. Ambientado en el medievo, con el trasfondo de la peste y la confrontación entre paganismo y religión, Black Death es una epopeya medieval que nos traslada hasta un oscuro burgo inglés diezmado por la peste. Christopher Smith nos introduce con buen pulso en la sórdida aventura protagonizada por un joven monje, Osmud, que es escogido para acompañar a un grupo de mercenarios y adentrarse en una zona prohibida en la que un pueblo vive alejado de la muerte y la enfermedad. Con la esperanza de un remedio para acabar con la pandemia, los caballeros sufrirán toda suerte de importunios (a modo de aventuras fantásticas) por un territorio inhóspito en el que el el horror es siempre sugerido, un elemento al acecho que Christopher Smith demora a conciencia ocultándolo tras el brumoso bosque y la diegética música del británico Christian Henson.
El filme, ofrece en su planteamiento inicial, claramente fantastique, un buen pulso, pero resulta algo decepcionante cuando la premisa sobrenatural queda relativizada. En el fondo Black Death es un fresco decadente sobre la ambigüedad de la religión y su peso en la determinación de los hombres sacudidos por el miedo a la muerte. Lo que en su inicio se nos presentaba como una cruzada contra el diablo acaba por precipitar en una exposición de la tortura y la sinrazón con la que druidas y cristianos ejemplifican la batalla por la fe pedida. Con todo, la cinta tiene destellos precisos que nos traen ecos de aquella maravillosa y dura película que era Witchfinder General (1968) de Michael Reeves, pero ecos lejanos y diluidos en un afán racional por atar cabos que desnuda la propuesta definitivamente de su fascinante premisa. Es difícil determinar el alcance de un filme que traiciona por propia voluntad los esquemas clásicos de un producto de aventuras fantásticas para convertirse en algo tan forzado como una versión elemental y desprejuiciada de El último sello (Ingmar Bergman, 1957), un filme con el que comparte, aunque no lo crean, elementos básicos todo y que en este caso son expuestos de una manera tan abrupta como precipitada.
Hay filmes que deberían desistir de cierta naturaleza aleccionadora (incluso didáctica), de manera que entiendo, les iría mucho mejor dejarse contaminar por una mayor inercia pulp en que los debates teosóficos y el miedo al demonio o la muerte fueran reducidos a arquetipos manejables para los afines a la espada y la brujería. El filme Solomon Kane (2009) de Michael J. Bassett es buen ejemplo de ello, y rápidamente acude a la memoria de uno cuando los héroes penetran en un un bosque o una cueva y deben enfrentarse a algo que el espectador pueda dilucidar, palpar (y no es esta cuestión de fuera de campo precisamente). Echamos en falta, diablos, fantasmas, conjuros y un tratamiento general consecuente con el primer tramo del filme, el segundo, más escéntrico y, cierto, menos acomodaticio, nos lleva a interrogantes, laberintos, acertijos profanos, sacrificos, gnosticismo y flautas paganas en las que es fácil empantanarse antes de que se desenvaine un conflicto afilado.