publicado el 7 de noviembre de 2011
Unánimemente considerada como la mejor adaptación nunca filmada de la novela 'El Dr. Jekyll y Mr. Hyde' (1886) de Robert Louis Stevenson, El hombre y el monstruo es un título insólito en el contexto del cine estadounidense de la década de 1930, por diversos motivos. Constituye la única adaptación de las tres novelas clásicas / canónicas de la literatura de terror no auspiciada por la Universal –se estrenó meses después de Drácula (Dracula, Tod Browning) y apenas tres semanas detrás de El doctor Frankenstein (Frankenstein, James Whale)–, y se desmarca de ellas por su extraordinario tratamiento plástico y visual (movilidad constante de la cámara, uso radical de los planos subjetivos) y por su valentía a la hora de presentar las ideas más transgresoras del texto de Stevenson (la doble moral de la sociedad británica del siglo XIX y, sobre todo, la represión sexual).
Pau Roig |
Con tan sólo dos películas en su haber –el musical Aplauso (Applause, 1929) y el relato criminal Las calles de la ciudad (City streets, 1931)–, Rouben Mamoulian (1897-1987) acometió la producción con una holgura presupuestaria y una libertad de movimientos inaudita en el cine norteamericano de la época, e incluso convenció al productor Adolph Zukor para que contratara a Frederic March para el difícil doble papel principal en lugar del actor que consideraba idóneo para interpretarlo, Irving Pichel. Posteriormente recompensado con el Oscar al Mejor Actor (la primera vez que una película de terror conseguía tal distinción), March era sin duda mucho más atractivo que Pichel, pero su rostro particular y su interpretación, a un paso de la sobreactuación, resultaron decisivos para conferir al personaje una necesaria ambigüedad, una sombra de maldad sin la que su conducta podría resultar menos creíble. Contando con la confianza del máximo responsable de la Paramount y trabajando sobre una historia de sobras conocida por el gran público, el director de origen ruso trató así reflejar en la gran pantalla toda la virulencia, más moral que física, de la novela original en un conjunto que, visto hoy, convierte a la mayoría de producciones terroríficas de la Universal en cuentos amables para niños. Como señala Carlos Losilla, “en 1931 aún era posible experimentar, incluso poner seriamente en duda la moral dominante a través del propio entramado formal de un film” (1): el rígido sistema de censura que se autoimpuso la industria de Hollywood, el “Código Hays”, no estuvo plenamente operativo hasta 1934 pero aún y así los espectadores de la época no pudieron contemplar el filme completo tal y cómo había sido concebido por su director. De los 97 minutos que dura en total la incipiente censura autorizó una versión de 82 minutos significativamente “aligerada” no tanto de los momentos más violentos como de los más eróticos, un hecho que llegó incluso a impedir que Miriam Hopkins optara al Oscar a la Mejor Actriz de ese año por la escasa relevancia de su papel en la versión recortada. En la copia restaurada del filme la actriz protagoniza una de las escenas más descaradamente eróticas, lascivas incluso, del cine clásico, un momento culminante que representa a la perfección el verdadero motor de la acción: el sexo reprimido como detonante de la violencia, como engendrador de una irresoluble lucha de polos opuestos (libertad y tradición, Bien y Mal, Humanidad y Bestialidad) que sólo puede concluir con la Muerte. Ni siquiera en la versión latinoamericana de Drácula, rodada por George Melford de forma paralela a la de Browning con mayor libertad, la pulsión sexual de la trama –en este caso la irresistible atracción carnal de las mujeres hacia el vampiro– llega a las cotas de morbosidad, de descaro conseguidas por Mamoulian con una facilidad que aún hoy resulta sorprendente.
El subversivo discurso del filme, aún más en una sociedad tan puritana como la estadounidense (o la británica), es en todo momento subrayado, magnificado por un trabajo de puesta en escena prodigioso, en ocasiones totalmente vanguardista, que otorga al relato un plus de modernidad inédito tanto en los títulos míticos de la Universal, ambientados en su mayor parte en una Europa fantasioso-fantasmagórica, como en el resto de filmes de terror de la época: así por ejemplo, Los crímenes del museo (Mystery of the wax museum, Michael Curtiz, 1933), considerada la primera película del género ambientada en la época contemporánea, resulta a todos los niveles mucho más primitiva y arcaizante que la apuesta de Mamoulian (de hecho, El hombre y el monstruo parece antes una película de 1940 o incluso de 1950 que no de la década en la que fue rodada, tan sólo cuatro años después del nacimiento del cine sonoro). Con honrosas pero demasiado pocas excepciones, los logros conseguidos por El hombre y el monstruo no tendrían continuidad ni en el propio género –aunque algo de su poder de transgresión hay en las extraordinarias Sobrenatural (Supernatural, Victor Halperin, 1933) o Satanás (The black cat, Edgar G. Ulmer, 1934)– ni en las posteriores aproximaciones digamos canónicas a la novela, caso de El extraño caso del Dr. Jekyll (Dr. Jekyll and Mr. Hyde, Victor Fleming, 1941) o Las dos caras del Dr. Jekyll (The two faces of Dr. Jekyll, Terence Fisher, 1960). Mamoulian, sin ir más lejos, inicia el filme con un largo plano secuencia subjetivo que corresponde a la visión del eminente Dr. Jekyll (March): vemos sus / nuestras manos mientras toca el órgano del salón de su lujosa mansión –la sombra de su cabeza se proyecta sobre la partitura del “Tocata y fuga en re menor” de Bach– hasta que se levanta, acuciado por su criado Poole (Edgar Norton), que le ayuda a ponerse la capa y el sombrero; vemos su / nuestro reflejo en el espejo en el momento en el que constata que su apariencia es la correcta, saliendo al exterior del edificio y subiendo a un carruaje que lo llevará al lugar en el que debe celebrar una conferencia. No hay ningún corte aparente en este excepcional prólogo que nos obliga a situarnos dentro del personaje, como si fuera una especie de doble de nosotros mismos, un recurso que el realizador utilizará con mayor malicia si cabe en la primera transformación de Jekyll en Mr. Hyde. Su objetivo, transmutado en obsesión demiúrgica, es separar las dos almas que, según él, conviven en lucha en el interior del hombre: “Hay tanta niebla en Londres que ha penetrado en nuestra mente y ha levantado un muro ante nuestros ojos. Como científicos deberíamos ser más curiosos y mucho más valientes para cruzar ese muro y poder ver todas las maravillas que nos oculta” serán sus primeras palabras hacia los asistentes a la conferencia, espectadores que lo observan y escuchan con una indescriptible mezcla de temor, incredulidad y fascinación. “Un hombre no es sólo uno, afirmo que son dos. Uno de ellos lucha por conseguir la nobleza de la vida, el Yo bueno. El otro busca expresar aquellos impulsos que le permitan relacionarse de forma animal con el mundo, el Yo malo. Los dos sostienen una tremenda lucha en el interior del hombre aunque están obligados a convivir juntos. Ese vínculo significa la opresión del Mal y la atracción por el Bien. Pero si pudieran separarse y actuar independientemente cuán libre sería el Yo bueno, a qué alturas podría elevarse. Y el llamado Yo malo una vez liberado se complementaría a sí mismo y dejaría de crearnos problemas”.
El Jekyll de Mamoulian y March, como el de Stevenson, es un hombre decidido y volcado a su trabajo, que prefiere pasar la noche en un hospital público atendiendo a enfermos pobres que visitar a una eminente duquesa aquejada de un mal imaginario o que asistir a una cena de alta alcurnia celebrada en la residencia de su prometida Muriel (Rose Hobart). La abnegación, la devoción por la ciencia del médico, convencido de su poder para obrar el Bien, es contrapuesta con notable virulencia a la futilidad de la tradición y de las relaciones sociales, una lucha desigual mostrada de manera magistral por Mamoulian dividiendo la pantalla en dos por una cortina diagonal. Este recurso le permite mostrar dos acciones que están teniendo lugar de forma paralela y, al mismo tiempo y más importante, representar de manera simbólica los relaciones entre los diferentes personajes y situaciones. Jekyll siente un amor apasionado, desatado hacia Muriel, un amor correspondido por la muchacha pero no consumado por la voluntad del padre de ella (Halliwell Hobbes) de mantener las apariencias, negándose a avanzar una boda prevista para dentro de ocho meses. Pero el médico no puede ni quiere esperar, y su sexualidad reprimida quedará patente esa misma noche cuando salve a la atractiva prostituta Ivy (Hopkins) de los ataques de uno de sus clientes en un barrio de mala muerte de la ciudad. La conducta atrevida de la mujer provocará un fuerte impacto en Jekyll, despertando en él los instintos animales –su “Yo indecente”, según sus propias palabras– que la sociedad que lo rodea trata de ocultar a toda costa. Es el principio de su camino sin retorno hacia la bestialidad, hacia lo oculto que se esconde en lo más profundo del alma humana: pese a las advertencias de su mejor amigo, el eminente Dr. Lanyon (Holmes Herbert), Jekyll decidirá experimentar en su propia carne los efectos de una fórmula de su invención destinada a separar las dos almas que conviven en lo más profundo de su interior. Es el momento de la primera transformación de Jekyll en Hyde, momento de una arrebatadora belleza y prodigiosa técnica mostrado por Mamoulian en un plano subjetivo que borra de un plumazo la separación entre espectador y personaje (2). “Libre por fin” exclamará Hyde una vez ha tomado posesión del cuerpo de Jekyll mientras estira los brazos como si acabara de despertar de un largo letargo. Contempla con éxtasis su / nuestro monstruoso aspecto, mezcla de simio y hombre del neanderthal, delante de un espejo de cuerpo entero, si bien la inesperada aparición del criado de la mansión evitará que la cosa vaya a más, un momento en el que Mamoulian juega de manera genial con las expectativas de los espectadores (esperamos que sea Hyde quién responda a la llamada de Poole, pero en su lugar aparece Jekyll, como si nada hubiera pasado). El médico se resiste a explorar a fondo las posibilidades de la droga que acaba de descubrir por amor a Muriel, pero la imposibilidad de consumar su matrimonio, y más aún la larga ausencia de la mujer a causa de su estancia en un balneario lejos de Londres, lo llevarán definitivamente a la perdición. Pese a su grotesco aspecto, Hyde buscará a Ivy en los peores tugurios de los barrios bajos y la obligará a convertirse en su amante, en el objeto de sus más horripilantes y violentas fantasías sexuales: “Lo que yo deseo, siempre lo consigo” serán sus premonitorias palabras mientras se acerca amenazante hacia la desdichada mujer, abalanzándose en realidad hacia la cámara hasta un primer plano de sus ojos que hiela la sangre.
Con el regreso de Muriel, que ha convencido a su padre para avanzar la fecha de la boda, Jekyll tratará de desembarazarse de Hyde: “Estaba enfermo del alma”, le dirá a su prometida, preocupada por el retraso de sus cartas y su extraño comportamiento, “He seguido un camino desconocido y terrible, ayúdame a encontrar el camino de vuelta”. Carcomido por la culpa, el médico enviará un billete de cincuenta libras a la prostituta como si el daño físico y moral causado por su doble malvado se pudiera comprar con dinero; Ivy decidirá entonces visitarlo, pero no para agradecerle tan generoso donativo sino para pedirle ayuda: no se ha atrevido a contar a la policía lo desesperado de su situación por miedo y creerá ver en el médico, el mismo médico que tiempo atrás salvó su vida, a su particular ángel de la guarda. Tras estar a punto de besarla, Jekyll le prometerá que Hyde no volverá a molestarla nunca más, una promesa que no podrá cumplir: mientras se dirige caminando a la cena de anuncio de su boda con Muriel, la visión en un parque de un pájaro desgarrado por un gato en un árbol desatará de forma imprevista sus impulsos más sádicos e irracionales, momento ilustrado de nuevo por Mamoulian mediante la pantalla partida: en la parte superior del encuadre vemos a Hyde corriendo por el parque dirigiéndose hacia el piso de Ivy, mientras que en la parte inferior asistimos al desconcierto y a la tristeza de Muriel al constatar la ausencia de su prometido a la cena. Hyde estrangulará a Ivy justo al lado de la cama que ambos habían compartido –situación para nada gratuita y bien maliciosa– pero no podrá refugiarse en el laboratorio de Jekyll: ordenó a Poole que se deshiciera de la llave de la puerta trasera creyendo que ya nunca más la necesitaría. Recurrirá entonces al Dr. Lanyon, que accederá a entrar en su casa a buscar los ingredientes necesarios para la fórmula que debe destruir para siempre a Hyde. El médico asistirá aterrorizado a la primera transformación de Hyde en Jekyll y decidirá finalmente ayudar al protagonista con una única condición: debe renunciar a Muriel. “No encontrarás ayuda aquí ni misericordia en el Más Allá” serán las proféticas palabras de Lanyon: tras visitar por última vez a su prometida para librarla de su compromiso, la rabia y el dolor que suponen renunciar al amor de su vida motivarán su última transformación antes de ser abatido por la policía en su propio laboratorio. Tumbado en una de las mesas, el rostro del monstruo desaparece rápidamente para dejar paso a las facciones, ya serenas, de Jekyll, mientras Mamoulian aleja lentamente la cámara en un estilizado travelling que concluye en un primer plano de las llamas de un fuego, el fuego de la pasión, el mismo fuego utilizado por el protagonista para crear su pócima mortal.
NOTAS:
FICHA TÉCNICO-ARTÍSTICA
EUA, 1931. 82 minutos. B/N. Dirección: Rouben Mamoulian Producción: Rouben Mamoulian y Adolph Zukor, para Paramount Pictures Guión: Samuel Hoffenstein y Percy Hearth, sobre la novela homónima de Robert Louis Stevenson Fotografía: Karl Strauss Dirección artística: Hans Dreier Montaje: William Shea Intérpretes: Frederic March (Dr. Jekyll / Henry Hyde), Miriam Hopkins (Ivy Pearson), Rose Hobart (Muriel Carew), Holmes Herbert (Dr. Lanyon), Halliwell Hobbes (Sir Danvers Carew), Edgar Norton (Poole), Tempe Pigott (Sr. Hawkins), Arnols Lucy (Utterson).