publicado el 22 de abril de 2007
Lluís Rueda | PARA SU TERCERA OBRA DE FICCIÓN TRAS LA INTERFERENCIA Y SIMBIOSIS, Carlos Aguilar no podía haber escogido mejor género que el thriller, ni más excitante trasfondo que el del cine de terror hecho en España en la década de 1970. Nueve colores sangra la luna, elaborada y macerada desde la perspectiva de un roman à clef, arrastra al lector desde sus primeras páginas a una suerte de catarsis íntima por motivos bien diferentes. Primero, por su recorrido entre nostálgico y satírico por unos personajes que son parte de la memoria colectiva de aquéllos que un día amaron el cine de género y poblaron las dobles sesiones de los, si me permiten el término, “cines de barrio” y segundo, porque Carlos Aguilar ha conseguido construir una lacerante versión bastarda y, por qué no decirlo, pseudo esotérica, que evoca los entresijos de la industria cinematográfica española del tardío franquismo. Para ello, el autor adecua su discurso a los códigos del noir con un enfoque autóctono que lo sitúa en una pauta estilística más afín a la obra Manuel Vázquez Montalbán que, pongamos, a la de James Ellroy. Pero, lejos de ahondar en los laberínticos recovecos del género negro, hemos de señalar que el autor especia sabiamente su rocoso thriller con mil y un datos cinéfagos con objeto de crear algo bien diferente y adictivo. Irónico, Aguilar, crea un protagonista crítico de cine, Eugenio Arbó, de canónicas proporciones bizarras (de algún modo inspirado en cierta fauna de filmoteca), obsesionado por la muerte de la ficticia actriz de serie B, Isabel Silvia. En su obsesión (sugestivamente depalmiana) cabe tanto una bajada a los infiernos personales, como una miscelánea de la “época dorada del terror español” tan sarcástica como apasionada. La obra de Amando de Ossorio, León Klimovsky o Paul Naschy es parte omnipresente del decorado milimétricamente decadente de este relato policiaco, pero tampoco podemos olvidar la presencia como personaje literario del actor John Philip Law, del realizador Jack White (sospechoso émulo de Jess Franco), la evocadora presencia sugerida de la bellísima Marisa Mell y un sinfín de rostros comunes parapetados detrás de nombres ficticios y reales.
Especialmente conmovedor, por otro lado, resultan los pasajes en que el autor invoca la memoria de un escenógrafo (Juan Rizal alias “Johnny”), un director de fotografía (José Luis Mateos) y una actriz de segunda (Lona Shernan) cuyas vidas profesionales ya destruidas han creado unos personajes grotescos cuando no arruinados económica y moralmente. En este apartado, uno no puede más que recuperar la figura del antes citado Amando de Ossorio, el entrañable director gallego que murió no hace muchos años en el más absoluto ostracismo.
Al lector más afín al género no le será difícil reconocer en esos nueves colores a los que alude el título las siniestras estancias del castillo de La máscara de la muerte roja de Roger Corman o un sinfín de policromías de esta o aquella película que nos a hecho estremecer de placer por motivos bien particulares. En este terreno de las afinidades cabe reseñar la capacidad de “paganizar” que muestra el autor un texto de mecánica tan literaria, pues estamos ante un pulp de qualitè indiscutible, con las deslavazadas texturas del mismo cine que asoma en sus páginas; así, la fusión, o perversión, literaria resulta tan agradecida y distendida como la de un giallo respecto a cualquier joya del maestro Hitchcock. Carlos Aguilar es, en todo instante, consciente de la estrecha línea que separa una gran obra de cine y la “oprobiosa” película de horror. El subjetivo debate entre lo sublime y lo irrisorio está presente en sus personajes, en cada una de sus iconográficas evocaciones (véase ese cartel de Diabolik onmipresente como un altar retrofuturista). Acaso el mayor acierto de Nueve colores sangra la luna sea que el debate estético que genera la novela nunca afecta a su espléndido desarrollo formal; a resultas, ese reciclaje cinéfago es bendecido desde una suerte de dignificación, nada sentimentalista, a la manera de un Ed Wood codificado por la ternura burtoniana. En mi modesta opinión, entre la declaración de amor sincera y la sátira demoledora que se nos propone, hallamos el respeto por el cine como oficio. La novela que traemos entre manos, de no educar nuestra retina, nos procurará más argumentos anímicos a la hora de pronunciar ciertos juicios de valor ante unos géneros (o subgéneros), las más de las veces, denostados. Pero, acaso, lo más estimable, e indiscutible, es que Nueve colores sangra la luna nos porfiará una lectura cargada de poéticas reflexiones y sofocante intensidad.