publicado el 13 de noviembre de 2007
Roman Polanski (París, 1933), adalid de la escuela Polonesa (Wadja, Munk, Has etc.) se ha convertido con los años en un clásico de la extravagancia fílmica, nadie hoy se atreve a cuestionar su independencia, su técnica, ni su compromiso a la hora de retratar el sórdido laberinto que representa la mente del hombre moderno y su conflicto con el entorno, o lo que es peor, consigo mismo.
Lluís Rueda | La particular obra de Roman Polanski consta de dos cortometrajes y más de una docena de largometrajes rodados en diferentes países, su vocación internacional le ha llevado de Holywood a Europa de manera periódica sin mancillar ni un ápice su espíritu de cineasta independiente. Ha facturado dramas, cine negro, filmes de aventuras, comedia negra siempre con ese sentido de la incertidumbre en sus guiones tan cercano al surrealismo y con esa impronta tan personal en que el autor reflexiona constantemente sobre la muerte, la locura, la religión, la enfermedad, el amor, la civilización y todo lo que rodea al ser humano, su complejidad y su connivencia con el azar. Como director, Polanski plasma los conocimientos adquiridos en la Academia de Bellas Artes de Cracovia en sus preproducciones, dándole una importancia relevante al story board, e integra a sus personajes en el decorado con la minuciosidad del hombre de teatro que lleva dentro (recordar que en 1946 formó parte de la "Compañía Groteska, Teatro de los jóvenes espectadores"). Su percepción de la puesta en escena le lleva a inspirarse en los pintores románticos Füssli, Blake o Goya para El baile de los vampiros (The fearless vampire killers or pardon me, but your yeeth are in my neck, 1967), en Hunt o Millais para Tess (Tess, 1979), o en los frescos de La Creación de Miguel Ángel para La semilla del diablo (Rosemary´s baby, 1968) por citar tres ejemplos.
Polanski es, además de un excepcional guionista (así como su antaño estrecho colaborador, Gérard Brach), un maestro consumado en la utilización de los principios narrativos. Sus películas son maquinarias extremadamente precisas: La novena puerta (The ninth gate, 1999), es un grato retorno de Polanski a un tipo de género, el thriller de corte fantástico, del que siempre le hemos presumido un consumado maestro.
El plano general nos muestra un anciano escribiendo sobre una mesa, la cámara hace un travelling circular hacia una banqueta, sube hasta el techo y vemos una cuerda con un nudo de horca atada a una lámpara. Primer plano de unos pies que se acercan; el anciano introduce el cuello en el lazo. Vemos los pies colgando, agitándose, hasta quedar inertes. La cámara retrocede hasta el escritorio, nos muestra un sobre cerrado y la imagen desaparece en una biblioteca, por un hueco entre dos libros (a títulos de crédito). ¿No es esta una forma magistral de comenzar un filme de suspense?
Que Roman Polanski retome la vertiente más demoníaca de su fimografía para esta ocasión, con lo que supone esto para una víctima directa del mal (señalar que el director polaco fue testigo directo de la brutalidad antisemita del gheto de Praga y que su mujer, Sharon Tate, fue brutalmente asesinada por las huestes del Sr. Manson) es en sí todo un acontecimiento: si además cuenta con un excelente guión de Enrique Urbizu sobre el libro del escritor y periodista Arturo Pérez Reverte El club Dumas, algún desconfiado podría pensar que el demonio ha elegido los mejores aliados para poner sus zarpas en la gran pantalla.
Urbizu obvia la trama de Dumas y Los tres mosqueteros para la confección del guión y se centra en su contenido más diabólico. Reverte es cómplice de la disección: circunstancia excepcional dada su postura beligerante respecto a otras adaptaciones de sus novelas al celuloide.
Dean Corso (Jonhy Deep), un bibliófilo sin escrúpulos es contratado por Boris Balkan (gran Frank Langela) para encontrar los dos últimos ejemplares del manual de invocación satánica Las nueve puertas del reino de las sombras. La recerca (casi una aventura templaria) conduce a Corso a una peregrinación por la vieja Europa (Toledo, Sintra, Paris) siempre bajo la sombra amenazante del mal. Durante su periplo, Corso, asediado por los siniestros agentes de Balkan contará con la complicidad de la siempre inquietante Emmanuelle Seigner, una suerte de ángel-demonio, reverso de la moneda de la histriónica Liana Telfer (Lena Olin) una peligrosa viuda, codiciosa y lasciva que también busca el verdadero libro de las nueve puertas. De un agudo sentido del humor es la secuencia en que la Sra. Telfer intenta seducir a Corso en un arrebato cercano al cine erótico soft.
El personaje interpretado por Frank Langella es de lo más acertado del reparto, construye un alter ego del cínico corso muy elegante, un caballero de corte hammmeriano en la línea de esos desquiciados doctores-monstruos sabiamente interpretados por Peter Cushing. Pero Balkan también posee un perfil similar al conde Zaroff, El malvado Zaroff (The most dangerous game, 1932), de Irving Pichel- Ernest B. Schoedsack, ese aristócrata confinado en el palacete de una isla salvaje ( en este caso un misterioso rascacielos neoyorquino, lleno de estancias secretas) que disfruta organizando cacerías humanas, juegos macabros. El perfil del perfecto psicópata bajo la piel del poderoso financiero (desgraciadamente algo más común de lo que pensamos). Y es que también hay mucho de viejo cine de horror en la película, como en la secuencia del siniestro castillo de St. Martin con una cofradía de satanistas de alta sociedad ataviados con sus rojas túnicas (sólo Terence Fischer podría haberlo filmado mejor), o ese mastín negro de los agentes de Balkan que nos vuelve a llevar a la cacería de El malvado Zaroff o quizás a la soberbia secuencia del cementerio de La profecía (The omen, 1979), de Richard Donner, ¿existe una señal de peligro más inequívoca que un mastín negro de mandíbula desencajada?
Y es que también hay mucho de viejo cine de horror en la película, como en la secuencia del siniestro castillo de St. Martin con una cofradía de satanistas de alta sociedad ataviados con sus rojas túnicas
La cinta también nos ofrece, en ese savoir faire tan polanskiano, momentos de auto parodia, como esa escena junto al Sena en la que Corso, víctima de intento de asesinado es salvado por Emanuelle Seigner, un giño cómico a la colosal escena de asesinato en el mismo lugar que la esposa de un confundido Harrison Ford sufre en Frenético (Frantic, 1987).
Por otro lado, es obligado destacar el trabajo de fotografía de Darios Khondj, abiertamente decadente, muy ajustado al tono desencantado del filme, y es que la cinta muestra a la perfección ese sutil nihilismo de la mirada de Polanski que ya pudimos calibrar en el último tramo de su filmografía, Lunas de hiel (The bitter moon, 1992) y La muerte y la doncella, (Death and the maiden, 1994), una pérdida absoluta de valores que el autor reconvierte en sordidez, sarcasmo, sal gruesa sobre la herida existencial de sus personajes.
Polanski es un maestro a la hora de ajustar el ritmo, el tempo de La novena puerta hace brillar con precisión la partitura de Wojciech Kilar, un trabajo solemne, hipnótico, que realza el romanticismo pictórico, de puro ténebre, cuasi un Delacroix que cobrase vida mediante una filigrana sobrenatural. Compone sus escenas de interior con la inteligencia de no hacernos olvidar el exterior: la noche, la ciudad, el campo... mediante efectos refinados de iluminación y con una presencia muy estudiada del sonido que cataliza perfectamente la acción. Polanski es un maestro en la utilización del sonido, en darle protagonismo en el relato.
Gran parte de la crítica ha sostenido (a mi modo de ver acertadamente) la teoría de que sobre el cine de Polanski planea el mejor Hichkock. En La novena puerta esta afirmación nos va como un guante. ¿No es Corso un personaje deudor del Gary Grant de Con la muerte en los talones (North by northwest,1959)? Si cabe, Dean Corso es más desvalido, más pelele, el deterioro de su físico a lo largo del filme es notable (recordemos la evolución de sus castigadas lentes). Johny Depp se mueve en una ambigüedad moral muy afín a la del Gary Grant de películas como Encadenados (Notorius, 1946), construyendo un Corso propenso al sarcasmo y el cinismo. Y es que Depp se ha convertido con los años en un actor sensacional, interioriza sus personajes como nadie, amén de especialista consumado en roles excéntricos (véase su fructífera colaboración con Tim Burton).
Polanski es un maestro a la hora de ajustar el ritmo, el tempo de La novena puerta hace brillar con precisión la partitura de Wojciech Kilar
Como antes apuntaba, su Dean Corso posee lo mejor del Gary Grant más puramente hichkocktiano: atractivo natural, bis de gran comediante, solemnidad en el plano corto; pero aún así sabe aportar matices diferentes; escoge sus papeles con la intuición del que se intuye maldito, y aporta siempre ese matiz canallesco, inconformista que debemos entender como una complicidad absoluta (extraordinaria mimesis entre actor y director) con su enfant terrible de turno: Polanski, Burton, Gillian, Waters etc..
Roman Polanski, pese al tono fúnebre de la cinta, también sabe echar mano de su mejor humor negro: como el que transpira la secuencia del tren, donde Emmanuelle Seigner, que tiene todos los números para ser un ente diabólico, lee un libro de autoayuda para hacer amigos; en esta secuencia no debemos pasar por alto el guiño inteligente a Con la muerte en los talones donde Eve Maria Saint y Gary Grant (Rogert Thonhill) tropiezan en un tren por mero accidente, o la cómica pareja de bibliotecarios toledanos, una suerte de Dupont y Dupont tintinianos, sin duda un apunte más revertiano que del bueno de Polanski.
¿Comedia satánica? ¿Thriller sobrenatural? Lo único cierto es que estamos ante un filme notable, un auténtico clásico moderno digno de inaugurar esta sección que a la postre encumbra aún más la leyenda de su magnífico director. Algunos críticos han cuestionado la última media hora del filme: puede que el giro sobrenatural no sea del gusto de todos, pero honestamente, creo que si nos encantó el final abierto de El baile de los vampiros o de La semilla del Diablo, este como mínimo debería dejarnos plenamente satisfechos.