boto

clásicos modernos

publicado el 10 de noviembre de 2008

Trampas de lo visible

Durante años, David Cronenberg nos ha escupido en la cara sus imágenes violentas, carnales, desesperadas, provocadoras (y las hemos disfrutado, sería una estupidez negarlo), pero lo que antes era un éxtasis absoluto pareciera haberse sosegado (“superficialmente” alega una). Que sus fábulas se hayan simplificado, no implica que se haya traicionado. Significa que sus obsesiones y preocupaciones siguen presentes, ya no con la urgencia de quien necesita una respuesta o una reacción inmediata de su interlocutor sino con el tiempo y la paciencia del que pone en consideración temas de otra índole, que se permite el trabajo en capas, la encriptación (o no) de su opinión, que considera que el espectador es capaz de simplemente “ver más allá de lo evidente”.

Victoria Ceccotti | Ya fuera de la pradera estadounidense de Una historia de violencia (2005), la siempre húmeda Londres oficia de escenario para Promesas del este (2007), película que narra la historia de una partera (Naomi Watts) que se involucra con la mafia rusa al hacerse cargo de la beba de una joven prostituta rusa muerta. Vayamos por partes: “siempre húmeda Londres” no es simplemente un epíteto ni una obviedad, Cronenberg remarca constantemente el clima lluvioso, húmedo, nublado, y nostálgico tal vez, de la ciudad. En pocas ocasiones hay sol, por lo general es una resolana, un reflejo, una luminosidad que deja ver charcos y gotas, restos de la lluvia que fue, pero que recuerdan que jamás será el sol que promete ser, reforzando la idea de desesperanza, de una salida inalcanzable (muchos de los espacios son sombríos, opresivos, con una predominancia del azul grisáceo y el bordó –“versiones apagadas” de los colores base- que evocan la desilusión y la frustración por esa “luminosidad” que jamás se llega a completar). En cuanto a “la historia de una partera”, ¿es una historia?, ¿es La historia? Si se tiene una certeza sobre esta película es que, si bien trata sobre “un asunto en particular”, en realidad es excusa para rozar cuestiones primigenias.

En Promesas del este, Cronenberg dirime el vínculo familiar, dando particular énfasis al rol paterno, y al igual que en su anterior película, sobrevuelan las ideas de doblez, ambigüedad y apariencia en las relaciones. El protagonista masculino (nuevamente encarnado en Viggo Mortensen) ya no es un padre de familia que reprime su lado violento, sino un chofer demasiado informado en los manejos de la mafia rusa (vory v zakone) que refrena su lado sentimental y bondadoso, siendo su efectividad y profesionalismo hawksiano lo que le permite esta disociación. Su presentación y desarrollo se hace de manera ambigua, ya que en principio creemos que es quien maneja situaciones y no autos. Posee los movimientos cortantes de quien no duda, el paso firme de quien no pide permiso, es elegante, impenetrable, y en la primera escena que lo vemos, alguien lo sigue y chista al perro que le ladra. Es su jefe. El atolondrado que creemos su empleado, resulta ser el hijo del capo de la mafia rusa en Londres y su jefe, llamado Kirill (Vincent Cassel). Pero su relación ya nos fue planteada desde lo visual, restándole peso pero no credibilidad al relato “oral” (diálogos): es Mortensen (Nikolai) quien representa una superioridad pese a que su rango no lo permita. Como todo “hijo de”, Kirill es caprichoso, atolondrado, con ansias de escapar del nido paterno y hacer negocios por fuera de la vista de su padre, porque claro, su relación es ríspida. Y allí se hace presente Nikolai en su rol de chofer, mano derecha, amigo, pero sobre todo ‘padre’, ya que cuida a su jefe como si aún fuese el nene torpe que debió dejar de ser hace rato. Al adoptar esta “paternidad” se establece uno de los puntos centrales de la película: la relación padres-hijos, con sus dobleces y ambigüedades. ¿Es la paternidad el vínculo sanguíneo, el cuidado exagerado a cualquier precio o la palmada en el hombro que ayuda a continuar? El vínculo sanguíneo estará representado por la relación entre Kirill y su padre Semyon (Armin Mueller-Stahl), un típico capo-mafia que es un viejito tierno a quien no le tiembla el pulso cuando da las peores órdenes (¿cómo le va a temblar el pulso si no es él quien ejecuta lo mandado?) pero que se encarga de lo más importante: “los detalles”, como revolver personalmente el borsch de su restaurante, poner pétalos en las cajas para llevar una porción de torta, ejercer presión sobre parteras curiosas, o despreciar a su hijo cerrándole la puerta en la cara cuando llega ebrio. Pero también representa el cuidado “excesivo” al no temer represalias cuando manda matar al mejor amigo de su hijo (el chofer Mortensen) con tal de salvar la vida de su imperfecto retoño. Es bastante explícita la escena en que Nikolai justifica ante Semyon un asesinato llevado a cabo por Kirill, quien a la hora de defenderse con voz propia es mostrado escalones por debajo de ambos, ubicándose en la pantalla entre los pantalones de su padre y los de su amigo/chofer. Así como uno se apaña bajo la falda materna, Kirill lo hace bajo los pantalones de sus figuras paternas, quedando entre medio de ambos, sabiendo (y evidenciándole al espectador) que en algún momento va a tener que elegir cuál de los dos representa realmente a un padre. La cultura rusa hace uso del patronímico, rasgo que refuerza la posesión y absorción que el padre ejerce sobre el hijo. Uno pasa a ser simplemente una partícula del padre, Anna (la partera) deja de ser Anna y pasa a ser Anna Ivanovna (su padre se llamaba Iván) a ojos del capo mafia-dueño del restaurante al que ella acude para buscar información sobre la prostituta muerta. Y es el detalle de su herencia rusa, de su ligazón con algo superior, la pérdida de su identidad individual a manos de un legado colectivo, lo que le permite ponerse en contacto con ése mundo: Semyon cambia totalmente de actitud al darse cuenta de su genealogía, y la cámara lo evidencia modificando cómo nos muestra el diálogo entre ellos. En un principio, Anna se encuentra en la calle y Semyon en la puerta de su restaurante; la cámara se ubica, intercalándose, desde detrás de los hombros de cada uno, a una distancia que se creería similar, neutra, pese a que Anna se encuentra unos escalones por debajo de Semyon, lo cual ya la posiciona como “inferior” (debe “ascender” para acceder al interior). Pero al leer el apellido de Anna, la cámara la toma mucho más de cerca (sin salir de la posición desde el hombro de él), pero manteniendo la distancia cuando toma a Semyon, dejando en claro que anteriormente había una distancia mayor entre la visión que él tenía de Anna, que la que ella tenía de él. Estando ella afuera, representaba lo externo, lo ajeno, lo extraño, posición que se modifica cuando Semyon toma conciencia de que tienen un nexo en común, las raíces acercan a Anna, quien ya puede acceder a este mundo.

Junto con la paternidad aparecen los temas de la pertenencia, la herencia, la identidad, la familia, los valores. Son particularmente interesantes los festejos, la secuencia en que vemos la cena de Navidad de las dos familias. Anna cena con su madre y su tío (hermano ruso de su fallecido padre); al ser pocos logran desarrollar una conversación que pone en juego la idea común “No soy homofóbico, si hasta tengo un amigo puto”. El tío de Anna (Stepan) es abiertamente racista, y comenta durante la cena que el ex novio de ella la abandonó porque los hombres de color siempre se van. La madre de Anna, indignada, retruca que era médico. Pero ahora, la que reacciona es Anna, ya que lo realmente terrible de la charla no son los valores de su tío sino los de la madre, que cree tener la necesidad de “redimir” a su ex yerno por su color de piel, atribuyéndole como cualidad vindicadora “el status” que da la profesión. Como frutilla del postre, Stepan le espeta a Anna que, porque la mezcla de razas no es natural, perdió un embarazo. Es decir, se utiliza la cena de Navidad para poner en jaque la mediocre mentalidad burguesa (representada por la madre) que se cree progre pero ni siquiera comprende la base de su propio pensamiento, y para enterar al espectador de que Anna sufrió tanto la pérdida paterna como la de su propia maternidad. La Navidad en el restaurante ruso, en cambio, es un festejo bullicioso, pero donde no hay individualidades, es una comunidad, una unidad: no se pone de relieve ni una sola conversación, hay un murmullo, una masa uniforme de voces. Lo que sí logramos identificar por sobre el sonido ambiente es el celular de Kirill, que en vez de sentarse a la mesa, lo atiende. Este detalle no es menor, contrariamente a lo que sucede en otras películas de Cronenberg, es casi el único objeto tecnológico que se ve en toda la película (además de una TV en el cuarto de Anna pero que está ubicada paralela a la cabecera de la cama, lo cual inhabilita su uso cotidiano, el Mercedes de Mortensen y la moto vieja que ella usa, que se descompone). Y si bien el celular es un aparato que comunica, lo hace con el afuera y de manera individual: Kirill se separa del festejo plural y se aísla para hacer un negocio que excluye a su padre, siendo ésta tal vez su forma de cortar el cordón que lo une a ese fuerte patriarca; sin embargo, realiza los preparativos de su negocio particular dentro del espacio “público” del salón comedor, mientras que cada vez que Semyon necesita hacerse cargo de algún asunto, generalmente lo hace en la parte de atrás del restaurante o en la cocina, es decir, no donde está la familia, lo social.

Como no siempre lo que vemos es lo relevante, ni tampoco lo que dejamos de ver es menos real que lo explícito, Cronenberg constantemente crea contrapuntos entre las imágenes y las palabras, entre lo que no se dice pero se sabe, recordándonos que todo es falsable, ambiguo. Para poner de manifiesto cómo “las apariencias engañan”, cómo las promesas nunca llegan a cumplirse e ilustrar el choque entre expectativas y realidad, la película utiliza la voz en off de la joven rusa muerta. Ella habla desde la inocencia adolescente que ve en Londres una Tierra Prometida, casi extraída de la Biblia porque no se sabe si en realidad puede llegar a existir un lugar así, una ciudad en donde cantando en un restaurante se gana más en una semana que trabajando un año en Rusia, pero Cronenberg expone la realidad de esa ilusión al mostrar en ese mismo momento que en Londres las chicas rusas cantan y se les paga, pero luego de tener sexo. La primera vez que vemos la casa donde trabajan estas jóvenes prostitutas lo hacemos desde afuera, y se nos muestra que hay escombros en el frente. Ellas son los escombros, los restos de dos sociedades que las excluyen, una en donde no tienen esperanzas, otra en donde las esperan promesas que jamás se cumplirán.

Anna proyecta el hijo que perdió en la beba de la prostituta. O al menos ésa es la justificación que se nos propone “desde el guión”. Lo interesante es ver cómo los personajes lidian con la identidad. Ya mencionamos cómo Kirill cede parte de la suya al intentar apartarse de los festejos y negocios familiares (pierde en lo “social” para ganar en lo individual), y Anna al pasar a ser “la hija de Iván” pierde la propia identidad para ganar la herencia y la pertenencia a una comunidad. Esa integración es la que la mueve a buscar y otorgarle una identidad a la beba, necesita denominarla para reconocerla y le pone un nombre: ya no es “una beba” es “Christine”. Anna asume el rol que tenían las mujeres dentro de las películas de Ford: ella es la transmisora de la herencia, en este caso, legándole a la beba el diario íntimo de la madre muerta, le da una identidad y una historia. Esta “femineidad alcanzada” se percibe hacia el final, cuando vemos que Anna ha cambiado el jean, las botas y la moto por un liberador y maternal vestido, como si su único destino u objetivo hubiese sido el traspaso de un legado (el ruso originario y ahora el propio, el que antes no había podido conferir). En cambio, al personaje de Mortensen le es atribuida una falsa identidad. Dentro de la vory v zakone, el prontuario se escribe en el cuerpo mediante tatuajes, se lleva lo que se vivió como visible tarjeta de presentación (ya desde la anagnórisis aristotélica las marcas en el cuerpo representaban una forma de reconocimiento). Al tener la propia historia tatuada, el cuerpo se utiliza como identificación irrefutable, pero Nikolai ya está condenado a ser “otro” al lidiar con la ambigüedad de su costado “compasivo” que intenta redimir al profesional que va hasta las últimas consecuencias. Al recibir nuevos tatuajes se le otorga un nuevo status, pasa de chofer a miembro de la mafia rusa, pertenece a una comunidad, adquiere una nueva identidad, una nueva marca, pero que una vez más lo condena a ser “otro” por la falta de competencia de quienes leen su cuerpo: son ciegos, no son idóneos para obtener un reconocimiento entero de los tatuajes y de la identidad de Nikolai, sólo se remiten a ver una parte de su historia, la nueva. No leen su pasado, desconocen los signos anteriores que lo marcaron y eso los hace ignorantes, lobos que vienen de las montañas por una presa que fue intercambiada ante sus ojos. Debían matar a Kirill, quien en una de sus primeras apariciones era mostrado al lado de la cabeza de un alce, una presa fácil para los “lobos de las montañas” que es como se describe a los chechenos que lo buscan, quienes finalmente son engañados. Por más marcas que tenga el cuerpo, se sigue dependiendo del conocimiento de la tradición y la herencia para poder otorgar una identidad completa, se necesita del pasado, de las raíces, para no caer en las fáciles trampas de lo visible.


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