publicado el 1 de abril de 2004
Dentro de la obra de Fellini, el ‘Satiricón’ (1969) representa un punto de inflexión importante en su carrera debido a que supuso la culminación del estilo grandilocuente y excesivo emprendido en ‘Fellini 8 1/2’, obra que rompió con la narrativa tradicional al hacer del relato subjetivo la principal materia fílmica. La intención de esta crítica es señalar hasta qué punto el tratamiento del espacio en la obra del director italiano contribuyó a la construcción de una mirada propia que cambió la forma de concebir la cinematografía moderna.
Juan Carlos Matilla Y Luis Rueda | Los principales mecanismos que utiliza Fellini en la construcción del espacio en el Satiricón son la mezcla de vanguardia y clasicismo, la profundidad de campo, los contrastes cromáticos y el uso del travelling. Fellini afronta los espacios combinando elementos procedentes de la tradición cultural occidental y otros heredados de las vanguardias europeas. Por un lado encontramos una puesta en escena estática y plana deudora del teatro clásico griego. Un buen ejemplo de esta herencia lo encontramos en las secuencias en que dos de los protagonistas (Encolpio y Gitone) se adentran en los burdeles romanos. Por otro lado, en la escena del banquete del patricio Trimalcione destaca el diseño de los salones, donde impera una concepción cercana al cubismo, repleta de aristas, sin soluciones ovaladas.
En cuanto a la profundidad de campo, hay que señalar que ésta siempre depende de la iluminación y de la disposición de los personajes en el plano, más que del diseño del propio decorado (como ocurre con Visconti o Wyler). Otra característica formal del filme es el tratamiento cromático basado en el uso del rojo y el azul. El rojo se circunscribe a los escenarios de los festines (en los que aparece toda la galería de personajes extravagantes a los que Fellini nos tiene acostumbrados), paisajes que derivan en la recreación de un infierno ideal, bufo y tiernamente feísta. En cambio, en los exteriores la recreación de las calles se ampara en amplios, altos y desnudos callejones de un azul fantasmal, nocturno, por el que pasean grises brumas.
Y es que, sobre todo, Fellini concibe sus planos como un escenario estático en el que los sugestivos y lentos travellings funcionen como la mirada de un espectador curioso que, de tanto en tanto, queda atrapado en un rostro, en un cuerpo o en un detalle concreto del juego de máscaras que representa toda la troupe de figurantes.
En líneas generales, se podría definir el tratamiento del espacio en el Satiricón, y el de otras de sus obras maestras como Toby Dammit (1967) o Roma (1972), como la voluntad titánica de Fellini por abarcar hasta la extenuación todo el espacio arquitectónico del encuadre. En la mayor parte de su obra, la cámara intenta dominar todo el espacio, de manera que este último se convierta en algo indisoluble a la existencia de la mirada del director. Consciente de la imposibilidad de llevar a cabo esta labor de control en el mundo real, Fellini imagina y construye mundos paralelos artificiales, imposibles y delirantes, en los que desarrollar su voluntad demiúrgica. Su postura es similar a la de otros grandes manipuladores del espacio como Orson Welles o Peter Greenaway: hablamos de un cine donde la epifanía, el descubrimiento y la revelación lo son todo, donde apenas hay lugar para el fuera de campo y donde la poesía se encuentra siempre en la reflexión del propio director ante sus coreográficas secuencias y sus enormes decorados.
Por contra, la tendencia contraria a la de Fellini sería aquélla en la que el director asume su imposibilidad de aprehender el espacio fílmico (al igual que resulta imposible hacerlo con un paisaje real) y por eso insiste en filmar el misterio inherente al propio espacio. A esta línea podríamos adscribir la obra de creadores como Michelangelo Antonioni o Peter Weir. Si en el Satiricón el recurso cinematográfico fundamental, como ya hemos apuntado, es el travelling que desvela todos los detalles del campo visual, en los filmes de estos creadores serían la elipsis y el fuera de campo. Un espacio propicio a la desaparición contra otro proclive a la saturación, aunque ambos quizás compartan un mismo objetivo: resaltar la imposibilidad de que el cine refleje o trascienda lo real, sólo su apariencia.