publicado el 26 de febrero de 2010
En la segunda mitad de la década de 1950 se dio un fenómeno bastante curioso en el seno de la cinematografía española, un nutrido grupo de directores capitaneado entre otros por Antonio Isasi-Isasmendi (La huida, 1955), Josep Maria Forn (Yo maté, 1955), José A. de la Loma (Las manos sucias, 1957) o Francisco Rovira Beleta (Los atracadores, 1961) por citar algunos de los más conocidos, provocan un profundo cambio estético y argumental en una industria hasta ese momento maniatada por idearios afines al régimen franquista o collages folclóricos para mayor lucimiento de la estrella de la canción del momento.
Lluís Rueda | Quizás la única disonancia artística y temática dentro de la industria hasta aquel instante llegó de manos fundamentalmente de dos directores: Ignacio F. Iquino (Brigada criminal, 1950) y Julio Salvador (Apartado de correos 1001, 1950), ellos, junto a otros como José Antonio Nieves Conde sentarían las bases del cine policíaco o criminalista en España. Ese cambio temático, alentado a través de la iniciativa privada de productoras como IFI o Teide Films (fundada por el cineasta Josep Maria Font), encontró en el cine negro, en especial en el thriller o filme de suspense, todo un filón creativo, poco indigesto para las autoridades franquistas y muy atractivo para el público asiduo al programa doble.
La década de 1950 fue un período embrionario, una época que asentaría en Cataluña las bases para un cine diferente, al margen de la tutela del estado y autofinanciado, que encontraría su cenit creativo una década más tarde con la escuela de Barcelona: movimiento de vanguardia impulsado por los “inconformistas” hijos de la burguesía catalana. En su mayoría estos jóvenes llevaron a cabo una tibia lucha antifranquista -mucho más estética que política-, nacida entre la fascinación por los nuevos idearios francófonos y la abulia cultural propia de la España gris del momento. Jóvenes cineastas como Joaquim Jordà, José Maria Nunes, Pere Portabella, Gonzalo Suárez o muy especialmente Vicente Aranda con su Fata Morgana (1966), serían las caras más visibles del movimiento.
Pero las claves que nos llevan hasta ese momento creativo dentro de la industria privada las encontramos remontándonos una década atrás, en las simientes del trabajo realizado por directores como Julio Coll (guionista, y productor de la mayoría de sus propias películas). La obra del realizador nacido en la localidad de Camprodón es un paradigma de humildad, honestidad y oficio. Filmes como Un vaso de Whisky (1958), Los muertos no perdonan (1963) o Ensayo general para la muerte (1963) serán capitales para desarrollar las bases del cine negro o de suspense “celtíbero”. Un vaso de Whisky fue uno de los más destacados filmes de la época en que el interés narrativo recayó en un delincuente (quizás el primer gigoló de la cinematografía española), particularidad argumental que da muestra de la voluntad trasgresora del realizador catalán. Arturo Fernandez interpreta en este filme a Victor, un vividor adicto alcohol y al juego que no duda en echar mano del bolso de su pareja de turno a la hora de abonar la cuenta. Es evidente que el referente en este caso es el típico gañán angelino que vive de su belleza para financiarse una vida repleta de estímulos, tenemos decenas de ejemplos fílmicos en el Hollywood de los años 50.El inconformismo y su buen hacer de Julio Coll le llevaron años más tarde a poner en pie uno de los filmes de suspense más heterodoxos de la incipiente década de 1960: Los muertos no perdonan. La cinta, escrita y dirigida por él mismo propone una interesante trama de suspense que, en buena medida, coquetea con elementos propios del cine fantástico. Para ello el realizador nos sitúa en una trama bien singular: un joven estudiante de medicina (Luís Escrivá), interesado por la parapsicología, tiene un extraño presentimiento acerca de la muerte de su padre. Ayudado por un catedrático intentará demostrar que su progenitor murió asesinado.
La primera secuencia del filme nos muestra tres expedicionarios viajando hasta las montañas de Perú en busca de un yacimiento de uranio. Coll refleja la soledad desértica de los parajes mediante generosas panorámicas que, a su vez, contrastan con el rostro crispado de los hombres, primeros planos que refuerzan una voz en off que nos enuncia que la idea del asesinato está dentro de la cabeza de uno de ellos. El estilo documental del inicio, en ese instante toma un cariz enfermizo, y la mirada de Julio Coll convierte la “aventura fílmica” de la expedición en una sucesión de planos picados que acentúan la sensación de desolación y funesto destino.
El elemento, si me permiten, hawksiano, vivaz en su afán documentalista, da paso a un tono sombrío, febril y formalmente expresionista, en el que es sin duda el primer gran giro estilístico del filme. Mientras el asesinato de un hombre, inevitablemente, se consuma, al otro lado del océano, su hijo, puede oír el grito de auxilio de su padre. Tras un preámbulo que lleva al protagonista a convencerse de sus extraordinarios poderes extrasensoriales, la trama nos lleva hasta un castillo donde los dos supervivientes de la expedición llevan una vida de lujo y opulencia tras enriquecerse con el botín hallado en el yacimiento de uranio. El joven estudiante de medicina (Luis Escrivá) se desplaza hasta el lugar y se hace con un puesto como archivista en la biblioteca del castillo a la vez que ejerce como médico del pueblo más cercano. Su única obsesión y su máximo empeño es desenmascarar al asesino y a su compinche.
Es precisamente en las laberínticas estancias del vetusto castillo, donde Coll despliega sus mejores bazas como realizador. El director de Un vaso de whisky rehuye el plano contra plano y seesfuerza en la construcción de estupendos encuadres que juegan con los niveles arquitectónicos, los espejos y las puertas, otorgando así una excelente profundidad de campo donde situar a sus protagonistas. La presencia de uno de estos personajes, la nueva esposa del terrateniente, interpretada por May Heatherly, es el centro de una interesante subtrama que ubica a una mujer de pasado disoluto en un escenario tosco y laberíntico: traslación pertinaz de la mente enferma del asesino, es decir, de su marido.
Julio Coll explota esa idea con precisión gracias a su atractiva puesta en escena, entre oscurantista y sureal. Las correrías de la joven a través del mundo de locura y odio que rodea a su esposo queda excelentemente acentuado gracias a la atractiva banda sonora del magnífico compositor José Solá: una pieza de corte jazzístico que subraya con elegancia la condición de filme noir de Los muertos no perdonan. La trama, pertinentemente concisa, nos aboca hasta un excelente clímax: una vez puesto de relieve el cinismo brutal del asesino y la decadencia de su conciencia, el enfrentamiento entre los dos hombres es inevitable. Una lucha encarnizada acabará con la vida del joven médico, cuyo cadáver es lanzado a una pira.
En un brillante momento del guión de Julio Coll, y con anterioridad al fatal desenlace, el joven médico explica a su verdugo una truculenta leyenda del medioevo: al parecer una de las costumbres del lugar, ampliamente documentada, era la de atar los cadáveres de las víctimas encadenados a sus asesinos para que la muerte también les persiguiera y les llevase. Julio Coll pone en boca del joven doctor esta arenga popular y éste la lanza con la virulencia de un mal de ojo contra su futuro asesino.
A pesar del fatal desenlace, la maldición parece tomar forma, pues un tiempo después, y en presencia de unos invitados, el joven aparece ante su asesino con el rostro cubierto de vendas para consumar su venganza más allá de la muerte.
Pese a que todo este barniz esotérico lleve al filme a terrenos más propios del fantástico, no podemos obviar en ningún momento la poca permeabilidad de la censura con temas relacionados con el esoterismo. Los elementos de brujería y fantasmagóricos no han de ser más que sugeridos (en este caso se limita al poder extrasensorial del joven) para luego llevar al espectador hasta una explicación lógica. El guión de J. Coll funciona en este sentido como una excelente pieza de relojería, despeja las dudas mediante unos pertinentes flashbacks aclaratorios que ponen de relieve la mecánica del engaño, el ilusionismo de un guión que no puede salirse un ápice del racionalismo pertinente.
Es sorprendente la cantidad de referentes que maneja Julio Coll a largo de este filme, los ecos hitchcokianos (obligados guiños a Rebeca o La soga) que recorren su esquematismo no encorsetan en absoluto su discurso. Los muertos no perdonan está impregnada, al igual que gran parte del cine de aquella época, de cierta voluntad regeneradora propia del cine neorealista llegado de Italia (una influencia que tuvo a su cénit en un filme como Muerte de un Ciclista (1955) de Juan Antonio Bardem). Pero quizás, el elemento diferenciador, tanto en el cine de Julio Coll como en otros de sus compañeros de generación sea la permeabilidad hacia otro tipo de cinematografías como la norteamericana, y muy especialmente el cine negro. El cine policíaco o abiertamente criminalista realizado en España evolucionaría con los años hacia el lumpen, el cine de atracos o los retratos de pandilleros perdiendo parte del glamour y la elegancia al que aspiró en las décadas de 1950 y 1960.
Las películas de Julio Coll no tuvieron una continuidad comparable a las de otros directores, y hoy son desconocidas para la mayoría del público. Y es que si hay un cine al margen del universo berlanguiano, los detritus folclóricos del cine de barrio o los puntuales panfletos religiosos de Rafael Gil, son las comedias más o menos sociales de los Pedro Lazaga o Jose Luís Sáenz de Heredia, directores que a lo largo de los años serían eclipsados por otra escuela de realizadores que volverían a mirar con inteligencia hacia las corrientes imperantes más allá de los pirineos: Marco Ferreri (El pisito, 1958) y Fernando Fernán Gomez (La vida por delante,1958) fueron quizás dos de los mejores ejemplos de cine de autor con garantías de continuidad en el cine español del futuro.
Lecturas recomendadas:
Cine negro y policiaco español en los años 50, de Elena Medina. Edit. Laertes (2000)
Filmografía seleccionada como director de Julio Coll:
Distrito quinto (1958) VHS
Un vaso de whisky (1958)
El traje de oro (1959)
Los Cuervos (1962)
Los muertos no perdonan (1963) VHS
La cuarta ventana (1963)
Ensayo general para la muerte (1963)
Las viudas (1966)
La Arucana (1971) DVD