publicado el 3 de marzo de 2010
Igual que El carnaval de las almas (Carnival of souls, Herk Harvey, 1962), aunque por encima de él, The city of the dead constituye un ejemplo modélico de filme de culto: nunca estrenado en España y aún desconocido por el gran público, su visión en la actualidad depara no pocas sorpresas al aficionado, revelándose como una producción irregular pero imprescindible para entender la evolución del cine de terror clásico hacia nuevos caminos y vías de experimentación. A nivel argumental, anticipa algunas de los imprevisibles giros narrativos que harán fortuna muy poco tiempo después en Psicosis (Psycho, Alfred Hitchcock, 1960), mientras que su estilizada atmósfera y su elaborada plástica visual constituyen un claro precedente de La máscara del demonio (La maschera del demonio, Mario Bava, 1960).
Pau Roig | Hacia menos de tres años que la modesta compañía Hammer Film había iniciado una profunda renovación de los principales mitos de la literatura y el cine de terror con La maldición de Frankenstein (The curse of Frankenstein, 1957) y Drácula (Dracula, 1958), dirigidas por Terence Fisher, y The city of the dead es la primera producción terrorífica de Milton Subotsky y Max J. Rosenberg: Vulcan, la compañía productora, se convertiría poco tiempo después en Amicus, la principal rival de la Hammer, que en los años siguientes daría a luz títulos como Dr. Terror (Dr. Terror’s house of horrors, 1964), La maldición de la calavera (The skull, 1965), dirigidas por Freddie Francis, La mansión de los crímenes (The house that dripped blood, Peter Duffell, 1970) o Ahora empiezan los gritos (And now the screaming starts, Roy Ward Baker, 1973). La película destaca también por el concurso de otro nombre ilustre y hasta cierto punto también maldito: George Baxt (1923-2003). Escritor y guionista, parece ser que participó sin acreditar en el libreto de La maldición de Frankenstein y en un muy poco tiempo desarrollaría una corta pero notable labor en el género, firmando los guiones de Circus of horrors (1960) y Night of the Eagle (adaptación de una novela de Fritz Leiber, 1961), dirigidas por Sidney Hayers, y de Shadow of the cat (John Gilling, 1961). The city of the dead, inspirada según los créditos en una historia del propio Subotsky –guionista él mismo, por cierto–, no guarda demasiada relación con el resto de sus trabajos para el cine, pero tampoco con el grueso de las producciones terroríficas realizadas en Gran Bretaña en esos años, no por su temática y su desarrollo argumental (nos encontramos ante una modesta historia de brujería que contrapone modernidad y tradición) pero sí por su estructura y atmósfera.
En su debut en la dirección, el director John Llewellyn Moxey [1] nos introduce en materia de inmediato, con unos sencillos pero muy efectivos títulos de crédito impresionados sobre planos medios y primeros planos de unas siniestras figuras encapuchadas que evocan un universo fantasmagórico aparentemente lejano en el tiempo. Muestra a continuación la ejecución de una mujer acusada de mantener tratos con Lucifer, un inicio fulgurante que tiene más de uno y de dos puntos en común con la obertura de La máscara del demonio. Es el tercer día de marzo de 1692 y la mujer condenada a morir en la hoguera es Elizabeth Selwyn (Patricia Jessel); entre los asistentes al acto figura su amante Jethrow Kane (Valentine Dyall), quién implorará al Maligno su salvación y lanzará una terrible maldición sobre sus acusadores. Por corte directo, Moxey pasa de la imagen de una multitud enloquecida gritando “Quemad a la bruja” a un primer plano del profesor universitario Alan Driscoll (Christopher Lee, en un papel secundario pero decisivo) pronunciando la misma frase a los alumnos que asisten a un seminario sobre brujería. Ya estamos en la época contemporánea y Driscoll convencerá a una de sus estudiantes más brillantes, Nan Barlow (Venetia Stevenson), para que viaje hasta Whitewood, un remoto pueblo que ni siquiera aparece en los mapas con el objetivo de realizar un trabajo de campo sobre la pervivencia de ritos ancestrales en el mundo rural. Nan sacrificará parte de sus vacaciones con su novio Bill Maitland (Tom Naylor) para pasar unos días en la pequeña población ante la desaprobación de su hermano Richard (Dennis Lotis, nacido en 1928), profesor de Ciencias: “La base de los cuentos es la realidad. La base de la realidad son los cuentos de hadas” le espetará Driscoll, indignado por la incredulidad de su colega respecto a la brujería; cuenta el profesor que tres años después de la muerte de la bruja las hijas de los ancianos que la condenaron a muerte aparecieron muertas sin una sola gota de sangre…
Ni Bill ni Richard podrán convencer a Nan para que cambie de idea y la chica se traslada inmediatamente a Whitewood: conduciendo sola en su coche, recorre pequeñas carreteras secundarias cubiertas por una espesa niebla blanca que nos van sumergiendo de manera paulatina en un mundo irreal y fantasmagórico del que ya no podremos escapar hasta el final. De camino, recogerá a un misterioso hombre que se presentará como Jethrow Kane –“El tiempo en Whitewood permanece inmóvil”, será una de las pocas frases que pronuncie– y que desaparecerá misteriosamente del automóvil nada más llegar a “La posada del cuervo”, el único hotel de la localidad, situado justo al lado del cementerio. Allí será atendida por su propietaria, la misteriosa Sra. Newless (Jessel otra vez) y su criada Lottie (Ann Beach), que le ofrecerán la única habitación que dicen tener disponible; ilusionada con su trabajo y sin percatarse de la presencia de Jethrow en el hotel, Nan pretende empezar de inmediato sus pesquisas pero su primera visita –la iglesia, un edificio medio abandonado en el que parece que hace muchísimo tiempo que nadie pone los pies– será un fracaso: el reverendo Russell (Norman Macowan), un hombre anciano y ciego, le impedirá la entrada invitándola a abandonar Whitewood: “El mal está por sobre el Bien en este lugar”. Inquieta, Nan se dirigirá entonces hacia una tienda anticuaria contigua al edificio religioso, no sin antes constatar el extraño, amenazador comportamiento de la mayoría de los lugareños: los hombres y las mujeres que pasean por la calle, con sus rostros medio ocultos entre las sombras, se paran a su paso y se quedan completamente inmóviles, escrutándola como espectros perdidos en la noche de los tiempos. La visualización de este siniestro pueblecito de cuatro o cinco destartaladas casas de madera, sumido en una niebla perpetua y en el que nunca sale el sol, en verdad produce escalofríos y justifica por sí sola la aureola de culto que acompaña el filme: desde la (casi) abstracta sencillez de los decorados y la dirección artística de John Blezard –la práctica totalidad del filme fue rodado en los estudios Nettlefold, en Surrey–, hasta la excepcional fotografía en blanco y negro de Desmond Dickinson, construida a partir de choques violentos de luces y sombras y de fuertes contrastes de diáfano valor metafórico, todo en el aspecto visual del filme va encaminado a la creación de misterio y constituye, quizá de manera involuntaria, una de las recreaciones más fascinantes que el cine ha dado del irrepresentable mundo de horrores cósmicos de H. P. Lovecraft. Whitewood, en efecto, no está nada lejos de las ominosas ciudades imaginadas por el escritor de Providence como Dunwich o Innsmouth, y transmite con inusitada intensidad una marcada sensación de irrealidad; sombra de una pasado oscuro situado más allá del tiempo y del espacio pero terriblemente real, su Mal amenaza con extenderse fuera del ámbito rural en el que ha estado oculto durante siglos, aspecto que entronca el filme con la ya citada Night of the eagle y también con Witchcraft (Id., Don Sharp, 1964).
Refugiada en la librería anticuaria “The Parish House”, Nan conocerá a la nieta del reverendo, Patricia (Betta St. John), una mujer joven criada lejos de Whitewood pero que se ha trasladado al pueblo para liquidar las pertenencias de su familia. Allí encontrará también un grueso y antiguo volumen sobre la brujería en Nueva Inglaterra que se llevará prestado al hotel; esa misma noche, mientras lee tumbada sobre la cama oirá unos extraños cantos procedentes del sótano, que acabarán de la misma que habían empezado, de repente, cuando la chica pida explicaciones a la Sra. Newless sin que ésta le haga el menor caso. La propietaria del hotel la invitará a reunirse con el resto de huéspedes, que celebran un animado baile en una de las salas del inmueble –“Todos están aquí para la celebración”, serán sus inquietantes palabras– pero cuando Nan se cambie para participar en la fiesta constatará asustada que el hotel está vacío; la música de fiesta que llenaba el edificio ha cesado justo en el instante en el que salía de su estancia. Ya en su habitación, los extraños cánticos sonarán otra vez con fuerza y tras conseguir bajar el sótano a través de una trampilla la estudiante será capturada por dos misteriosos encapuchados. Ha transcurrido poco más de media hora de metraje –de hecho, prácticamente la mitad– y Moxey y Baxt explicitan finalmente todo aquello que hasta el momento habían ido insinuando, sugiriendo: el siguiente plano muestra a los habitantes de Whitewood reunidos alrededor de un altar de sacrificios, vestidos con largas túnicas negras; suenan trece campanadas y tras confesar su verdadera identidad por si quedaba alguna duda –“Soy Elizabeth Selwyn”–, la Sra. Newless clava una enorme daga en el pecho de Nan.
Igual que había hecho antes, Moxey encadena la siguiente escena por corte directo, mostrando un cuchillo que corta un gran pastel en la fiesta en la que Tom, Richard y Nan habían acordado encontrarse tras su estancia en Whitewood. Bill hace dos semanas que no tiene noticias de su novia y al intentar llamar a “La posada del cuervo” la telefonista les informará que no existe ningún hotel con ese nombre. Denunciada su desaparición la policía inicia una investigación que no aclarará nada; Driscoll, por su lado, afirma no saber nada de la chica (genial la escena en la que el timbre de la puerta interrumpe el sacrificio de una paloma blanca que estaba a punto de realizar en el sótano de su mansión, ataviado con una misteriosa túnica). Patricia Russell hará pronto acto de presencia y entregará a Richard un collar de Nan que Lottie, la sirvienta del hotel, le entregó a escondidas de la Sra. Newless cuando la mujer fue a buscar el libro sobre brujería. Patricia regresa a Whitewood ese mismo día; de camino, recoge a un hombre misterioso en el mismo lugar que lo había recogido Nan: es Jethrow Kane, que antes de volver a desaparecer le dirigirá una frase premonitoria: “Poder verme es un privilegio reservado para muy pocos”. Bastante inferior a la primera parte, el nudo y el desenlace de The city of the dead comparten muchos puntos de contacto con Psicosis [2], centrándose en la investigación de unos hechos de los que el espectador ha sido testigo presencial, si bien carece del suspense de la película de Alfred Hitchcock: los espectadores no sólo conocen ya la identidad de los responsables de la desaparición de la chica, sino también su naturaleza sobrenatural, hecho que diluye el nervio y la tensión de la media hora inicial. Baxt y Moxey, en efecto, parece que no se acaban de encontrar cómodos en una insípida Inglaterra urbana que no cree en leyendas y menos aún en magia negra, contrapuesta a un mundo rural de pesadilla en el que el menor atisbo de modernidad o de progreso carece de sentido. Los pocos elementos y detalles encaminados a contextualizar la trama a principios de la década de 1960, así, no acaban de funcionar, en especial la molesta banda sonora de ecos jazzísticos firmada por Douglas Gamley y Ken Jones. Richard partirá al día siguiente hacia Whitewood, (per)seguido a escondidas por Tom, que tendrá un terrible accidente de coche tras tener una terrorífica visión / premonición de Elizabeth Selwyn quemándose en la hoguera. Ignorante de este hecho, Richard conocerá al reverendo Russell y tendrá oportunidad de ver el libro sobre brujería que estudiaba Nan, reacio todavía a creer en la posible intervención de las fuerzas del Mal: según la leyenda que los habitantes de Whitewood, atrapados bajo la maldición de la bruja ajusticiada, obtuvieron la vida eterna de Satanás a cambio del sacrificio de una muchacha joven dos veces al año, la vigilia de Candlemass y el sábbat de las brujas.
Durante el último tercio de metraje los acontecimientos se suceden a un ritmo atropellado, como si Moxey tuviera prisa para cerrar un relato que deviene más previsible e ingenuo a medida que se acerca a su feliz resolución: Patricia será secuestrada por los miembros de la secta, que pondrán fin a la vida del reverendo sin poder evitar que sus últimas palabras muestren a Richard la única manera de poner fin a sus atrocidades, la sombra de una cruz. Buscando a Patricia, Richard rescatará a Tom, que ha conseguido llegar malherido hasta el pueblo, y juntos impedirán finalmente el sacrificio: tambaleándose y más muerto que vivo después que Elizabeth le haya lanzado una daga, Bill arrancará una enorme cruz de una de las lápidas del cementerio donde Elizabeth, Jethrow y ahora también Driscoll pretenden consumar su ofrenda definitiva a Lucifer; al proyectar su sombra, los encapuchados reunidos alrededor del altar del sacrificio se consumirán en llamas con horribles gritos de agonía. Richard, Patricia y el propio Bill contemplarán al final el cadáver calcinado de la bruja recostado en una de las habitaciones del hotel del horror, justo debajo de una antigua inscripción que reza que ese es exactamente el lugar dónde la bruja Elizabeth Selwyn murió quemada.
FICHA TÉCNICO-ARTÍSTICA:
Gran Bretaña, 1960. 78 minutos. B/N. Dirección: John Llewellyn Moxey Producción: Donald Taylor, para Vulcan Films Guión: George Baxt, sobre una historia de Milton Subotsky Fotografía: Desmond Dickinson Música: Douglas Gamley y Ken Jones Dirección artística: John Blezard Montaje: John Pomeroy Intérpretes: Dennis Lotis (Richard Barlow), Christopher Lee (Alan Driscoll), Patricia Jessel (Sra. Newless / Elizabeth Selwyn), Tom Naylor (Bill Maitland), Betta St. John (Patricia Russell), Venetia Stevenson (Nan Barlow), Valentine Dyall (Jethrow Keane), Ann Beach (Lottie).