publicado el 8 de septiembre de 2005
Aplaudido y criticado a partes iguales, la figura de George A. Romero siempre se ha movido entre las grandes posibilidades expresivas de su forma de entender el cine y la incapacidad de llevarlas a buen término debido a la intransigencia de la industria. El reciente estreno de “La tierra de los muertos vivientes” vuelve a traer a la actualidad la obra de uno de los padres del cine de terror moderno. Sin duda, uno de los pocos mitos vivientes del género a quien le dedicamos un breve especial sobre su impronta.
Juan Carlos Matilla | Nacido en Nueva York en 1940, la biografía de Romero refleja su apasionada vocación cinematográfica (una pasión que despertó en su adolescencia) y su irreductible visión sobre el compromiso del cineasta ante su arte y la industria (con la que ha tenido no pocos encontronazos). Tras cursar estudios de arte y diseño gráfico, en su juventud monta una productora junto a un grupo de amigos donde desarrolló sus primeros pasos como cineasta y con la que llevó a cabo su esplendoroso debut en el largometraje: La noche de los muertos vivientes (The Night of the Living Dead, 1968), filme seminal donde los haya que contribuyó a renovar los modos de producción del género, amén de abrir nuevas posibilidades expresivas para el cine de terror. El éxito de la cinta le abrió las puertas de la gran industria de la que pronto salió escaldado (la productora destrozó las posibilidades de su magnífica obra de vampirismo, Martin, 1977). En 1978 volvió a obtener una gran repercusión con su segunda entrega de la saga de revenants, la modélica Zombi (Dawn of the Dead), una coherente continuación de su ópera prima que agitó las audiencias y provocó una coyuntural y enfermiza moda por los muertos vivientes que se reflejó en una infinidad de exploits para todos los gustos. Este filme abrió el período de mayor esplendor de su obra (por lo menos en cuanto a su presencia en la industria), conformado por la nostálgica y célebre Creepshow (1982), donde dio rienda suelta a su pasión por la mitología pulp, la tercera entrega sobre muertos vivientes, El día de los muertos (Day of the Dead, 1985), un sombrío y radical filme que supuso un auténtico fiasco en taquilla, y Atracción diabólica (Monkey Shines, 1988), un filme de culto acerca de los demonios de la creación de necesaria revisión. Desde entonces, la carrera de Romero se movió en los márgenes del cine de encargo y el direct to video hasta que la actual fiebre por los filmes de zombis le facilitó la financiación de un nuevo capítulo de su ya mítica serie de living deads: La tierra de los muertos vivientes (Land of the Dead, 2005).
La mayor parte de especialistas que se han aproximado a la obra de Romero siempre lo han hecho a partir del estudio de dos grandes motivos: el contenido sociopolítico de sus filmes (en especial los de muertos vivientes) y la innovadora y tensa relación que sus películas mantienen con el género de terror, corriente a la que sin duda pertenecen pero con la que mantienen una más que discrepante correspondencia, alejada de las modas coyunturales y ajena a la evolución que el género ha experimentado en los últimos años. Entre estos dos enfoques, yo personalmente me decanto por el segundo ya que considero que la destrucción y reformulación de las convenciones genéricas es, con mucho, lo más atractivo del universo romeriano. Además, dentro de su personal redefinición del cine de terror está incluida su existencialista visión del ser humano, postura que le empuja continuamente a reflejar la decadencia de todas las estructuras sociales como la familia (La noche de los muertos vivientes o Martin), la sociedad de consumo (Zombi), el ejército (El día de los muertos) o la ciencia (Atracción diabólica), por citar algunas de las más relevantes. Así, en el siguiente estudio sobre la importancia de la obra de Romero analizaremos brevemente el lugar que ocupa en la evolución del género de horror moderno, el contenido subpolítico de sus filmes y la descripción de su estilo visual y su particular puesta en escena.
La destrucción y reformulación de las convenciones genéricas es, con mucho, lo más atractivo del universo romeriano. Además, dentro de su personal redefinición del cine de terror está incluida su existencialista visión del ser humano, postura que le empuja continuamente a reflejar la decadencia de todas las estructuras sociales como la familia (La noche de los muertos vivientes o Martin), la sociedad de consumo (Zombi), el ejército (El día de los muertos) o la ciencia (Atracción diabólica), por citar algunas de las más relevantes.
En 1968, año en el que se estrenó La noche de los muertos vivientes, las pantallas de medio mundo comenzaban a mostrar una definitiva inflexión del cine de terror: el género definitivamente abandonaba los exotismos metafóricos propios de otros tiempos y abrazaba la modernidad plena mediante la adopción de una actitud más naturalista, un incuestionable espíritu crítico y una especial delectación por descubrir los desequilibrios de la mente humana (ya sean éstos motores de lo terrorífico como síntomas producidos de la cercanía de lo ominoso). Así, obras como Repulsión (Repulsion, 1965), La semilla del diablo (Rosemary's Baby, 1968), ambas de Roman Polanski, El estrangulador de Boston (The Boston Strangler, 1968), de Richard Flesicher o El héroe anda suelto (Targets, 1968), de Peter Bogdanovich, continuaron las enseñanzas de Hitchcock (Psicosis) y Powell (El fotógrafo del pánico) para reflejar las profundidades de la mente humana y la destrucción de la mayor parte de valores de la sociedad contemporánea.
Pero el filme más radical del período y el único que revolucionó el género desde el interior de la serie B más marginal y underground, fue La noche de los muertos vivientes: una espléndida obra maestra que revolucionó los métodos de producción del género e impuso un nuevo look visual, que sería imitadísimo desde entonces, basado en el abandono de las formas manieristas y la adopción de un paroxístico tono de crudeza, el uso de un revolucionario tratamiento de la violencia fílmica (materializada en el registro gore) y el mantenimiento de una dramaturgia seca y áspera que no se limitaba a exponer la mera sucesión de actos violentos (como en un filme de Herschell Gordon Lewis) sino que partía de adultos enfoques críticos que permitían el uso del cine de terror como un vehículo de denuncia social y como un siniestro catálogo de los tabúes más enraizados de la cultura occidental: la destrucción de la familia, el canibalismo, la despersonalización y la contemplación directa de la muerte.
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La noche de los muertos vivientes |
De esta manera, la naturaleza innovadora del debut de Romero marcó la evolución posterior del género pero, por desgracia, también supuso su marginación. Me explico. Si en la década de 1970 la mayor parte de filmes de horror guardan más de un paralelismo con la ópera prima de Romero (El exorcista, La matanza de Texas, La última casa a la izquierda, etc.), la irrupción del slasher y el definitivo giro adolescente que el género experimentó en la década de 1980, desvió progresivamente el interés de la industria por la obra de Romero quien, debido a su condición de autor poco dado a incorporar las variaciones del gusto mayoritario, siempre se mantuvo fiel a su forma de entender el cine: epatante, morosa y existencialista, adjetivos que aún se pueden emplear en su última obra, la atractiva aunque irregular, La tierra de los muertos vivientes.
Comprometido hasta la médula con las posibilidades políticas y subversivas del género de horror, se podría definir el cine de Romero (cómo ya se ha hecho más de una vez) como un arte de lo siniestro en el que se ha filtrado la problemática de la realidad para otorgarle una nueva dimensión a la fantasía. A pesar de ser un criterio acertado, en mi opinión el modus operandi de Romero radica en la inversión de los elementos de esta comparación: el director estadounidense se ha dedicado a lo largo de su carrera a utilizar la ficción terrorífica (con sus múltiples convenciones) como herramienta para analizar los conflictos del mundo que nos rodea y no la inversa. Así, el cine de terror se acaba convirtiendo en un espejo deformante donde se asoman los vicios de nuestra sociedad y sus múltiples síndromes (alienación, consumismo, intolerancia y desigualdad). En unas recientes declaraciones (1), Romero insistía en esta visión del genero de horror como símbolo de las lagunas del ser humano: “Creo que el horror siempre ha sido una metáfora. Probablemente, las primeras historias que los hombres se contaban alrededor del fuego, mientras trataban de entender lo que era el fuego, eran historias de horror. Nadie sabía de donde venían los seres humanos, qué eran las estrellas, y esas historias servían para buscar explicaciones sobre la realidad. Creo que de alguna manera los zombis resultan atractivos precisamente por eso. En mi forma de ver las cosas, éstas son historias sobre la revolución y sobre la incapacidad de la gente que no tiene el poder de saber encontrar soluciones a sus problemas, pero que sigue fiel a sus viejos valores, y de eso tratan mis películas”. En resumen, con declaraciones tan contundentes como éstas, quedan perfectamente justificados los análisis subpolíticos de sus obras.
Comprometido hasta la médula con las posibilidades políticas y subversivas del género de horror, se podría definir el cine de Romero (cómo ya se ha hecho más de una vez) como un arte de lo siniestro en el que se ha filtrado la problemática de la realidad para otorgarle una nueva dimensión a la fantasía.
Pero, al margen de Romero, existe también otro cineasta contemporáneo adscrito al fantástico cuya visión trasciende el género ya que, al igual que el maestro neoyorquino, lo convierte en un vehículo para reflejar los miedos de las sociedades contemporáneas. Hablamos, claro está, de David Cronenberg, cuya obra siempre ha versado sobre las nuevas relaciones que el ser humano establece con la tecnología y el desarrollo, y cómo esa relación conlleva una nueva moral o por lo menos obliga a poner en entredicho la ética tradicional. Algo parecido ocurre con Romero pero con una gran diferencia: el distinto enfoque de sus miradas. Si en Cronenberg encontramos la visión propia de un entomólogo (por su frialdad, la minuciosidad de su enfoque y su existencialismo atroz), en Romero estaríamos más cerca de la mirada de un antropólogo ya que sus parábolas sobre la decadencia del modo de vida occidental se proyectan siempre hacia fuera y no se limitan a explorar sólo la transformación del individuo sino que realizan tensos ensayos sobre la metamorfosis de toda una sociedad (y sobre todo cómo ésta afecta al modo de sentir de la masa). Así, su obra siempre irá de la mano de la política y la doctrina sociológica y, en cambio, la de Cronenberg escapará de los enfoques excesivamente sociopolíticos. Esta visión política de su cine fue apoyada por el mismo Romero, en la entrevista antes citada, de la siguiente manera: “Creo que el cine de terror siempre tiene que tener una moraleja. No puede dejar de ser una parábola. El terror trata siempre de romper el equilibrio de los poderosos. (…) Estoy muy frustrado por lo que pasó en la década de los sesenta, porque en aquellos tiempos pensábamos que íbamos a cambiar el mundo y no lo logramos. Para bien de mi carrera las cosas no han cambiado y la gente sigue comportándose estúpidamente, y eso siempre va a servir como inspiración para contar buenas historias de terror” (2). De esta forma, Romero acaba por unir la inspiración que le arrastra a volver al terror con la actitud crítica propia de una analista del mundo circundante.
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El día de los muertos |
Otro de los lugares comunes en cualquier análisis acerca del creador de Zombi radica en su particular diseño de la puesta en escena o, mejor dicho, en su ausencia. Ya desde los tiempos de La noche de los muertos vivientes se definió el estilo de Romero como feísta, atropellado, carente de inventiva y falsamente documental. No contentos con esto, muchos exegetas de su obra han relativizado algunos de sus hallazgos artísticos (como el particular uso del blanco y negro, el expresivo formato fotográfico o el tono de acentuado naturalismo) relacionándolos con necesidades estrictamente financieras. Aunque es cierto que la ópera prima de Romero contiene más de un elemento de puesta en escena que se debió a hechos forzosos (el rodaje se realizó en blanco y negro sólo porque resultaba más barato y el particular y sombrío grano del filme fue provocado al hinchar la película a 16mm), lo cierto es que este filme ya atesora algunas de las constantes visuales del cine de su autor: el uso de la profundidad de campo con intención dramática, las angulaciones extremas, los encuadres angostos, el ritmo moroso, la importancia de la banda sonora o los guiños postmodernos a los clásicos. No voy a negar que Romero está muy lejos de ser un verdadero creador de formas cinematográficas (como Carpenter o De Palma) pero eso no implica que su cine no muestre una intención formal determinada y que, como todo autodidacta, fue puliéndola a lo largo de su carrera.
Continuando con la cuestión de estilo, habría que reflexionar qué es lo que consideramos estilo y brillantez en la puesta en escena y qué criterios utilizamos para valorarlos. En mi opinión, la adecuación del estilo debe estar íntimamente ligada al contenido del discurso del autor y el acierto en el uso del lenguaje cinematográfico debe ser valorado según los modos visuales por los cuales se estructura el discurso narrativo. Por tanto, el estilo no es tanto la ilustración elocuente y fascinadora del relato, sino el vehículo por el cual el autor debe expresar su visión personal. Así, una acertada puesta en escena no debe valorase en términos de feísmo o fotogenia sino en términos dramáticos. De esta manera, la puesta en escena de Romero (seca, sesgada, poco refinada y para nada elegante) casa a la perfección con la intención narrativa de su obra: la descripción de un mundo en descomposición, idea que podemos encontrar en la siguiente cita del especialista Carlos Losilla en la que resume el cine de Romero como “una escenificación del caos social y metafísico que a su vez utiliza los mecanismos de puesta en escena para poner en evidencia su propia estrategia. (…) Romero utiliza el encuadre para crear angustia (…) a través del descentramiento absoluto, la capacidad para generar extrañeza, desestabilización, incomodidad tanto del raccord como de la fotografía, características que en principio pueden explicarse a causa del bajísimo presupuesto del filme, pero que finalmente alcanzan su razón de ser a través de su habilísima superposición a sus propuestas ideológicas” (3). Compromiso político y ascetismo estético son, finalmente, los dos elementos de una dicotomía que resume a la perfección el universo de Romero, un autor que puede que se haya quedado al margen de los gustos contemporáneos de los aficionados al género de terror pero que siempre permanecerá como uno de sus representantes más complejos y perspicaces.