publicado el 6 de octubre de 2005
Lluís Rueda | A tenor de la brillante carrera como músico de Rob Zombie (tanto en su faceta de vocalista de White Zombie como en solitario), no ha de extrañarnos que este estadounidense chiflado por todo aquello que se mueve en los márgenes de lo contracultural haya decidido ponerse tras las cámaras. Si uno analiza los cómics y los ‘collages’ cinematográficos que nutren los libretos de cd´s como ‘Astro Creep 2000’ o ‘The Sinister Urge’, si analiza las letras de sus canciones, o echa un vistazo a las puestas en escena de sus espectaculares conciertos (con barrocos decorados inspirados en la serie B cinematográfica, en la imaginería de Giger, en el ‘bondage’ o el psicotrónico mundo del circo), uno se da cuenta de que este hijo bastardo de Alice Cooper ha confeccionado una ópera prima a contracorriente y arrebatadora que no hace más que prolongar su discurso estético.
La casa de los 1.000 cadáveres es una de las más refrescantes sorpresas en el panorama actual del cine de terror, y parte de ello lo debe a la amplia cinefagia de Rob Zombie, un cerebro que puede fundir una serie de animación como Los autos locos (Wacky races, 1968) y una película de la factoría Troma, justificando la coartada estética mediante un razonamiento aplastante. El resultado de su primera película de terror es directamente proporcional al trabajo de depuración estética que este artista ha realizado durante años.
Su proceso de creación no dista mucho de un Tim Burton, la diferencia es que donde uno recrea el esbozo de un expresionismo algo lisérgico, el otro recrea la textura de una película pornográfica de los años setenta musicándola con un riff estruendoso. La poética de uno dista de la operística del otro, pero ambas comparten un gusto remarcable por lo siniestro y por el barroco: Si lo miramos fríamente tanto Burton como Zombie adoran los filmes de terror de la Hammer, la ciencia ficción de los años cincuenta, el cine de mostruos de la Universal, el cine de animación o el mundo del cómic por no citar una larga lista de coincidencias. Lo que les diferencia es un proceso de maduración artística que en el caso de Rob Zombie ha derivado hacia la serie Z, el gore y el splatter de un modo natural; su mundo es feísta y desacomplejado, y su empatía por el monstruo es alegre, festiva y para nada sentimental.
Rob Zombie ya se había acercado al cine componiendo temas para filmes como Daredevil, Matrix, Misión imposible II, Escape fron L.A., El Cuervo o el remake de Psicosis, pero también se había curtido tras la cámara como realizador de videoclips para su grupo o para amigos como Ozzy Osbourne. Esa faceta de director de videoclips no va en detrimento de su postulado cinematográfico, bien al contrario su labor ha suplido a la de un cortometrajista al uso y le ha servido de tubo de ensayo para su recetario iconográfico.
Su mundo es feísta y desacomplejado, y su empatía por el monstruo es alegre, festiva y para nada sentimental
Lo primero que nos llama la atención tras la declaración de intenciones tarantiniana del prólogo de La casa de los 1.000 cadáveres es la aparición de sus protagonistas-víctimas. Si bien el cine de terror americano nos tenía acostumbrados a guapos muchachotes descerebrados y a rubias animadoras metidos en una pesadilla, Rob Zombie se carga el tópico y nos regala unos protagonistas de estética archie que bien podrían protagonizar la serie de dibujos animados Scooby-Doo. En este nuevo cliché los chicos son auténticos freaks y ellas malcaradas novias celosas. La historia sucede la noche de Halloween de 1977; los chicos van a parar a una gasolinera con un museo de los horrores propiedad del Capitán Spaulding (un payaso inquietante). Allí oyen hablar por primera vez del Doctor Muerte, un Mad Doctor que atemorizó la región con sus experimentos según la leyenda. Al salir de la gasolinera el coche de los chicos sufre un pinchazo y una escultural rubia (Sheri Moon) les ofrece cobijo en su casa. A partir de ese momento da comienzo una sádica pesadilla, un auténtico vodevil de la insania. El entorno familiar de la rubia Baby Firefly deviene una feria de freaks claramente inspirada en el peculiar clan de La matanza de Texas (The Texas Chainsaw Massacre, 1974). El mítico filme de Tobe Hooper es junto a su posterior La casa de los horrores (The Funhouse, 1981) la piedra angular sobre la que Rob Zombie construye su filme. Entre los miembros de esta familia de psicópatas brilla especialmente la actriz Karen Black (Mamá Firefly), la expresividad de su mirada recuerda por momentos a la de una Bette Davis desquiciada y su personaje parece inspirado claramente en la brujeril y desquiciada mamá de Corazón Salvaje (Wild at heart, 1990) de David Lynch.
Si bien el cine de terror americano nos tenía acostumbrados a guapos muchachotes descerebrados y a rubias animadoras metidos en una pesadilla, Rob Zombie se carga el tópico y nos regala unos protagonistas de estética archie que bien podrían protagonizar la serie de dibujos animados Scooby-Doo
Pero dejando a un lado estas fuentes de inspiración que se podría ampliar a nombres como los de Sam Raimi, Wes Craven o George A. Romero es justo señalar que el filme de Rob Zombie maneja sus planteamientos metalingüisticos muy acertadamente (a diferencia de otros filmes autoreferenciales de los años noventa: el caso de Scream y sus secuelas ). El tono paródico del filme de Zombie siempre va unido a un elemento provocador basado en la desvergüenza y en la transgresión.
Ni estamos ante una cinta cien por cien gore, ni estamos ante un ejercicio de terror especialmente salvaje. La casa de los 1.000 cadáveres no tiene la intención de ser una película al estilo de la visceral Mal Gusto (Bad Taste, 1987) de Peter Jackson ni tampoco al de la espeluznante Haute Tension (2003) de Alexandre Aja; sus pretensiones, a pesar de haber corrido ríos de tinta que opinan lo contrario, son mucho más sutiles. El realizador disfruta con su puesta en escena barroca y saturada, con el manejo de las texturas (el 16 mm, el negativo, o la imagen catódica), o con la integración de la pieza musical en la escena, como en la estupenda secuencia en que Baby Firefly tortura a un chico con un tema de los Ramones sonando de fondo (a eso se le llama hacer del terror una fiesta privada).
Zombie experimenta en cada plano, comete errores de principiante, pero siempre arriesga y de ese riesgo surgen momentos de auténtico genio: como la hipnótica secuencia de un asesinato a sangre fría filmado desde las alturas en una toma fija, en que Zombie elimina el sonido y mantiene el suspense de la ejecución durante casi un minuto. A veces, el riesgo y la valentía hacen de este monumento a la subversión un filme más denso de lo que aparenta, pero en cualquier caso se me antoja precipitado juzgar la intencionalidad del realizador, porque donde hay genio también hay arbitrariedad y saber que tanto por ciento hay de cada es una tarea demasiado subjetiva.
Lo cierto es que el sino de este filme está precisamente en su voluntaria artificiosidad, y dónde uno puede ver acertado desparpajo y honesto revival otro puede observar todo lo contrario. Ambos puntos de vista son argumentables y no necesariamente contradictorios. La irregularidad de La casa de Los 1.000 cadáveres es manifiesta, pero a pesar de su ritmo atropellado y de sus excesos narrativos hemos de celebrar la insolencia de un filme que guiña el ojo a un tipo de espectador a menudo ninguneado, y lo hace desde la complicidad de un Rob Zombie que se sabe freak y lo grita a los cuatro vientos.
Zombie experimenta en cada plano, comete errores de principiante, pero siempre arriesga y de ese riesgo surgen momentos de auténtico genio: como la hipnótica secuencia de un asesinato a sangre fría filmado desde las alturas en una toma fija, en que Zombie elimina el sonido y mantiene el suspense de la ejecución durante casi un minuto
Entrar en esta auténtica casa del terror, supone como mínimo dejar ciertos prejuicios como espectador e intentar dejarse llevar por el sentido acumulativo del discurso. El filme de Zombie tiene el encanto de un viejo parque de atracciones, donde todo es posible y su febril recorrido (bien por sus barracones, por sus callejuelas desiertas o por sus túneles de cartón piedra), está filmado desde un punto de vista anómalo que nos instala directamente en la pesadilla. Y esa es la intención, que estos muchachos ataviados de liebres con los que no hace falta identificarse salgan lo peor parados; la lectura es simple, el realizador nos hace tan irresistibles a los asesinos del filme que uno no puede más que celebrar sus funestas cuitas.
La intención de Zombie es evidente, su vuelta de tuerca al splatter setentero, su mirada evocadora al cine de los Roger Corman o William Castle, es un retrato en toda regla de esa América profunda y apocalíptica cuyo fanatismo ha sufrido en carne propia (recordemos que White Zombie tuvo que suspender una gira por EE.UU. a causa de las amenazas de atentado de grupos ultrarreligiosos); Zombie ha convertido a Ed Gein en un joven palomitero que podría escuchar a Hakwind o a Black Sabbath, y su retrato sureño, tapizado de maizales, nos recrea la matanza acaecida en Texas desde la óptica vodevilesca de un auténtico esteta del satanismo.
Por todo ello, no puedo mas que invitarles a entrar en esta auténtica casa del terror de la mano del psicotrónico payaso Capitán Spoulding. En sus siniestros corredores no faltarán seres deformes, zombies, científicos chiflados, espantapájaros, caníbales, satanistas e imitadores de medio pelo. Pasen un buen rato de la mano de Rob Zombie y adéntrense en este auténtico film malade.