publicado el 8 de noviembre de 2010
El panorama de cine internacional, y en especial el norteamericano, vive con cierta ansiedad la necesidad de plantear un sustrato de crítica socio-política en buena parte de sus thrillers, películas de acción e incluso en las puramente fantásticas. Dentro de esa corriente existen determinados filmes que plantean la creación de otros universos para incidir en la decadencia del que ya conocemos, un utópico espacio en que protagonistas de un mundo banal se erigen en falsos héroes o iconos que penetraran con sus acciones virtuales u oníricas en ciertos estratos de la realidad (véase Matrix (The Matrix, 1999) de Andy Wachowskiy Larry Wachowski u Origen (Inception, 2010) de Crhistopher Nolan). Aunque no lo crean, la reflexión sobre las utopías se sitúa de nuevo como tema recurrente para los guionistas mediante una fórmula, el metalenguaje, que como poco prestigia medianías cinematográficas y apacigua la bilis de cierto sector de la crítica. La entronización de universos virtuales que se desarrollan con alardes técnicos apabullantes a la manera de Avatar (2010) de James Cameron o el fenómeno del nacimiento de las comunidades virtuales, véase La red social (The Social Network, 2010) de David Fincher, participan de esa necesidad de plantear un Mundo Feliz con las herramientas del cinematógrafo (y su presencia viral en los medios), o bien de señalar la tendencia de la ciudadanía a aislarse de los problemas mundanos e idear iconos modernos, sea como un cliché de triunfo social (el caso de la citada película de David Fincher) o como una reformulación de nuestros códigos morales mediante la construcción de sofisticadas Lifestyle Communities (una idea muy ballardiana por cierto).
Lluís Rueda |
Quedarnos con estos ejemplos dispares podría resultar reduccionista pero, créanme, podríamos sumar tantos filmes de esas características (y cierto hálito conspiranoide) en los últimos años que se diría que estamos en plena Guerra Fría o inmersos en una crisis de identidad que nos coloca directamente en ciertos tramos oscuros de las décadas de 1970 (con la sombra de Nixon acechando) e incluso 1980 (al amparo de los soliloquios grises de Margaret Tatcher y Ronald Reagan). No nos extenderemos en este punto ni recurriremos al comodín 11-S para medir la mengua de nuestra confianza como civilización, pero sí pondremos sobre la mesa algún código de identidad heredado directamente del cine norteamericano de, cabe repetirlo, muy especialmente la década de 1970.
Mientras que hace un par o tres de décadas la incursión en un mundo nuevo se basaba esencialmente en el viaje iniciático hacia una auténtica pesadilla, véase El Planeta de los Simios (Planet of the Apes, 1968) de Frankling J. Schaffner. Almas de metal (Westworld, 1973) de Michael Crichton o Capricornio Uno (Capricorn One, 1978) de Peter Hyams (ejemplos para no incursionar en el tema de las invasiones extraterrestres e incidir en la paranoia colectiva), este planteamiento a derivado, cada vez más, hacia un viaje destinado al fracaso, a la desidia, a la frustración, a la puesta en tela de juicio de los ideales, de la modernidad y el progreso.
Estamos, cada vez más, recuperando aquellas historias que plantean la amenaza como algo absolutamente humano, ordinario, pero sin abandonar en su tratamiento los mecanismos del fantástico. El cine, en ese sentido, se fija en las sinergias que nuestra condición humana ha interiorizado: el aprendizaje cultural y nuestra predisposición de animal pseudo-sofisticado para captar y reaccionar ante el peligro. En casi toda tragedia hay la aspiración a un mundo mejor que generalmente queda desbaratado por el egoísmo, la envidia o la soberbia.
En esa idea de la gesta permanente de universos paralelos y una Arcadia a medida (siempre con espíritu de confrontación con lo real), podemos observar con cierta perplejidad un retorno a la idealización de cierto primitivismo y de la reformulación drástica de nuestro lugar en la urbe (este fenómeno ha estado instalado durante más de dos décadas una ciudad en perpetua crisis como Tokio -termómetro del futuro crítico inmediato-). Les explico todo esto porque considero que es imprescindible para entender la rica e inteligente película dirigida por el canadiense Alexandre Franchi: The Wild Hunt (2010); un falso filme de aventuras vikingas, un falso filme sobre los juegos de rol; a la sazón, un filme definitivo sobre la familia, sobre nuestro encaje en el mundo y el origen de nuestros pecados. Una ópera trágica, leve y doméstica, que sirve para explicar el dislate global de nuestra sociedad. En The Wild Hunt se explora la idea del hombre moderno que se aísla de la insoportable realidad (la mediocridad, la cotidianidad) y traza nuevos caminos a partir de su realojamiento en una fantasía controlada, en este caso, más física que virtual.
En el filme, Erik Magnusson (Ricky Mabe), un joven de estrato social medio-bajo, decide seguir a su novia Evelyn tras dejar atrás a un padre alcohólico que, día tras día, evoca el pasado glorioso de sus ancestros islandeses. Erik buscará a Evelyn (Tiio Horn) en un extraño campamento de juego de rol donde hordas de jóvenes se entregan a unos falsos ideales medievalistas que les aíslan de sus problemas mundanos. Ya en el campamento de rol, Erik, deberá aceptar el mecanismo de la ficción para poder acercarse a la 'princesa vikinga' Evlynia (Evelyn), secuestrada por el brujo chamán Murtagh y sus peligrosos acólitos. Sorprende en el mecanismo del filme, preñado de planos hedonistas y contemplativos, como el tránsito de Erik por ese falso argumento (una incursión iniciática endeble y falsa, preñada de grandes gestas y el legendario proceder víking) deberá afrontar una lucha interior en la que tendrá gran protagonismo su propio hermano Bjorn Magnusson (Mark A, Krupa), un tipo totalmente desquiciado que abandonó la familia para vivir como un rey nórdico el resto de sus días -impagables resultan sus enérgicas peroratas-extractos de las sagas islandesas [1] que utiliza en sus alienados razonamientos).
El filme, que muerde con irreverencia gracias a su crítica ácida y sardónica, puede refrendarse en propuestas cinematográficas pretéritas gracias a su capacidad para aglutinar tendencias, a priori antagonistas, como el Cine Social, los filmes de Capa y Espada, la Comedia con aromas a Bertol Brecht, la fantasía medieval, el terror, y todo ello sin que su línea estética se resienta. The Wid Hunt se concede de manera caprichosa -casi hedonista- una poética fotografía, deliciosa, que contrasta con una creciente atmósfera decadente, sombría en detalles: como queda de manifiesto en la espléndida secuencia en que el hechicero Murtagh se deshace de su documento de identidad en una hoguera (intensa metáfora de renuncia) y decide poner en marcha una venganza que trasciende las reglas del juego y del juicio.
Esta saga, cabe matizarlo, más allá de precipitar inmediatamente como una obra teatral, elegíaca, asistida de batallas, persecuciones o violaciones, da comienzo en un triste apartamento de Toronto y acaba... en un triste apartamento de Toronto. Toda su fuerza moral y toda su ampulosa recreación viene a darse de bruces con la realidad y deja a las claras que reinventar el mundo o modificarlo no está en nuestras manos, somos seres trágicos, torpes e inmediatos, contaminados por los hábitos y las estructuras de una sociedad que forma parte de nuestro significante. Pero The Wild Hunt, comienza como una oda a la desidia y finaliza como un tragedia majestuosa, dignificadora; es antesala de la locura humana, morada de un politeísmo que justifica la condición del hombre como guerrero y animal -ese es un extremo bien reflejado desde sus exquisitos títulos de crédito preñados de cánticos que evocan a dioses paganos, valkirias hermosas, sagas apasionantes-. Y es que el filme debe entenderse como un experimento casual y calculadamente anárquico, una pieza que carece de las pretensiones de un 'estudio sociológico' (a la manera de un 'Gran Hermano' catódico) y que, a su vez, rehuye radicalmente de la condición de panfleto artie. Para entender esa singularidad cabe reparar en su condición meta-genérica. Por ejemplo, The Wild Hunt puede interpretarse en su primera hora de metraje como una espléndida comedia por la que transitan personajes tan divertidos como Miguel 'the Mexican' Viking, Oliver the Referee o esa odalisca gay -descacharrante- que marca las reglas de 'la partida'. Pero no se lleven a engaños, la cinta de Franchi muta hacia su tramo final a película de
horror, una siniestra película que en su afán plástico incluso podría remitir a ciertas obras de un pesadillesco Fellini (cabe citar Roma (1972) yToby Dammit (1968) o a un febril Terry Gillian (Tideland (2005)). Todo ello, convendremos, con una sofisticada capacidad para integrar esa bicefália genérica en un conjunto fresco y equilibrado en el que se expone la renuncia a lo civilizado y una exhaltación de lo salvaje y animal muy estimulante.
Pero esta historia de iniciación, trazada a modo coral y especialmente centrada en los personajes de esa desestructurada familia que son los Magnusson, este cuento malsano, tiene una princesa: su nombre es Evelyn... Una princesa que sirve de una manera visceral a Alexandre Franchi para dibujar un exquisito retrato de la mujer liberada, indie y fatal... una muchacha que siente latir su pulsión sexual en el fatalismo, la brega de un secuestro y en el placer de sentirse objeto. Una lectura interesante que parece un directo a la mandíbula a ciertas sensibilidades y que, en todo caso, queda justificada previamente como un juego erótico controlado (en los tiempos que corren cabe matizarlo). Evelyn se debate entre la virilidad del hechicero Murtagh y el amor sincero por Erik, pero en ese trasunto se muta en ninfa arrogante, en caprichosa hembra que cataliza su hastío en un rol de celoso volcán sensual. Este objeto bello que es Evelyn no esconde mucho más de lo que muestra en su doble rol: es quizá el pesonaje más simple y auténtico, a todos los niveles, del filme. Evelyn es una exaltación idealizada, el McGuffin que arrastra a sus aduladores hacia una tragedia que se gesta en la medida en que los personajes sacrifican definitivamente su pasado para entregarse a sus ficciticios roles, de modo irreversible.
Pero The Wild Hunt no es únicamente la enésima tragedia shakesperiana que nos regala el celuloide, es casi un ensayo de cine fractal, una iniciación al caos controlado en el ocaso de un campamento mutado a tablero sin reglas. Franchi recoge con su cámara el documento de una farsa que nos sirve para elaborar una ambiciosa aventura cinematográfica de corte introspectivo y a la vez para interrogarnos sobre las tinieblas del alma humana. La manera de anteponer en el filme los dos mundos (el real y el evocado), primero el bosque oscuro y las cuitas de hombres valientes y acto seguido el desamparo de un Toronto fantasmal de ruptura y reproches, resulta magistral. Muchos de los que tuvimos la oportunidad de ver esta pieza de orfebrería en la gran pantalla pensamos que asistiríamos a una moderna película de vikingos. La duda era si la saga estaría contada a a la manera de Valhalla Rissing (2009) de Nicolas Winding Refn o de When the Raven Flyes (1986) de Hrafn Gunnlaugsson . Pues bien, esta saga, plenamente viking, está relatada a la manera de 'La Tempestad' de Sheakespeare, y si hemos de buscar en ella un referente inmediato en lo cinematográfico bien haríamos en recuperar un filme imprescindible, en su día vilipendiado injustamente, como 'El Bosque' de M. Nigth Shyamalan.
The Wild Hunt es claramente heredera en su posicionamiento argumental de El Bosque (The Village, 2004), la excepcional película de un realizador tan visionario e imprescindible como, en ocasiones, obcecado. La ópera prima del canadiense Alexandre Franchi es una reformulación de esta idea de paranoia colectiva que apunta el filme de Shyamalan. Si El Bosque sitúa esa ruptura con la sociedad en la década de 1970, The Wild Hunt se va al presente, pero de igual manera -y trazando ese paralelismo entre décadas de acentuada decadencia- busca un discurso preciosista y delicado a través del anhelo por un viejo mundo perdido, al margen de lo civilizado, en que los roles se reinventan y las pasiones afloran entre cánticos, cortejos, batallas y triviales odiseas. Todo es falso e intenso en el cine del metalengüaje, el único que, intuyo, nos interesa actualmente. Hoy hemos aprendido a emocionarnos con un neumático asesino (Rubber (2010) de Quentin Dupieux) y reírnos a carcajada limpia con el fin del mundo (2012 (2009) de Roland Emmerich). Asistimos a una relativización de la épica, a una falsa contraposición del bien y el mal que en The Wild Hunt, como en El bosque, queda reflejado en una comunidad aislada a voluntad y en busca de la esencia de viejos ideales. En pleno siglo XXI nos hemos convertido en espectadores descreídos y un tanto arrogantes, en lobos que cada vez piden algo más brillante pero siempre ponen en tela de juicio el mecanismo, y es que todo espectador espera un milagro, un embrujo a la medida de sus necesidades y en ese sentido filmes como El Bosque o The Wild Hunt suponen propuestas incómodamente operísticas y radicalmente deconstruidas. La sinergia, pues, estriba en que el desencanto del público se vea reflejado en la propuesta, pero este pueda reconocerse con la misma naturalidad en un loco, en un psicópata, en un labriego, en un animal, en una idea o en el mismísimo Luke Skywalker si fuese el caso.
Como apuntara en su día Juan Carlos Matilla en su excelente estudio de la película El Bosque 'El infierno son los demás' “(...) Las auténticas tinieblas se encuentran en la mezquinad humana, en la incapacidad del hombre para enfrentarse a sus propios miedos, lo que le aboca a la mentira y a la manipulación'. Una vez más el cine se sirve del mecanismo, de la argucia, para que el metalenguaje sea un campo excepcional desde el cual construir una narración de cariz transversal y, a su vez, plenamente clásica. En películas como Origen, en series como Losts o un filme independiente como The Wild Hunt los arquetipos y los símbolos encajan en el mecanismo cinematográfico de modo brillante y, más que abrir un camino discusivo alternativo, ayudan a recuperar cierta mitología dándole un encaje plenamente post-moderno. Esto tan simple y razonable parece que a mucha gente le produce urticaria, pero bien, el conservadurismo es una vía respetable que este humilde cronista raramente comparte en cuestiones cinematográficas.