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film malade

publicado el 24 de enero de 2011

Decadencia y corrupción

Pau Roig |


Pocas películas europeas de género han permanecido olvidadas tanto tiempo y tan injustamente como Il terzo occhio (El tercer ojo) primera y única incursión en el horror de un artesano más conocido por ser el autor del guión de La muchacha que sabía demasiado (La ragazza che sapeva troppo, Mario Bava, 1963) que por sus propias realizaciones, más de una veintena en cerca de treinta años de dedicación al cine. El filme de Mino Guerrini (1927-1990) constituye una de las más sangrantes visualizaciones de la decadencia de la nobleza rural italiana y daría pie a una de las más populares realizaciones de Aristide Massaccessi / Joe D’Amato, Demencia (Buio omega, 1979). Anticipa también elementos que harán furor años más tarde en el giallo, aunque se sitúa más cerca de las realizaciones góticas de Riccardo Freda y Antonio Margheriti que del propio Bava o Dario Argento.

Ecos poco o nada disimulados de la obra maestra de Alfred Hitchcock Psicosis (Psycho, 1960) puntúan una historia de decadencia, locura y muerte que transcurre en su práctica totalidad en una única localización –el antes esplendoroso castillo / caserón de una familia aristocrática venida a menos– y cuenta con sólo tres personajes protagonistas: el principal es Mino (inadecuado Franco Nero), un joven taxidermista dominado por su posesiva y oronda madre, la Condesa Alberti (Olga Solbelli), que no ve con buenos ojos su próxima boda con una mujer de la ciudad, Laura (Erika Blanc), a la que trata prácticamente como una prostituta arribista: “Daría cualquier cosa a quién me libere de la chica” llegará a exclamar en un momento determinado, y sus palabras no caerán en saco roto; obsesionada con la idea de casarse con Mino para heredar la fortuna de una familia que siempre la ha considerado su esclava, la criada del castillo, Marta (Gioia Pascal), provocará su muerte tras manipular los frenos de su coche. Mino, que había salido tras ella en su automóvil sospechando que alguna cosa extraña estaba ocurriendo, será testigo del accidente sin poder hacer nada para evitarlo e ignorando que prácticamente en el mismo momento, tras un forcejeo con Marta, descubierta in fraganti probándose el vestido de novia de la muchacha, su madre también ha fallecido al caer por las escaleras. Mino conocerá la noticia a su regreso (“Era como una madre para mí”, llora hipócritamente la criada delante del policía encargado de cubrir el suceso, considerado un accidente): la pérdida irreparable de las dos mujeres de su vida marcará el inicio de su descenso a los infiernos. “Nadie podrá entrar aquí nunca más” espetará a Marta mientras cierra con llave la habitación que utiliza como taller para sus trabajos, prefigurando los innombrables horrores que van a venir a continuación: Mino embalsamará el cuerpo de Laura para poder estar siempre con ella –un proceso elidido por Guerrini con tacto y un grato sentido del suspense pero mostrado años después por D’Amato en su más reprobable crudeza– y llevará hasta su alcoba a bailarinas y prostitutas para estrangularlas salvajemente en una terrorífica –y brillante– representación de su impotencia sexual. La bailarina Maria Margot (Marina Morgan) será su primera víctima: tras haber contemplado su actuación en un night club en una escena que recuerda, y mucho, el cine del primer y mejor Jesús Franco, la convencerá para que lo acompañe hasta el castillo: “¿No hay ninguna habitación alegre en esta casa?”, se preguntará inquieta la muchacha poco antes de morir mientras pasea por pasillos oscuros y habitaciones en penumbra repletas de flores secas. Marta descubrirá enseguida el cadáver embalsamado de Laura y tras las súplicas de su amo –“Es como si de repente tuviera un tercer ojo que sólo mira en una dirección”, exclamará el joven Alberti– lo ayudará a deshacerse de la bailarina introduciendo su cuerpo en la bañera ácido que Mino utiliza para sus trabajos. Tras el asesinato de otra prostituta, sin embargo, la criada amenazará con abandonarlo a no ser que se case con ella. En su desesperación, Mino accederá a su petición pero todo cambiará cuando la hermana de Laura, Daniela (también interpretada por Erika Blanc), haga acto de presencia en el castillo: el cuerpo aún no ha sido recuperado del fondo del lago al que las autoridades creen que fue a parar tras el accidente y no sin algunas dudas aceptará pasar unos días en el castillo.

La primera mitad de Il terzo occhio es magistral, de una intensidad y poder de fascinación que decae ligeramente en una suerte de epílogo / clímax final demasiado largo (cerca de veinte minutos) que transcurre lejos del castillo y del que, curiosamente, Joe D’Amato prescindiría en su aproximación a la historia. Durante la primera hora de metraje, una atmósfera mórbida domina progresivamente los ya de por sí asfixiantes, muertos interiores del castillo, realzados / magnificados por la inspirada puesta en escena de Guerrini, que prima con sutileza los primeros planos y los detalles aparentemente intrascendentes en lugar de la mostración directa de los actos y reacciones de los personajes. Los momentos decisivos y más importantes de la acción, sin ir más lejos, transcurren fuera de plano, caso del rescate del cadáver de Laura del coche accidentado por parte de Mino o de su boda con Marta. Al primar la atmósfera por encima de la acción el director romano consigue también planos de un valor metafórico no por evidente menos convincente, caso de la escena previa al accidente mortal de Laura que muestra a Mino arrancando las entrañas de un cuervo en su mesa de trabajo, o la lenta panorámica a través de los animales disecados que llenan una de las habitaciones hasta llegar a un plano medio de la criada limpiando un escalpelo con una inquietante expresión en su rostro. Si bien en la escena del primer asesinato se nos muestra el momento de la muerte y seguidamente el cadáver embalsamado de Laura reposando en la cama, el segundo estrangulamiento, de manera brillante, es elidido casi por completo: “¿Qué quieres hacer?” preguntará la pobre muchacha a Mino mientras empieza a desnudarse, “Lo que hace todo el mundo” responderá él. Guerrini corta entonces a un primer plano de la prostituta gritando, rompiendo las expectativas que los espectadores pudieran tener respecto al desarrollo de la acción. Los juegos de miradas y gestos de los distintos personajes, igual que el sarcasmo de los diálogos, están perfectamente trabajados desde la dirección, poniendo el énfasis más en aquello que queda implícito que explícito, sugiriendo más que mostrando. Así, el control que la Condesa Alberti tiene sobre su hijo (“Desde que su padre murió en un accidente de caza somos una sola persona”, llegará a decir), se muestra / explicita con la existencia de un agujero en la pared de su habitación a través del que puede controlar todos sus movimientos, incluso los más íntimos.

La exagerada interpretación de Franco Nero en un papel por encima de sus aptitudes interpretativas, más aún comparado con la delicada sensualidad de Erika Blanc y el visceral magnetismo que desprende la desconocida Gioia Pascal –se trata de su única interpretación cinematográfica conocida, aunque bien pudiera tratarse de un seudónimo–, resta intensidad y convicción a una propuesta que a partir de este momento avanzará por derroteros más convencionales y previsibles. Carcomida por el miedo y los celos y tras constatar que su esposo la vuelve a tratar como la miserable esclava que hasta entonces siempre habría sido, Marta tratará de asesinar a Daniela con un cuchillo de cocina pero finalmente será herida de muerte por Mino, que no podrá evitar que la invitada descubra el cadáver de su hermana, desmayándose (“Informaré a mi madre de tu insubordinación”, le había dicho a Marta segundos antes de afirmar que a la mañana siguiente se casaría con Daniela). Obsesionado con la idea de escapar, de huir para siempre de un pasado que en realidad es su sentencia de muerte y su tumba, el último de los Alberti secuestrará a la muchacha y emprenderá una huida desesperada en coche hacia el mar; Daniela conseguirá lanzar la documentación del automóvil por la ventanilla durante el rápido repostaje en una gasolinera y los dependientes, sospechando que el coche ha sido robado, se pondrán inmediatamente en contacto con las autoridades. Es el principio del fin: Marta conseguirá arrastrarse hasta el teléfono del castillo para responder la llamada de la policía y a la llegada de los agentes confesará su participación en los horrendos crímenes de su amo / esposo, mientras la pareja de fugitivos será rápidamente alcanzada en la playa por una patrulla. Tras haber intentado violarla –Guerrini muestra repetidas veces al personaje acercándose a la cámara en primerísimo primer plano hasta desenfocarse, subrayando su definitiva conversión en un monstruo–, Mino se defenderá acusando a Daniela de haber matado a su sirvienta y de haberlo secuestrado, pero el policía ya tiene la confesión de Marta y se limitará a seguirle la corriente con una frialdad imperturbable hasta encerrarlo en su coche. Cierra Il terzo occhio la imagen de Mino fumando un cigarro con la mirada perdida, definitivamente atrapado en los abismos negros de su mente, un plano hasta cierto punto similar al protagonizado por Anthony Perkins al final de Psicosis pero sin su intensidad ni poder evocador: su rostro descompuesto y derrotado pero a la vez sereno es un abismo sin fondo que mira (in)directamente a los espectadores.

    FICHA TÉCNICO-ARTÍSTICA:

    Italia, 1966. 98 minutos. B/N. Dirección: Mino Guerrini Producción: Luigi Carpentieri y Ermanno Donati, para Panda Guión: Mino Guerrini y Piero Regnoli Fotografía: Alessandro D’Eva Música: Francesco De Masi Diseño de producción: Mario Chiari Montaje: Ornella Micheli Intérpretes: Franco Nero (Mino), Gioia Pascal (Marta), Erika Blanc (Laura / Daniela), Olga Solbelli (La madre), Marina Morgan (La bailarina), Richard Hillock (El médico).


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