publicado el 31 de marzo de 2011
Lluís Rueda | En memoria de Michael Gouhg (Kuala Lumpur, Malasia, 23 de noviembre de 1916 – Los Angeles, 17 de marzo de 2011).
Recientemente, al hilo de un estudio sobre Night of the Eagle de Sidney Hyams reflexionábamos sobre la época dorada del Brit-Horror y nos hacíamos eco de una serie de películas rodadas en blanco y negro, de bajo presupuesto, y una inspiración estética muy en la línea de la obra fantastique de un director como Jacques Tourneur. Filmes como The city of the dead (1960) de John Llewellyn Moxey, Shadow of the cat (John Gilling, 1961), Un plan siniestro (Seance on a Wet Afternoon, 1964) de Bryan Forbes, El rapto de Bunny Lake (Bunny Lake is Missing, 1965) de Otto Preminguer o A merced del odio (The Nanny, 1965) de Seth Holt, eran ejemplos de cine criminal (con elemtos del fantástico) de calidad que, sin embargo, estaba en plena sintonía con la tradición del gótico victoriano, las gosth stories o los populares Penny Dreadfuls. Pero también nos pronunciábamos, a raíz de la eclosión del cine gótico y criminal, y señalábamos que al margen del aportación capital de productoras como Hammer Films o Amicus, aparecieron una serie de filmes de temática independiente que asimilaron postulados del cine desacomplejado de la productora a A. I. P. de Roger Corman. Quizá no tanto en la parcela artística como en la libertad creativa y argumental.
De estos filmes que retomaban una tradición gótica previamente puesta al día por Terence Fisher, no dudaron en ampliar su catálogo de 'mostruosidades' incorporando elementos del Noir, la Ciencia Ficción e incluso destellos de comedia negra heredados de obras de Alexander MacKendrick como El quinteto de la muerte (The Ladykillers, 1955). Con estos mimbres no era difícil toparse en aquella Gran Bretaña de postguerra con una película de vampiros con Mad Doctor, laboratorios clandestinos y un desenlace racional, caso de la espléndida Blood of the Vampire (1958, Henry Cass), una película desacomplejada que huye de cierto 'adocenamiento' clasicista deudor de la literatura gótica, unos esquemas que el omnipresente T. Fisher llevaría a sus últimas consecuencias estéticas. Respecto a Fisher cabe puntualizar que en sus últimas obras se observa claramente un incursión en ciertos postulados de vanguardia, especialmente en lo referente a la dirección de fotografía: véanse filmes como La novia del diablo (The Devil Rides Out,1968), El cerebro de Frankenstein (Frankenstein Must Be Destroyed, 1969) o Frankenstein y el Monstruo del Infierno (Frankenstein And The Monster From Hell,1973).
Pero dentro de ese cine criminal especiado de tetricismo y justo antes de adentrarnos en la década de 1960 apareció una pieza de la serie B británica muy estimable que trataremos en este artículo. Se trata de Horror en el museo negro (Horrors of the Black Museum, 1959), película protagonizada por el recientemente fallecido actor británico Michael Gough y dirigida por el entonces veterano director Arthur Crabtree.
Michael Gough tiene una extensa carrera como secundario de lujo en la que sobresalen títulos del fantástico como Dracula (Id.,1958) y El Fantasma de la Ópera (The phantom of the opera, 1962) de T. Fisher, Garras Asesinas (Black Zoo,1963) de Robert Gordon o La casa de terciopelo( The Corpse (Crucible of Horror),1971) de Viktors Ritolis. Para televisión apareció en diversos episodios de Los Vengadores y Dr. Who. En plena madurez alcanzaría cierta notoriedad encarnando a Alfred, el mayordomo de Bruce Wayne para los filmes de Batman dirigidos por Tim Burton y Joel Schumacher. En Horror en el museo negro, Gough, da vida al cínico y engreído Edmond Bancroft, un escritor de novelas de crimen y misterio que cree que su mente es capaz de anticiparse a la de Scootland Yard a la hora de resolver un homicidio. La perspicacia y altanería de Bancroft le impulsarán a investigar de forma compulsiva una oleada de crímenes que se suceden Londres. El filme de Arthur Crabtree da comienzo precisamente con una espléndida secuencia en que una joven recibe unos binoculares de regalo y al mirar a través de ellos un mecanismo activa dos punzones que le atraviesan los ojos y el cráneo. Crabtree deconstruye la secuencia en tres planos, la primera recoge el impulso de mirar a través del regalo, a continuación un plano de la joven tapándose el rostro con las manos ensangrentadas y un último en que vemos los binoculares trampa ensangrentados y el cuerpo de la joven en el suelo. Acto seguido el filme se centra en la figura del ambigüo Bancroft, un dandy de pronunciada cojera que alterna su pasión por la criminología con cierta vida disoluta de carácter byroniano. Como veremos, en este filme es de vital importancia la dualidad moral y en ciertos pasajes se llega a citar explícitamente al Dr. Jeckyll y a Mr. Hyde
En Horror en el museo negro se dan varias circunstancias interesantes, la más llamativa es un contraste nada disimulado entre la herencia del gótico victoriano, tradicionalmente desposeído de ironía, y un retrato cercano al swimming London que se centra especialmente en mujeres de vida disoluta, a la sazón víctimas del asesino del filme. Por ello, pertinentemente, Crabtree escoge una puesta de escena clásica que incluso se permite algunos travellings inquietantes, y , a la par, se esfuerza por retratar una sociedad puritana en proceso de cambio. Véase la escena en que la madurita June (Joan Berkley [1]) baila sola y completamente desinhibida en un sórdido pub en compañía de un jukebox. El cojo y antipático Brancroft, precisamente será el detonante de esa secuencia, tan descontextualizada, en la que la chica bebida se contonea ante los ojos de unos moscones. Unas horas antes Bancroft ha protagonizado una ruptura violenta con la joven, una 'mantenida' del escritor hastiada del maltrato psicológica a que el criminólogo la sometía.
Joan será la segunda víctima del asesino y su muerte será tanto o más rocambolesca que la de 'los binoculares mortales'. Al regresar a casa a altas horas y estirarse en la cama una gillotina portàtil le cercionará la cabeza. En su huida un corpulento y veloz asesino sembrará el pánico entre unos vecinos que le describirán como un demonio de ojos inyectados y rostro desfigurado. Mientras Scotland Yard y el Superintendente Graham (Geoffrey Keen [2]) investigan el suceso e intentan mantener la calma nos adentramos un poco màs en la particular personalidad de Bancroft y en su siniestro universo: un museo de las torturas y el crimen que ha construido con perseverancia y que gestiona con la ayuda del joven ayudante Rick (Graham Curnow).
Si bien el filme juega en su inicio con una endeble ambigüedad en la que se nos apunta a Bancroft como principal sospechosos de los crímenes, esa certeza que pudiésemos considerar como demasiado obvia o precipitada, acaba por instalarse y pronto despejamos las dudas sobre la identidad del asesino: el tándem Bancroft – Rick. Horror en el museo negro, no busca ofrecer al espectador la enésima versión de un cluedo con tintes ripperianos, el filme de Arthur Crabtree, por contra, persigue la descripción de un perfil criminológico y sus motivaciones. En ese sentido podemos decir sin tapujos que se adelantó en una concepción más compleja del relato criminal a la obra maestra de Michael Powell El fotógrafo del pánico (Peeping Tom, 1960) y que tomó en cuenta consideraciones de otros filmes británicos como Jack The Ripper (1958) de Robert S. Baker y Monty Berman, un nada desdeñable thriller que toma prestada la historia del asesino de Witechapel para dibujar aspectos muy sugestivos de la mente de un asesino que identificamos desde el inicio del filme.
Si bien la implicación obsesiva del criminólogo Bancroft en los casos de asesinato, sus constantes desafíos a Scotland Yard o superlativa intuición para resolver casos lo señalan como sospechoso es en una visita a una siniestra tienda de antigüedades cuando despejamos todas las dudas. Tan un intento de chantage por parte de la vieja que regenta el local, el criminólogo pierde los nervios y la asesina con unas tenazas de coger hielo (véase que el filme intenta sorprender al espectador con toda suerte de crímenes alternativos). En lo tocante a la compleja personalidad de Bancroft, excelsamente condensada en la mirada cínica de Michael Gough, resulta muy estimulante como el filme va desgranando sus motivaciones y su paranoia a través de su relación con algunos personajes. Caso paradójico resulta el de su médico de cabecera que se presenta en el museo negro para ofrecer ayuda psicológica a Edmon Bancroft y acaba disuelto en un bidón de ácidos hasta quedar reducido a un esqueleto, sin duda es esta una una de las secuencias más bizarras y excesivas de un filme que se desmarca definitivamente de su adn de terror clásico para acabar convirtiéndose en un circense espectáculo con Mad Doctor.
Pero acaso la parcela más sugestiva la hallamos en su relación con su joven cómplice Rick, al que administra sin piedad una potente solución que le convierte en un monstruo agresivo y así convertirlo en brazo ejecutor de sus planes macabros. Cuando en joven comienza a mantener una relación con una muchacha, su instructor le obliga a eliminarla en un tramo final que, en mi opinión, se halla entre lo más destacado del filme.
En una inquietante y gélida secuencia en una atracción del amor de una feria, Rick, tras besar a su prometida la acuchilla y al verse atrapado acaba trepando por la estructura de una noria ante la mirada incrédula del gentío. Scotland Yard acude al lugar acompañada por Edmond Bancroft que aterrorizado grita que disparen contra el sujeto, que maten al asesino. Si bien el filme en ocasiones resulta algo predecible y no conjuga tan bien como debiera sus tramas posee algunos elementos que lo convierten en muy interesante... Por un lado el gran partido que su director saca a un diseño de producción muy humilde y, por otro, el acierto de haber confiado a Michael Gough el papel principal. Un difícil reto que solventa con una media alta y un abanico de matices al abasto de muy pocos actores de su generación. Bancroft encarna la gelidez de Jack el Destripador y la lucha interior de un Hyde adicto al crimen, pero es también un chacal perseverante y un auténtico engreído a la manera de aquel Conde Zaroff cazador de hombres. Pero, además, estamos ante un asesino que actúan en los margenes de una sociedad abocada a la modernidad y su único modo de encajar en un renglón de la historia es convertirse en el azote de una moralidad colectiva que, como ser endiosado, desprecia y relativiza. Bancroft es un maestro criminal aferrado a una tradición británica alimentada de crimen, guerra, desprecio e incluso esoterismo de salón.
Pese a las irregularidades del guión de Horman Cohen y Abel Kandel, Cabtree perfila su filme con una poderosa paleta de colores y una realización pertinentemente sobria. El realizador, parecía tener en mente las texturas de la magnífica Los crímenes del museo de cera (House of Wax, André de Toth, 1953), un filme con el que comparte cierto ideario alucinado y desde luego un escenario, el museo, que en el caso del filme de Cabtree también incorpora inquietantes muñecos de cera. En aquel mítico filme de André de Toth, cabe recordarlo, se apostó de manera casi pionera por ofrecer al público la novedosa combinación de terror y 3-D y en esta producción británica de Samuel Z Arkoff, Herman Cohen y Jack Greenwood también se ideo una nueva treta publicitaria para atraer al público: la Hipnovisión, más o menos un truco a la manera de William Castle. Antes de los créditos del filme se añadían las imágenes de un hipnotizador que sugestionaba a la platea para vivir una experiencia sensorial diferente durante la proyección del filme.
Con el tiempo Horror en el museo negro se ha convertido un filme reivindicado desde algunas tribunas del fandom no tanto por su guión predecible y excesivamente lineal como por su irreverente misoginia, su caldo pulp y, desde luego, la imponente presencia de Michael Gough, acaso el psicópata perfecto.
Sobre la carrera como director de Cabtree, bastante dilatada hasta este su último filme, podemos destacar alguna pieza estimable como la aventuresca Caravan (1946), filme a mayor gloria de un joven Stewart Granger y la singular pieza de ciencia ficción El monstruo sin rostro (Fiend Without a Face, 1958), una deliciosa peliculita serie B.
Ficha Técnica
Director: Arthur Crabtree / Productor: Samuel Z Arkoff, Herman Cohen y Jack Greenwood/ Guión: Aben Kandel y Herman Cohen / Fotografía: Desmond Dickinson / Música: Gerard Schurmann / Montaje: Geoffrey Muller / Intérpretes: Michael Gough, June Cunningham, Graham Curnow, Shirley Ann Field, Geoffrey Keen, Gerald Anderson, John Warwick, Beatrice Varley, Austin Trevor, Howard Greene. / Nacionalidad y año: Reino Unido 1959 / Duración y datos técnicos: 95 min. Color.