publicado el 12 de abril de 2011
Conocido sobretodo por ser el “inventor” del gore, Herschell Gordon Lewis (nacido en 1929) fue uno de los realizadores más rabiosamente independientes del cine estadounidense de las décadas de 1960 y 1970, desarrollando una prolífica carrera marcada tanto por su alta rentabilidad económica como por su impericia y desvergüenza. Blood feast (1963) y 2000 maníacos (2000 maniacs, 1964), sus primeras incursiones en el cine de “sangre e higadillos” pueden considerarse las dos principales piedras angulares de su filmografía: marcan sin tapujos el estilo digamos lúdico-sangriento-desaliñado que se erigirá en su marca de fábrica, pero han dejado en un segundo o tercer plano algunas de sus realizaciones más personales y / o curiosas, entre las que A taste of blood (1967) ocupa un lugar particular.
Pau Roig |
2000 maníacos no consiguió repetir el impresionante (e inesperado) éxito comercial de Blood feast, que con un coste ligeramente superior a los 24.000 dólares recaudó cuatro millones de dólares sólo en Estados Unidos; aún y así, Lewis y Friedman seguirían explotando el recién descubierto filón con Color me blood red (1965), título que marca el fin de su lucrativa colaboración pero que renuncia también al humor grueso y paródico de sus dos primeras incursiones en el horror sangriento: el gore “iba a aportar a la mirada cinematográfica una inédita impudicia a la hora de retratar la muerte, pero en este primer estadio del género, el tratamiento formal del asesinato violento no se iba a materializar partiendo de una óptica estrictamente realista”. La sucesión de atrocidades de Blood feast (la historia de un cocinero egipcio que pretende realizar un festín caníbal en honor a la diosa Ishtar) y 2000 maníacos –grosero remedo de Brigadoon (Id., Vincente Minnelli, 1954) en el que los habitantes de Pleasant Valley, ciudad del sur de Estados Unidos destruida en el año 1865 por el ejército del norte, (re)aparecen cada cien años para vengar su desaparición– es mostrada de manera grotesca: “el exceso está en la misma mirada, porque Lewis tampoco consideraba oportuno forzar en extremo las expectativas del público con escenas de insoportable violencia servidas con un realismo sin concesiones. El humor era un condimento necesario para hacer digerible un plato tan desmesurado” [1].
Inspirada en una producción anterior de Roger Corman –Un cubo de sangre (A bucket of blood, 1959–, Color me blood red relata el inexorable camino hacia la locura homicida de un artista de cierta reputación (Gordon Oas-Heim, oculto tras el seudónimo de Don Joseph) que utiliza sangre humana para pintar sus violentos cuadros, un argumento digamos “serio” abierto a múltiples lecturas y que podría haber supuesto un paso adelante en la filmografía del realizador; certifica, en cambio, el sentido primero y último de sus realizaciones: la falta exasperante de sutileza y la torpeza, más bien incompetencia, con la que está realizada confirman que Friedman y Lewis no tenían ningún interés en el cine como vehículo para expresar sus ideas o inquietudes, fueran del tipo que fueran, y que sólo buscaban el máximo rendimiento posible al mínimo coste… Una opción tan lícita como cualquier otra si no fuera por la inutilidad de la mayoría de diálogos, la intolerable irrelevancia de las escenas insertadas entre los diferentes asesinatos subvirtiendo las más elementales normas de continuidad, las horripilantes interpretaciones de repartos en su mayor parte no profesionales, el recurso a bandas sonoras de archivo y / o sin la menor relación con los hechos narrados (algunas veces compuestas por el propio Lewis bajo seudónimo) y la inexistencia insultante de un trabajo de ambientación o dirección artística.
A taste of blood comparte estos y otros elementos con las anteriores y las posteriores realizaciones del “padre del cine gore”; no puede ser de otra manera tratándose de una producción de 65.000 dólares rodada en muy pocos días y de cualquier manera con la habitual economía narrativa y productiva de Lewis [2]. La mayoría de escenas transcurren en un único plano general reencuadrado sobre la marcha (es sabido que, a la manera de Ed Wood, el realizador solía rodar una sola toma de cada plano y que prescindía de movimientos de cámara), el desarrollo de la acción depende en exceso de diálogos absurdos que rompen constantemente el ritmo, no puede hablarse de dirección de actores, los errores de iluminación y de continuidad se suceden sin parar… Pero, aún y así, el resultado es sorprendente. No tanto por su exagerada duración, impropia de un mercenario de los autocines y los cines de barrio capaz de casi cualquier cosa por ahorrar cinco minutos de metraje, como por su trama vampírica lejanamente inspirada en la novela 'Drácula' de Bram Stoker y, quizá por ello, mucho más trabajada de lo habitual; no sólo cuenta con diferentes localizaciones, incluso en exteriores, y con diversos personajes que pueden considerarse protagonistas: a diferencia de 2000 maníacos, esta vez la inmersión en el horror sobrenatural no parece fruto de un chiste malo ni ejerce de triste coartada para justificar una aberrante –y más o menos cómica– sucesión de muertes violentas. La sangre brilla prácticamente por su ausencia a lo largo de una trama exageradamente simple y hasta cierto punto previsible que tarda muchos, demasiados minutos en arrancar, el tiempo necesario para que John Stone (Bill Rogers), un hombre de negocios joven y saludable que ha recibido una caja con dos antiquísimas botellas de licor procedentes de un misterioso antepasado de Londres, empiece a mostrar un comportamiento extraño e inquietante: duerme de día y vive de noche, su carácter se vuelve irascible y se muestra cada vez más celoso de las continuas visitas que su mejor amigo, el Dr. Hank Tyson (William Kerwin), realiza a su desconsolada esposa Helene (Elizabeth Wilkinson). La mujer esta cada vez más convencida que su marido, hasta entonces dulce y afable, se está convirtiendo en un vampiro, unas sospechas que se verán confirmadas cuando, coincidiendo con su regreso de un misterioso viaje de tres semanas a Londres, una brutal serie de crímenes alteren por completo la vida de la ciudad: todas las víctimas eran descendientes de los verdugos del Conde Drácula y han aparecido sin una sola gota de sangre en el cuerpo.
Durante la primera hora los acontecimientos son mostrados en su práctica totalidad con la irritante forma de planos generales que parece que no van a terminar nunca, sin abandonar la sala de estar de la casa del matrimonio Stone; allí asistiremos a la progresiva conversión de John en un monstruo, primero más psicológico que físico, y desde su mismo sofá Hank convencerá a Helene de la necesidad de ponerse en contacto con un eminente profesor de la Universidad de Hamburgo, el Dr. Howard Helsing (Otto Schlessinger), experto en vampirismo que ya está colaborando con las autoridades. Con la aparición de esta suerte de descendiente del cazavampiros Abraham Van Helsing imaginado por Stoker la trama gana en interés y dinamismo, a la vez que (de)muestra un interés del todo inaudito en la obra de Lewis por crear una atmosfera de inquietud que choca de manera frontal con sus características y cartoonescas concesiones al horror físico. El realizador recurre a imágenes de archivo para mostrar una ciudad de Londres oscura y neblinosa, e incluso se permite una breve pero destacada intervención interpretando a uno de los marineros del barco que debe llevar a John Stone de regreso a Estados Unidos, y con él una misteriosa caja de madera demasiado parecida a un ataúd que ya no hace presagiar nada bueno. Seguramente debido a la falta de presupuesto y de recursos, el guión del desconocido Donald Stanford (se trata del único crédito de su filmografía, por lo que bien pudiera tratarse de un seudónimo) prácticamente no explica nada acerca de los misteriosos negocios que han llevado al personaje hasta Europa, una elipsis resuelta de manera brillante –aunque puede que también casual o involuntaria– con la inclusión de vagas referencias a la apertura de una antigua cripta familiar en la abadía de Carfax en una conversación entre Hank y Helene. No es ésta la única alusión a la novela de Bram Stoker antes citada: los dos primeros asesinatos cometidos por John Stone en Londres son escrupulosamente elididos y en su lugar Lewis inserta un breve primer plano de los titulares de dos periódicos que relatan la misteriosa muerte de Philip Harker y del Dr. Wayne Seward, nombres inspirados en sendos personajes de 'Drácula'. Para que no quede ninguna duda acerca de la verdadera y monstruosa identidad del asesino, el tercer “ataque” del vampiro se muestra en toda su crudeza: el tercer descendiente de los asesinos del Conde (Ted Schell) morirá con el corazón atravesado por un palo de billar partido por la mitad y convertido en una mortífera estaca.
Capaz durante la mayor parte del tiempo de mantener su apariencia humana sin despertar sospechas, es en los momentos previos a los ataques sobre sus desprevenidas víctimas que John Stone se convierte en un verdadero monstruo de aspecto no muy diferente al de un zombie: tez blanca, profundas ojos rojizos y ojeras negras, piel reseca y medio putrefacta, mirada enloquecida… Gracias a un vistoso anillo que perteneció al propio Conde Drácula será capaz incluso de hipnotizar a su esposa –“Me amarás siempre, más allá de la muerte”, serán sus palabras– con el objetivo de convertirla en su compañera eterna; igual que ocurre con el grueso de la filmografía de Lewis (pero extensible a la mayor parte del horror estadounidense de factura independiente de la época), el personaje femenino / los personajes femeninos no tienen ningún otro peso en el desarrollo de la acción que no sea la insinuación o mostración de sus curvas, siendo utilizados por lo general como modelos de vestidos y conjuntos de ropa más o menos recatados según el caso. Los malévolos planes del vampiro serán truncados por la intervención de Hank y del profesor Helsing, ayudados por un improbable detective de la policía (Lawrence Tobin): tras seguir el rastro del ataúd que John había traído de Londres, los tres valerosos héroes descubrirán su escondite en la casa abandonada de una urbanización apartada; en una de las mejores escenas nunca filmadas por Lewis (y que por desgracia no tendría ningún tipo de continuidad en su obra posterior), pondrán fin a su no-vida clavándole una estaca en el corazón antes de que Helene haya completado el proceso que debía convertirla en una criatura de la noche.
FICHA TÉCNICO-ARTÍSTICA:
EUA, 1967. 118 minutos. Color. Dirección y producción: Herschell Gordon Lewis, para Creative Film Enterprises Guión: Donald Stanford Fotografía: Andy Romanoff Música: Larry Wellington Montaje: Richard Brinkman Intérpretes: Bill Rogers (John Stone), Elizabeth Wilkinson (Helene Stone), William Kerwin (Dr. Hank Tyson), Lawrence Tobin (Detective Crane), Ted Schell (Lord Gold), Otto Schlessinger (Dr. Howard Helsing), Eleanor Vaill (Hester Avery), Gail Janis (Vivian).