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film malade

publicado el 9 de septiembre de 2011

Marcada por la oscuridad

Conocido sobretodo por su última película, Los diablos de la oscuridad (Devils of darkness, 1965), incursión un tanto ridícula en el horror vampírico, el realizador británico Lance Comfort (1908-1966) nunca gozó del prestigio de algunos de sus colegas de generación y su filmografía –más de una cuarentena de títulos, incluyendo episodios de diversas series de televisión– ha permanecido prácticamente invisible hasta nuestros días. Daughter of darkness constituye, de hecho, un ejemplo paradigmático de “película invisible”, un título de culto en determinados sectores especializados pero desconocido ya no por el gran público si no por la mayoría de aficionados. Su (difícil) visión en la actualidad justifica e incluso supera las expectativas en ella depositadas: su aplastante belleza visual y sobretodo su valentía y radical idiosincrasia –aún más en el contexto del poco estudiado cine británico de las décadas de 1930 y 1940– invitan urgentemente a su recuperación.

Pau Roig | Pocas películas británicas de estos años han llegado con normalidad hasta nosotros si exceptuamos las primeras producciones de Alfred Hitchcock (antes de dar el salto a Hollywood) o las deliciosas comedias de la pequeña compañía Ealing, responsable a la vez de una obra fundamental del horror cinematográfico, el filme de episodios Al morir la noche (Dead of night, Alberto Cavalcanti, Charles Crichton, Basil Dearden y Robert Hamer, 1945). Los títulos más (re)conocidos de esta época, o sobre los que más se ha escrito, tan mediocres como El resucitado (The ghoul, T. Hayes Hunter, 1933) o The mystery of the Marie Celeste (Denison Clift, 1936), mantienen unas relaciones más que problemáticas con el género terrorífico. Lo mismo ocurre con los grandguiñolecos melodramas criminales-patológicos protagonizados por Tod Slaughter (otra figura a recuperar), algo más interesantes, tanto los dirigidos por George King –The demon barber of Fleet Street (1935) y The face at the window (1939) son los más conocidos, aunque ninguno de los dos se estrenó en España– como The greed of William Hart (Oswald Mitchell, 1948), curiosa pero aburrida recreación de la historia de los ladrones de tumbas Burke y Hare escrita por el realizador John Gilling. El hecho de que incluso la citada Ealing cuente en su filmografía con un estupendo (melo)drama sobrenatural del que nadie parece acordarse, The halfway house (Basil Dearden, 1944), da perfecta cuenta de las dificultades de aproximación a un período irrepetible de cinematografía británica, bastante más interesante y fructífero de lo que a menudo se ha dicho y caldo de cultivo, además, de los futuros logros compañías especializadas en el terror como Hammer Film, Amicus o Tygon. También Daughter of darkness mantiene unas relaciones digamos oblicuas respecto al género, llegando a situarse incluso por encima de él: su aparentemente frágil pero terriblemente contundente mixtura de drama rural, film noir y (melo)drama gótico de ambiguos ecos judeocristianos, aderezada por un desconcertante pero inequívoco hálito sobrenatural y maliciosas notas de horror psicopatológico, no parece tener parangón en el cine de esos años, como no tendría tampoco ninguna continuidad en el cine posterior, aunque anticipa aspectos de producciones como La mala semilla (The bad seed, Mervyn LeRoy, 1956) –la existencia de un Mal a la vez tangible y etéreo– o El carnaval de las almas (Carnival of souls, Herk Harvey, 1962) –la visión fantasmagórica, enigmática, de un mundo / medio rural en apariencia alegre y puro–. La crudeza de su argumento, de hecho, constituye ya toda una declaración de intenciones y motivaría su prohibición en Finlandia.

Daughter of darkness narra la historia de un chica huérfana, Emily Beaudine (Siobhan McKenna); rechazada por los habitantes de la pequeña aldea irlandesa en la que vive, se gana la vida como criada de un afable sacerdote (Liam Redmond) que pronto se verá obligado a desembarazarse de ella por las presiones de sus feligresas, que ven en ella algo extraño, no necesariamente diabólico pero sí maléfico (“No queremos chicas peculiares en nuestra comunidad”, dirá una de ellas en tono amenazador). Pese a sus intentos para pasar desapercibida, a su amabilidad, a sus esfuerzos continuados de adaptación, Emily no pertenece a esa comunidad ni a ninguna otra, su lugar parece estar fuera del Mundo, en una especie de limbo de negra fatalidad. Bien apoyado en el férreo guión del escritor y dramaturgo Max Catto –adaptado de su obra 'They walk alone' (1939)–, el director Lance Comfort ilustra de forma magistral y en menos de cinco minutos ya no la soledad sino la oscuridad que rodea a la protagonista, evidente por ejemplo en la sobrecogedora escena en la que de noche, sola, toca una extraña e inquietante pieza musical en el órgano de la iglesia; el sacerdote se acerca sigilosamente a ella por su espalda y le aparta con tacto pero con decisión las manos del teclado: “No, Emy, no este tipo de música. Sabes que no me gusta”. El personaje despierta desde el principio una indescriptible extrañeza en el resto de los personajes (los hombres se sienten irremisiblemente atraídos hacia ella, las mujeres se apartan de su camino cuando la encuentran en la calle) pero también en los espectadores: Siobhan McKenna es realmente “La hija de las Tinieblas” a la que hace referencia el título; al borde del histrionismo pero sin llegar a caer nunca en él, la actriz consigue tan sólo con miradas vagas y gestos en apariencia intrascendentes transmitir la irresoluble dualidad en la que vive atrapada, el Mal, así en mayúsculas, que anida y crece en su interior pese a su apariencia angelical, el trastorno, más espiritual que psicológico, que amenaza con poseerla. Como si fuera una femme fatale sin ser consciente de ello, o sin poder remediarlo aún pretendiendo hacer el Bien, Emily atrae irremisiblemente al sexo contrario hacia la perdición pero no por su exuberante belleza o sus malas artes, sino por la irresistible tensión sexual que emana incluso del menor movimiento de sus labios o de su cara: su marcada sexualidad, a la vez enfermiza y reprimida, desatada y prohibida, es el verdadero motor de una trama que en ningún momento juega la baza de la morbosidad porque no tiene ninguna necesidad de hacerlo. Los momentos más potencialmente escabrosos y violentos son elididos por Comfort mediante una vigorosa pero delicada utilización de las elipsis, como en el intento de violación de la muchacha por parte de un fornido boxeador que participa en una feria ambulante, Dan (Maxwell Reed): el director corta un plano medio en el que contemplamos a los dos personajes tumbados en la paja de un corral a un violento barrido por las atracciones de la feria, acompañado de un molesto chirrido que deja pasa rápidamente a una música inequívocamente alegre y festiva. Emily aparece de repente corriendo entre la multitud con cara de pánico, por lo que parece evidente que ha sido violada o como mínimo forzada por el boxeador. Nada más lejos de la realidad, como veremos más adelante.

Abundan a lo largo de la película este tipo de “trampas” narrativas, en el buen sentido del término, destinadas a jugar y engañar a los espectadores, obligándoles además a imaginar lo sucedido: Catto y Comfort buscan la identificación del público con la desdichada protagonista y no nos dejan contemplar prácticamente nunca el resultado, siempre funesto, de sus actos. Al mismo tiempo, introducen en el desarrollo de la acción pequeños detalles y oscuras incertidumbres que invitan a desconfiar de la naturaleza a priori inocente de sus intenciones. Emily es frágil, inocente, cándida, amable e ingenua pero al mismo tiempo agresiva, mentirosa, manipuladora y perversa, aunque no necesariamente sea consciente de ello; sin embargo, la gente que la rodea –sobretodo los personajes adultos de cierta enjundia– tampoco salen muy bien parados en su rol, incómodo, de defensores de la moral imperante, de un orden social rígido e inamovible que se siente amenazado y parece dispuesto a cualquier cosa para defenderse… Los acontecimientos se precipitarán cuando, muy poco tiempo después de la supuesta agresión sexual, el sacerdote le consiga trabajo en la granja que la familia Stanforth tiene en Gran Bretaña: Emy escapa así de Irlanda y de un pasado negro hacia un futuro que no tiene. Realiza las tareas que le son encomendadas con entrega y devoción, se muestra atenta y cariñosa, no busca problemas de ninguna clase pero aún así pronto despertará el recelo y las sospechas de la poderosa matriarca de la familia, Beth Stanforth (Anne Crawford), sobretodo después de la misteriosa desaparición de uno de los artistas de una feria instalada en un pueblo cercano. Sólo los espectadores han sido testigos del reencuentro de Emily con Dan y han podido contemplar el escalofriante resultado del intento de violación del boxeador, una larga y profunda cicatriz en el lado derecho de su rostro. Sediento de venganza, Dan conseguirá acorralar a la muchacha en un almacén sumido en una tensa penumbra, acercándose lentamente hacia ella con expresión amenazante, momento en el que Comfort corta el plano, otra vez, utilizando ahora de acompañamiento el escalofriante grito de terror de Emy… ¿Qué ha pasado? Las peores sospechas del público se harán realidad poco después cuando, de regreso a la granja, la familia Stanforth recogerá con su coche a Emily en una oscura carretera. Mientras tanto, el perro del boxeador, que ya había mostrado una actitud inusualmente agresiva hacia la chica, aúlla desconsolado al lado de su caravana, ya vacía para siempre... Desde hace ya algunas noches, además, alguien toca violentas piezas musicales en la penumbra del órgano de la Iglesia del pueblo y los niños de la zona afirman haber visto una negra figura misteriosa que se pasea en las tinieblas del cementerio colindante… Una atmósfera tenebrosa inunda lenta pero inexorablemente los soleados y brillantes exteriores de la campiña británica, como si el Mal se cerniera sobre ella y sus afables habitantes; a medida que va avanzando la trama, la extraordinaria fotografía en blanco y negro de Stanley Pavey (a)parece más y más contrastada, llegando a cotas que bien pueden considerarse expresionistas: toda la película se estructura a partir de un violento choque de luces y sombras que nunca parece forzado o gratuito, mostrándose en toda su fuerza expresiva en los recurrentes primeros planos y planos medios de Emy, descontextualizados prácticamente de las escenas de las que forman parte pero a la vez necesarios para otorgarles su sentido último y definitivo.

Es el principio del fin: poco después del episodio de la feria, la misteriosa desaparición de un marinero muy conocido en la zona y el posterior incendio del establo de la granja –escena de una belleza arrebatadora, con la cámara elevándose montada en una grúa hacia un gran plano general mientras el techo del edificio se derrumba– convencerán a Beth de la maldad de Emily: el cuerpo del marinero ha aparecido misteriosamente entre los restos del fuego, mientras el perro del boxeador pasea su profunda tristeza por los terrenos de la granja, despertando cada noche a sus habitantes con sus lamentos. “Estás podrida”, le espetará Beth a la muchacha en un momento de máxima tensión, resuelto por Comfort mediante una modélica utilización del plano / contraplano (picado para Emy, que siempre aparece fotografiada por debajo del eje de la cámara, contrapicado para Beth para resaltar su superioridad). Aparentemente derrotada, Emily accederá a abandonar la granja, pero presa ya definitivamente de la Oscuridad de la que siempre había pretendido escapar improvisará entonces su terrible venganza: una inquietante sonrisa cruza su rostro mientras se levanta lentamente de la cama de su habitación cogiendo su muñeco de peluche, símbolo por excelencia de la inocencia, acercándose sigilosamente a la puerta; tras bajar lentamente las escaleras de acceso a la sala de estar –un plano terrible por su belleza y brutalidad, reproducido junto a estas líneas– seducirá sin problemas al hermano adolescente de Beth, Larry (Grant Tyler), besándolo al mismo tiempo que deja caer el peluche al suelo; remata la escena un fundido a negro de diáfano y terrible valor simbólico que anticipa el clímax final, de impresionante atmósfera gótica y no por casualidad ambientado en la iglesia del pueblo. Allí se ha refugiado Emily intentando en vano exorcizar sus demonios, y allí la encontrará Beth, que reprimirá su furia para dejar que sea el perro del boxeador el que ejerza de “enviado celestial” y ponga fin a su miserable existencia. Filmado en un contrapicado tan contrastado que le otorga una apariencia netamente demoníaca, el animal se abalanzará violentamente sobre Emy, momento elidido con un delicado movimiento de cámara hacia las vidrieras principales del templo. No se trata, pese a las apariencias, de un final redentor o moralista, más bien al contrario: marcada por la noche sin haberlo deseado y sin haber hecho nada para merecerlo, víctima de la más sangrante intolerancia, Emy representa como ningún otro personaje femenino de la época los deseos inconscientes más atávicos y ocultos de la humanidad, los peligros de una sociedad librada por completo a los instintos primarios y, por ello mismo, no tiene lugar en ella: su mera existencia, despojada incluso de cualquier connotación religiosa o moralizante, supondría su aniquilación.

    FICHA TÉCNICO-ARTÍSTICA

    Gran Bretaña, 1948. 92 minutos. B/N. Director: Lance Comfort Producción: Victor Hanbury, para Alliance Productions / Victor Hanbury Productions Guión: Max Catto, basado en su obra teatral They walk alone Fotografía: Stanley Pavey Música: Clifton Parker Dirección artística: Andrew Mazzei Montaje: Lito Carruthers Intérpretes: Siobhan McKenna (Emily Beaudine), Anne Crawford (Bess Stanforth), Maxwell Reed (Dan), George Thorpe (Sr. Tallent), Barry Morse (Robert Stanforth), Liam Redmond (Padre Cocoran), Cyril Smith (Joe), Honor Blackman (Julie Tallent).


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