publicado el 13 de enero de 2012
José G. Cruz, creador de historietas mejicano, fue el padre de la serie `'Santo, el emascarado de plata' un folletín que tuvo su primera traslación al cómic en 1948 y que también se popularizó como fotonovela. El éxito del personaje, inevitablemente, tendría una rápida traslación a la gran pantalla, protagonizando más de cincuenta películas a lo largo de casi treinta años de enorme popularidad y aceptación en Méjico, pero también en países europeos e incluso Estados Unidos, donde algunas cintas de la saga como Santo en el Museo de Cera (Samson in the Wax Museum, 1963) fueron dobladas al inglés y estrenadas por mediación de K. Gordon Murray.
Lluís Rueda |
Pero antes de la interesante Santo en el museo de cera, el luchador de la máscara sería el máximo protagonista de un filme de horror y aventuras tan estimulante como Santo contra las Mujeres Vampiro (1962), Alfonso Corona Blake). En el filme de Corona Blake el enmascarado de plata era el alter-ego del luchador Rodolfo Guzmán que encarnaba al héroe por séptima vez en la gran pantalla. En la década de 1950, el luchador y actor Fernando Osés convenció a Guzamán para trabajar en el cine mientras mientras simultaneaba su carrera profesional como luchador. Precisamente Osés y Enrique Zambrano fueron los guionistas de las dos primeras películas de el Santo, Santo contra el Cerebro del Mal y Santo contra los Hombres Infernales, ambas estrenadas en 1961, realizadas por Joselito Rodríguez y rodadas en la Cuba pre-revolucionaria.
Santo contra las Mujeres Vampiro, pieza clásica de la serie B, es un filme que mantiene las constantes folletinescas de las cintas protoganizadas por El Santo, es decir, la concreción de un hilo argumental marcadamente pulp que insiste con trazo grueso en la confrontación entre la justicia y el mal, amén que significa la figura del deportista con uno o varios combates en un ring. Pero más allá de estas pautas que son la misma esencia de las más de cincuenta películas protagonizadas por el justiciero enmascarado, este filme que le enfrentaba a un grupo de vampiras ofrecía una sólida ambientación y algunos segmentos de delirio gótico magistrales. El filme, a diferencia de otros de la saga dedicada a el Santo sorprendía por su sencillez argumental y por gestionar con inteligencia el arrollador poder de sugestión de estas mujeres vampiro que lejos de enfrentarse con el enmascarado delegan en unos vampiros macho el honor de vérselas con el héroe (nadie hubiera tolerado verle abofetear a unas arpías del demonio por muy upiras que fueran).
Santo contra las Mujeres Vampiro es uno de los filmes de la saga mejor valorados y más gratos por su economía y factura, acaso junto a Santo contra los zombies (1962) y El Hacha Diabólica (1965, este último un filme mucho más psicotrónico que se desmarca de las pautas habituales construyendo una la trama en que el Santo protagoniza un salto temporal que le lleva de su propio entierro en épocas de la Mesoamérica colonial a enfrentarse siglos más tarde contra el fantasma de su archi-enemigo el Encapuchado Negro. Puestos a alejarse de la sobriedad goticista de El Santo contra las Mujeres Vampiro, más cercana en intenciones a la obra maestra del horror mexicano dirigida por Fernando Méndez, la espléndida El Vampiro (1957), hallamos otra pieza que logra captar nuestra atención por su efervescencia de texturas, ambición temática y carrousel de referencias, me refiero a Santo en el museo de Cera. El filme fue dirigido en 1963 por Alfonso Corona Blake (1919-1999), que además de la exitosa Santo contra las Mujeres Vampiro había alcanzado cierta fama con Cabaret Trágico (1958) y El pecado de una madre (1962), melodrama protagonizado por Liertad Lamarque y Dolores del Río.
Para la ocasión, Santo, debe enfrentarse al maquiavélico Dr. Karol (Claudio Brook) suerte de mad doctor obsesionado por la tortura, las mutaciones y las figuras de cera. Este antagonista singular, está claramente inspirado en el Dr. Moreau pero también nos recuerda, en ciertos instantes, al Hjalmar Poezig (Boris Karloff) de Satanás (The Black Cat, 1934) de Edgar G. Ullmer. El Dr. Karol, víctima de torturas en un campo de concentración alemán durante la Segunda Guerra Mundial es director de un inquietante museo de cera en cuyas entrañas se dedica a construir figuras a partir de seres vivos, un argumento en la línea del filme de André De Toht Los crímenes del museo de cera (House of Wax, 1953) y tantos otros posteriores, pero también a experimentar con seres mutados, personas animalizadas a la manera del clasico sci-fi 'La Isla del Dr. Moreau' de H. G. Wells ( véase que esta última fuente de inspiración procura que el filme sea especialmente singular). de H. G. Wells. Por si el cóctel de maldad no fuera suficiente y los referentes siniestros escasos, esta suerte de científico chiflado obsesionado por el dolor y la tortura secuestra a una joven (Norma Mora) para convertirla nada más y nada menos que en 'Mujer Pantera'. Ante tal borrachera de mala idea e imaginación cinéfaga podemos sumar que el propio Dr. Karoll contrata los servicios de Santo para que investigue la desaparición de la joven que el mismo ha secuestrado, convirtiendo una trama inverosímil en un ditirambo de absurda complejidad que parece ocultar algún giro inesperado, a la sazón inexistente. Claro está que por más revestimiento argumental que uno procure la mecánica de estos filmes ha de ser tan simple que un niño la interiorice inmediatamente, por ello para alguien que empatiza con el cine de terror, el atractivo de la propuesta debe darse en el tratamiento que el elemento fantástico u ominoso tiene dentro de una función básica en tres actos revestidos por algunos combates en el ring que refuerzan la determinación, la destreza y la técnica del héroe. Se entiende que contra rivales reales como Cavernario Galindo o Benny Galán Santo luce de una manera que no podría darse contra un matón, un hombre lobo, un vampiro o un mutante, fuerzas brutas a las que amedrantar a mamporros y viles empujones. Bajo ese prisma el filme ofrece ciertos elementos atractivos, concretamente concentrados en las escenas en que vemos al Dr,. Karol en su hábitat, un museo de cera que oculta diversos niveles (o dependencias) poblados de varios seres animalizados (pseudo-licántropos) que viven confinados en celdas.
Más allá de estas catacumbas se encuentra el laboratorio-taller del mad doctor, un siniestro set que nos recuerda al del excelente horror filme ritánico La sangre del vampiro (Blood of the vampire, 1958) de Henry Cass y en el que el Dr Karol investiga fórmulas de dolor y agonía en cuerpos humanos para vengarse de las aberraciones sufridas en los campos de concentración, una patalogía de manual que incomprensiblemente le convierte en un altivo orador de sus propios fantasmas interiores, de tal modo que las justificaciones de su proceder suenan tan impostadas como reiterativas. Si piensan ustedes en el Bela Lugosi de el serial The Phamtom Creeps (1939) de Ford Beebe y Saul A. Goodkind para la productora Universal podrán imaginar la simpleza del villano, su histrionismo y su simplicidad, pero dicho esto cabe puntualizar que la presencia de Claudio Brook es harto sugestiva, quizá a causa de su porte elegante que en ocasiones nos recuerda al de un sofisticado John Carradine. Por lo demas, la cinta, que ajusta su acción a varias batahelas intrascendentes contra unos macarras contratados por Karol, luce en su más vitriólica expresión en un tramo final que aúna La isla de las almas perdidas (Island of Lost Souls, 1932) de Erle C. Kenton y la tradicón de los mash monsters norteamericanos en un set dónde las figuras de ceras son monstruos míticos del terror que un día fueron humanos y donde las criaturas creadas por el Dr. Karol avanzan para acabar con el Santo. Como no podía ser de otra manera, en un giro final del guión más que previsible estas criaturas acaban por revelarse contra su creador y, por supuesto, con su vida. Los zafios -en la extensión plástica y cinematográfica- instantes en que esos seres animanizados avanzan como lobotomizados o aquellos chispazos de violencia en los que el Santo les maltrata impunemente o les lanza a un cuenco de cera hirviendo resultan singularmente violentos, desagradables y gratuitos, y es que los filmes del Santo magnetizan, precisamente, por esas salidas de tono, por sus incongruencias y la endeblez de unos giros argumentales siempre parapetados en cierto aire de surealismo lisérgico. Santo en el museo de cera es una propuesta de media noche ideal para caramelizar neuronas y retozar en la penumbra de un blanco y negro en el que lo torticero se esquematiza de tal modo que acaba por tornarse irresistiblemente pop. Si al programa le añadimos Santo contra las Mujeres Vampiro, también de Alfonso Corona Blake, la sesión no puede ser más irresistible y juguetona. En todo caso, y partiendo de la idea de que todos llevamos algún filme del luchador mexicano dentro, reflexionen a partir de una mítica sentencia del archivillano Dr, Karol: 'Odio la bellleza, por eso creo monstruos' una sentencia que le va como anillo al dedo a una de las sagas más prolíficas y mal entendidas de la historia del cine fantástico.