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film malade

publicado el 18 de diciembre de 2005

Al otro lado del espejo

La tradición crítica respecto a la relación entre el cine y la narrativa de Clive Barker siempre ha tenido a "Hellraiser" como máximo exponente de dicho encuentro. Pero al margen de este sensacional clásico del terror contemporáneo, habría que destacar una modesta producción estadounidense de principios de la década de 1990, la morbosa y espléndida "Candyman. El dominio de la mente" ("Candyman", 1992), de Bernard Rose, una curiosa obra que con los años se ha convertido en una de las "horror movies" más estimables de la época.

Juan Carlos Matilla | Inspirada en el relato The Forgotten que Clive Barker incluyó en uno de los volúmenes de sus Libros de sangre, Candyman es un curioso título de terror que, al margen de algunos clichés que maneja, acaba siendo un atractivo híbrido entre horror cosmopolita, leyendas urbanas, recreación del mito de la Bella y la Bestia y ambientación surreal y onírica, una estimulante combinación de elementos que sitúan al filme muy por encima de la media de otros títulos de bajo presupuesto del período. Dirigido por el irregular cineasta Bernard Rose (Amor inmortal, Ana Karenina), el filme narra la siniestra investigación que lleva a cabo la estudiante de antropología Helen Lyle (una carnal Virgina Madsen) acerca de una tenebrosa leyenda urbana: el mito de Candyman, un sobrenatural asesino afroamericano, cuya leyenda se extiende por el marginal barrio de Cabrini de la ciudad de Chicago.

En mi opinión, Candyman es un filme tremendamente atractivo debido a un conjunto de factores esenciales: la reformulación que hace respecto al tema de las leyendas urbanas (un motivo que el género de terror contemporáneo ha tratado sólo de forma tangencial), su siniestro enfoque casi místico del mundo de las tinieblas (una perversión de cariz espiritual muy común en la obra de Clive Barker y de otros escritores anglosajones como Ramsey Campbell) y, por último, su inspirada puesta en escena con la que el director sabe insinuar de forma muy sutil la sórdida idea de que la realidad está profundamente conectada con lo oculto y las pulsiones íntimas del individuo (una idea cercana en parte a la noción de realidad “mixta” de Carl Gustav Jung), y que las estrechas conexiones entre ambos mundos sólo son perceptibles para personas extraordinariamente sensibles.

En mi opinión, Candyman es un filme tremendamente atractivo debido a un conjunto de factores esenciales: la reformulación que hace respecto al tema de las leyendas urbanas, su siniestro enfoque casi místico del mundo de las tinieblas y, por último, su inspirada puesta en escena.

El especialista estadounidense Jan Harold Brunvand, quien se ha dedicado a analizar y sistematizar el curioso mundo del folclore urbano, define a las leyendas urbanas como un grupo de fábulas contemporáneas marcadas por la apariencia de verosimilitud, la ausencia de lógica, los ambientes cotidianos, la transmisión directa entre familiares o personas conocidas (lo que favorece la recepción confiada y positiva del interlocutor), los giros macabros y la continua reformulación de ciertos leit motiv que se van repitiendo a los largo de los años (1). De hecho, Candyman (al igual que el cuento de Barker en el que se inspiró) adapta muchos de estos motivos prototípicos de las leyendas urbanas: el garfio como arma homicida (toda una institución en el género), los rituales esotéricos, los ambientes urbanos o la transmisión oral del relato. Pero el filme de Rose no se limita sólo a recoger parte del ideario de las leyendas urbanas sino que las enriquece al fusionarlas con el mito de la Bella y la Bestia, con la conflictividad de los barrios marginales, con los miedos de las sociedades urbanas y con una visión más dramática del fantastique que la que aparece habitualmente en este tipo de narraciones (demasiado grotesca y superficial en su mayoría). Candyman rechaza caer en los argumentos pirotécnicos y realiza un morboso cuento de hadas para adultos, caracterizado por un turbio erotismo, sus elevadas dosis de tremendismo y su sugerente visión de lo paranormal como una (atractiva) amenaza en la sombra.

Candyman rechaza caer en los argumentos pirotécnicos y realiza un morboso cuento de hadas para adultos, caracterizado por un turbio erotismo, sus elevadas dosis de tremendismo y su sugerente visión de lo paranormal como una (atractiva) amenaza en la sombra.

Para realizar este ominoso retrato de la perversión y lo demoníaco que permanecen agazapados bajo la aparente seguridad de la realidad, Bernard Rose supo extraer y potenciar mediante su puesta en escena uno de los aspectos más característicos de las novelas de Barker, el tratamiento litúrgico y casi piadoso de lo infernal (aspectos muy evidentes en narraciones como la ya citada Hellraiser o en parte de los cuentos de los Libros de sangre). De esta manera, el descenso a los abismos de Helen está narrado casi como si fuera un camino de perfección espiritual en lugar de un relato de horror prototípico. Esta dislocación de los motivos más sacros otorga a Candyman un halo de obra iniciática, dotada de un incómodo sentido oculto y de una tormentosa visión sobre la noción de trascendencia que aquí está íntimamente relacionada con las tinieblas. Así, Rose encadena una serie de detalles visuales y narrativos que insisten en este presunto misticismo: la persistente presencia de la música de inspiración religiosa de Philip Glass, la proliferación de flous y ralentís (que otorgan a ciertas secuencias una extraña vehemencia), la hipnótica interpretación de Virginia Madsen (quien, según admitió el mismo director, rodó gran parte de sus secuencias totalmente en trance) y la existencia de toda una liturgia de lo demoníaco repleta de ritos (las cinco palabras que se repiten ante el espejo), salmos (los repetitivos lemas escritos en las paredes del suburbio con el shakesperiano y algo fúnebre “Sweets to the Sweet” (2) a la cabeza) e iconos (como el fresco de Helen convertida en una mártir con el que se cierra el filme).

Vinculado a este aspecto acerca del misticismo se encuentra otro de los grandes hallazgos del filme: la escenificación que hace Rose de las conexiones existentes entre el ámbito de lo real (o lo que percibimos como realidad) y lo que permanece oculto bajo ella: los deseos ocultos, los sueños y pesadillas, y las pulsiones ponzoñosas y enajenadas, aspectos que en Candyman acaban conformando el ámbito de lo oculto. Para desarrollar esta idea de la conexión, Rose utiliza una ingente cantidad de símbolos que insinúan esta idea de comunicación entre dos mundos, de espacio de transición o de portal hacia lo desconocido: espejos, puertas, pasillos o siniestras oberturas en las paredes (en este aspecto, resulta memorable la primera visita de Helen al barrio de Cabrini, cuando la protagonista recorre un escenario repleto de todos estos elementos rodeada de una atmósfera espectral).

De todos estos motivos el más importante es sin duda el espejo, que en Candyman se convierte en la puerta de acceso hacia lo oculto. Lo cierto es que la tradición narrativa universal siempre ha otorgado un papel primordial (y algo demoníaco) al espejo (desde el espejo humeante del dios mesoamericano Tezcatlipoca hasta la Alicia de Lewis Carroll). Según el poeta y critico de arte Juan Eduardo Cirlot el espejo esta relacionado con la variabilidad temporal y existencial como muy bien señala en el siguiente párrafo: “Desde la Antigüedad el espejo es visto como un sentimiento ambivalente. Es una lámina que reproduce las imágenes y en cierta manera las contiene y las absorbe. (…) Sirve entonces para suscitar apariciones, devolviendo las imágenes que aceptara en el pasado o para anular distancias reflejando lo que un día estuvo frente a él y ahora se halla en la lejanía. (…) Es también símbolo de la multiplicidad del alma, de su movilidad y adaptación a los objetos que la visitan y retiene su interés. Aparece a veces como puerta por la cual el alma puede disociarse y “pasar” al otro lado” (3). Candyman es, pues, una nueva aproximación (bastante ortodoxa, eso sí) a la tradición poética y simbólica de este paradigmático símbolo.

Vinculado al misticismo se encuentra otro de los grandes hallazgos del filme: la escenificación que hace Rose de las conexiones existentes entre el ámbito de lo real (o lo que percibimos como realidad) y lo que permanece oculto bajo ella: los deseos ocultos, los sueños y pesadillas, y las pulsiones ponzoñosas y enajenadas.

Esta visión de la interconexión entre ambos mundos queda genialmente reflejada en el hábil tratamiento de los espacios y sobre todo de la profundidad de campo. Hay una bella secuencia muy representativa del uso del gran angular. Me refiero a la primera aparición de Candyman ante Helen, ambientada en el aparcamiento subterráneo. Aquí el uso de la profundidad de campo subraya la potencia epifánica del plano en el que el espectro avanza desde el horizonte (casi desde el más allá) para introducirse en el mundo de la joven. Mediante esta utilización del gran angular, ambos mundos (el real y el fantástico, el racional y el inconsciente) se acaban fusionando mediante el uso del lenguaje cinematográfico.

Candyman fue un filme que pasó muy desapercibido en el momento de su estreno pero transcurrida más de una década desde entonces, ha acabado convirtiéndose en una película de culto que en mi opinión adquirirá en un futuro la categoría de pequeño clásico de la cinematografía de horror contemporáneo y, sobre todo, en una de las pocas cintas estadounidenses de la década de 1990 que se apartó de la abominable corriente revivalista del slasher que arruinó aquel período. Sólo por su condición de filme a contracorriente debería ser rescatado del olvido y del desdén general.

  • (1) Jan Harold Brunvand, Tened miedo… mucho miedo. El libro de las leyendas urbanas de terror, Alba Editorial, Barcelona 2004, págs. 15-24.

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  • (2) Traducida como “Dulces dones para mi dulce amiga”, la oración procede del Hamlet de William Shakespeare y con el tiempo se ha convertido en una frase hecha utilizada con connotaciones sexuales y amorosas aunque en su origen tenía un carácter fúnebre ya que era pronunciada por la madre de Hamlet durante el entierro de Ofelia para designar las flores que adornaban el sepulcro de la fallecida.

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  • (3) Juan Eduardo Cirlot, Diccionario de símbolos, ediciones Siruela, Madrid, 1991, págs. 200-201.

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