publicado el 25 de enero de 2012
Tras producir en 1958 La sangre del vampiro (Blood of the vampire, Henry Cass) y The Trollenberg terror (Quentin Lawrence), Robert S. Baker y Monty Berman continuaron su corta pero estimulante apuesta por el horror cinematográfico con una rigurosa aproximación al tristemente célebre asesino de Londres que ellos mismos se encargaron de financiar, dirigir y fotografiar a partir de un guión de Jimmy Sangster, principal escritor en esos años de la compañía Hammer Film y responsable de una profunda actualización / renovación de los principales mitos del cine de terror. Jack the ripper se inspira en un estudio del periodista australiano Leonard Warburton Matters publicado en 1928; según este autor, el asesino era un médico traumatizado por el suicidio de su hijo, que había contraído la sífilis durante sus relaciones sexuales con una prostituta llamada Mary Kelly, y que iniciaría una sangrienta ola de asesinatos con el objetivo de encontrarla y vengarse.
Pau Roig |
Aún hoy demasiado poco conocidas y menos aún reivindicadas, las figuras de Robert S. Baker (1916-2009) y Monty Berman (1905-2006) constituyen uno de los pilares básicos en los que se cimentó el paso de un horror digamos clásico –herencia de las producciones Universal de las décadas de 1930 y 1940– hacia el terror moderno. Junto con las producciones de la ya citada Hammer Film, también en Gran Bretaña, y la serie de adaptaciones de relatos de Edgar Allan Poe realizadas por Roger Corman en Estados Unidos, entre otros títulos (1), el peculiar tándem abogó por los géneros más comerciales del momento en una pequeña pero coherente lista de producciones de serie B cuya inusitada crudeza y tendencia al efectismo no excluía una sorprendente voluntad artística, al mismo tiempo que entroncaba, a no pocos niveles, con las pioneras producciones de crimen y misterio protagonizadas por Tod Slaughter a mediados de la década de 1930. Baker y Berman se conocieron en el frente de la Segunda Guerra Mundial, pero no sería hasta 1948, tres años después del fin de la contienda, cuando se asociarían para fundar la productora Tempean Films con la intención de financiar películas de bajo presupuesto, entre 25.000 y 30.000 libras esterlinas, en su mayor parte de intriga y de corte policíaco, aunque a principios de la década de 1960 abandonarían el cine para dedicarse de forma exclusiva a la televisión. Según la mayoría de fuentes, Jack the ripper es la primera película que dirigieron juntos, aunque es probable que firmaran a cuatro manos tanto la única realización atribuida a Berman en solitario –Melody club (1949)– como las consignadas sólo a Baker, Blackout (1950), 13 East street (1952), The steel key (1953) y Passport to treason (1955). Tras este film, solo codirigirían tres títulos más, The siege of Sidney street (1959) y los discreros filmes de aventuras Los caballeros del infierno (The hellfire club) y El secreto de Montecristo (The treasure of Monte Cristo), de 1961, aunque son más conocidas en su faceta de productores de la mejor película de John Gilling –La carne y el demonio (The flesh and the fiends, 1959), recreación de la historia de los ladrones de tumbas Burke y Hare protagonizada por Peter Cushing– que por sus propias realizaciones. En contra de lo que pudiera parecer no eran, sin embargo, una pareja de productores obsesionados con la máxima rentabilidad al mínimo coste, ni contemplaban la dirección como una simple extensión de sus labores de producción. Tampoco pretendían explotar sin más las modas del momento o los mayores éxitos de sus competidores de la época: Jack the ripper es probablemente el mejor ejemplo de ello, prueba de que Baker y Berman “constituyen el último eslabón de un largo proceso de industrialización y espectacularización del miedo, del escalofrío, que dejaba de ser un impulso racional para trascender hacia la reflexión estética, hacia la discusión moral o, simplemente, hacia el placer morboso” (2).
Resulta difícil imaginar una historia más afín a las inquietudes de Baker y Berman que la de Jack el Destripador, apodo con el que se conoce el misterioso asesino que entre el 31 de agosto y el 9 de noviembre de 1888 aterrorizó el distrito de Whitechapel de Londres para después desaparecer misteriosamente sin dejar ni rastro, y al que se le atribuyen como mínimo cinco crímenes, los de Mary Ann Nichols, Annie Chapman, Elizabeth Stride, Catherine Eddowes y Mary Jane Kelly. Los brutales asesinatos marcaron un antes y un después tanto en la historia de la criminología como en el tratamiento de los sucesos por parte de los incipientes miedos de comunicación, que dieron frenética cobertura mundial a los hechos, dando lugar con inusitada rapidez a la aparición de todo tipo de leyendas y pronto también de estudios, relatos y novelas relacionados con el caso, entre las que destaca por encima de todas 'The lodger' de Marie Belloc Lowndes (aparecida por primera vez en McClure’s Magazine en 1911 y novelada en 1913). La obra de Bellow Lowndes constituye el germen de las primeras aproximaciones cinematográficas al personaje, El enemigo de las rubias (The lodger, Alfred Hitchcock, 1927), The lodger (Maurice Evans, 1932) y Jack el Destripador (The lodger, John Brahm, 1944), más conocidas que la producción de Baker y Berman pero bastante menos importantes, sobretodo a nivel estético e iconográfico, en relación a las posteriores versiones cinematográficas sobre el personaje. El guión de Jimmy Sangster, ya lo hemos apuntado, no se inspira en 'The lodger' sino en la teoría sobre el personaje publicada por Leonard Warburton Matters a finales de la década de 1920, que el mismo autor expandiría en un libro no exento de polémica, 'The mystery of Jack the ripper', pero la diferencia fundamental de la producción que nos ocupa con los (ilustres) títulos que la anteceden no estriba tanto en el origen del material, ya sea periodístico o literario, sino en el tratamiento, en la atmósfera.
Responsables también de una contrastada y atmosférica fotografía en blanco y negro, Baker y Berman ilustran con enorme convicción el libreto firmado por Jimmy Sangster (3), retratando con precisión y sin concesiones el degradado barrio de Whitechapel en el que se desarrolla la acción, repleto de personajes siniestros, callejuelas oscuras, tabernas de mala muerte, music-halls que ejercen de tapadera para redes de prostitución ilegales para disfrute de hombres maduros de acomodada posición, casi siempre sumido en una espesa niebla que no hace presagiar nada bueno. Jack the ripper filme alterna las investigaciones del expeditivo inspector de Scotland Yard encargado del caso (Eddye Byrne), secundado por un policía norteamericano que pasa unos días de vacaciones en Gran Bretaña (Lee Patterson), con la estremecedora, casi sobrenatural visualización de los crímenes, siempre precedidos por las espeluznantes palabras que el asesino lanza a sus víctimas sin esperar respuesta alguna: “Mary Clark, are you Mary Clark? Where can I find Mary Clark?” (“Mary Clark, ¿eres Mary Clark? ¿Dónde puedo encontrar a Mary Clark?”). Sangster disecciona con bisturí de cirujano las contradicciones pero sobretodo las miserias de una época turbulenta de la historia de Inglaterra, marcada por la incipiente industrialización y la descontrolada llegada de inmigrantes a las grandes ciudades, lo que conllevó una notoria devaluación de las condiciones de vida y de trabajo y el aumento de las tensiones sociales y la violencia. Confiando ciegamente en las posibilidades de un material tan potente, Baker y Berman construyen con inusitada facilidad una atmósfera de pobreza y suciedad de una crudeza inédita incluso en las más virulentas producciones de Terence Fisher de la época –para quién escribe, similar clima de horror, tangible e intangible a la vez, pocas veces a encontrado mejor translación en la gran pantalla, a excepción, quizá, de esa joya a redescubrir que es El doctor y los diablos (The doctor and the devils, Freddie Francis, 1985)–; Jack the ripper no sólo retrata sin tapujos las paupérrimas condiciones de vida de las clases más desfavorecidas (prostitutas, borrachos, delincuentes de poca monta, trabajadores ilegales), también muestra el creciente poder de manipulación de los periódicos y explicita la doble moral de la burguesía y las autoridades (la prepotencia de los principales dirigentes del hospital en el que se realizan las autopsias de las víctimas, la ceguera, cuando no manifiesta estupidez, del comisario de la policía londinense interpretado por Jack Allen), sin olvidar la ira descontrolada de una muchedumbre que parece harta de su miserable existencia (en su primera aparición, el policía interpretado por Patterson está a punto de ser linchado en un bar, más adelante el jorobado medio retrasado que trabaja en el hospital –Endre Muller– será perseguido y golpeado por una multitud enfervorecida). En este contexto tan terrible, el personaje de Ann Ford (Betty McDowall), una mujer emancipada que trabaja en el hospital de caridad bajo la estricta tutela de su tío, el Dr. Tranter (John Le Mesurier), ejerce de indispensable contrapunto, quizá no alegre pero sí hasta cierto punto esperanzador. Ann descubrirá involuntariamente la verdadera identidad de Mary Clark –es una prostituta que ha sido operada en el hospital y que se hace llamar Kitty (Barbara Burke)– y estará a punto de morir asesinada en una escena prodigiosa: encerrada por el Destripador en la cocina del apartamento de Kitty, a la que ha ido a visitar, oirá la terrible muerte de la muchacha en el salón pero la llegada de la policía impedirá que pueda ver el rostro del asesino, salvando así su vida.
La identidad de “Jack” no es revelada a los espectadores hasta los minutos finales de metraje, aunque Sangster, en un arrebato de genialidad no exento de crueldad, no permite que ninguno de los protagonistas pueda confirmar su verdadera identidad: la muerte del principal sospechoso, el eminente –y arrogante– doctor que regenta el hospital de caridad, Sir David Rogers (Ewen Solon), junto con el fin de los asesinatos, no implica en un sentido estricto que el verdadero asesino fuera capturado o muerto. Baker y Berman filman los breves pero estremecedores ataques del Destripador jugando de manera expresiva con los choques de luces y sombras y el fuera de campo, mostrando la figura del asesino a contraluz y generalmente en contrapicado para que su rostro quede oculto en unas espesas sombras, pero no así el instrumental quirúrgico que utiliza en sus ataques, que resplandece en la oscuridad; la imagen de su silueta, rematada por un vistoso sombrero de copa y una capa corta y con un maletín de cirujano en mano, sería copiada e imitada hasta la saciedad en los años posteriores pero nunca superada, convirtiéndose de paso en un icono indiscutible e imprescindible del cine de terror contemporáneo. Probablemente más que ninguna otra producción de la época, Jack the ripper anticipa así elementos y recursos que años más tarde, rebajados a la triste condición de efectismos, harán furor con la eclosión del giallo italiano y del slasher estadounidense. Los realizadores sacan un extraordinario provecho de un recurso absurdamente menospreciado como la pantalla inclinada, figura de estilo que permite aumentar la tensión de los momentos más inquietantes y virulentos, subrayando a la vez la locura homicida que se apodera del Destripador en su búsqueda de la prostituta que provocó el suicidio de su hijo. Tras huir del apartamento de Mary Clark perseguido por la policía, Sir David Rogers tratará de esconderse en el hospital de caridad; el vigilante nocturno de la institución será, de hecho, su última víctima, en una escena que denota, otra vez, el impresionante trabajo de puesta en escena de Baker y Berman: en la entrada del patio, de espaldas al vigilante, asustado tras ver la sangre que cubre su abrigo y su camisa, Sir David se detiene de repente y un destello de locura cruza sus ojos instantes antes de abalanzarse sobre el guardia. Todas las sospechas de Scotland Yard se ciernen sobre él, aunque no hay ni una sola prueba de su culpabilidad y tampoco habrá ninguna confesión, un recurso brillante de guión destinado no tanto a sembrar dudas sobre la verdadera identidad del Destripador –los espectadores ya han tenido oportunidad de ver su rostro– como a mantener en cierta forma el misterio irresoluble que lo acompaña: en un clímax final de notable truculencia, Sir David morirá aplastado por un montacargas tras saltar al hueco del ascensor que lo llevaba a la sala en la debía tratar de salvar la vida del vigilante que él mismo había atacado, la única persona que hubiera podido identificarlo como el asesino.
(1) No puede menoscabarse, en este punto, la importancia indiscutible de algunos títulos producidos en la misma época de forma más o menos aislada y en diferentes circunstancias: la lista seguramente es más larga y reviste más notoriedad de la que se la ha otorgado con el paso de tiempo, pero vale la pena citar Los horrores del museo negro (Horrors of the black museum, Arthur Crabtree), Los ojos sin rostro (Les yeux sans visage, Georges Franju), de 1959, Circus of horrors (Sidney Hayers), El fotógrafo del pánico (Peeping tom, Michael Powell), El hotel del horror (City of the dead, John Moxey), de 1960, sin olvidar clásicos reconocidos como Psicosis (Pyscho, Alfred Hitchcock, 1960) o ¡Suspense! (The innocents, Jack Clayton, 1961) ni mucho menos menospreciar las aportaciones italianas (sobretodo de Riccardo Freda y Mario Bava) o algunas de las primeras incursiones de William Castle en el género.
(2) Véase NAVARRO, Antonio José, “Robert S. Baker y Monty Berman. Del Grand Guignol considerado como una de las Bellas Artes”, en Quatermass nº 6 (Bilbao, verano de 2004), pág. 77. El autor reproduce también una indicativa cita de Monty Berman de la década de 1960: “Creo honestamente que al público hay que darle lo que quiere”.
(3) Sangster se encontraba en su apogeo como guionista especializado en el género: en 1958 había firmado los libretos la ya citadas La sangre del vampiro y The Trollenberg terror y de Drácula (Id.) y La venganza de Frankenstein (The revenge of Frankenstein) de Terence Fisher, y en 1959, aparte de Jack the ripper, firmaría también The man who could cheat death y La momia (The mummy), también dirigidas por Fisher.