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film malade

publicado el 17 de abril de 2012

El vampirismo desnaturalizado

Pocas películas de la década de 1980 pueden presumir de la aureola de culto de la que goza Los viajeros de la noche, una irregular pero inteligente actualización del mito vampírico que tras pasar prácticamente desapercibida por las salas comerciales se fue convirtiendo, poco a poco y sin hacer ruido, en una de las propuestas más polémicas del cine de género del último tercio del siglo XX. Amada y odiada a partes iguales por los aficionados, lo cierto es que con sus numerosos –e indiscutibles– aciertos, también con sus defectos, ha aguantado sorprendentemente bien el paso del tiempo, algo de lo que no puede presumir una propuesta de características hasta cierto punto similares estrenada con apenas dos meses de diferencia y que obtendría un mayor éxito comercial, Jóvenes ocultos (The lost boys, Joel Schumacher, 1987).

Pau Roig | Desde principios de la década de 1970 –Count Yorga, vampire (1970) y The return of Count Yorga (1971), de Bob Kelljan, Sombras en la oscuridad (House of dark shadows, Dan Curtis, 1970), Drácula 73 (Dracula a.d. 72, 1972) y Los ritos satánicos de Drácula (The satanic rites of Dracula, 1973), de Alan Gibson–, los intentos de modernizar y actualizar el vampirismo habían sido escasos y más bien estériles, como si la figura del vampiro se negara a salir del terreno del clasicismo, bien o mal entendido, en el que había sido recluida. Aún con propuestas tan estimulantes como la adaptación de la novela de Bram Stoker firmada por John Badham o la aproximación de Werner Herzog a la obra maestra de F. W. Murnau –Nosferatu, vampiro de la noche (Nosferatu, phantom der nacht, 1979)–, uno de los mitos por autonomasia de la literatura y el cine de terror parecía pedir a gritos una apuesta renovadora acorde a los nuevos tiempos, una reinvención similar a la efectuada poco antes en torno a la figura del hombre lobo con tres filmes distintos pero complementarios, Aullidos (The howling, Joe Dante) y Lobos humanos (Wolfen, Michael Wadleigh), de 1980, y Un hombre lobo americano en Londres (An american werewolf in London, John Landis, 1981). El ansia (The hunger, Tony Scott, 1983), con su progresivamente irritante look de videoclip postmoderno con mucha forma y poca sustancia, y Noche de miedo (Fright night, Tom Holland, 1985), mezcla demasiado amable de horror y comedia adolescente, apuntaban ya tímidamente en una nueva dirección, aunque fue el filme de Schumacher el que consiguió la mayor repercusión e incluso un inmerecido prestigio. Concebida inicialmente como una variación del Peter Pan de J. M. Barrie, Jóvenes ocultos fracasaba en su ambicioso objetivo de satisfacer tanto al público joven –los protagonistas eran un grupo íntegro de adolescentes que salían victoriosos de una lucha contra un enemigo mucho más poderoso que ellos– como a los más curtidos aficionados al género –de las abundantes citas literarias (el nombre de los dos improbables cazavampiros que interpretan Corey Feldman y Jamison Newlander es un homenaje al escritor Edgar Allan Poe) a las continuas referencias a los cómics de superhéroes, pasando por los truculentos efectos de maquillaje de Greg Cannom–, perdiéndose en una estética anacrónica y hortera y en un desarrollo progresivamente banal, plagado de chistes malos y con concesiones al humor autoreferencial que la acababan convirtiendo en un remedo (pseudo)terrorífico de Los goonies (The goonies, Richard Donner, 1985). Jugando con prácticamente los mismos elementos que Schumacher, la propuesta de Kathryn Bigelow y el guionista Eric Red (1) se convirtió en algo completamente distinto y original, no tanto por su orientación adulta (algo casi marciano en una década marcada de principio a fin por la comedia y el horror adolescente), como por su apuesta por la desnaturalización del mito abordado. La palabra “vampiro”, sin ir más lejos, no se pronuncia ni una sola vez a lo largo de una trama atemporal aunque de vagos ecos futuristas, incluso retrofuturistas, que utiliza la estructura y la característica sobriedad del thriller urbano para construir un cuento de hadas oscuro pero menos perverso de lo deseable.

Antes que un filme canónico de terror, Los viajeros de la noche es una road movie sucia y violenta que sigue las sangrientas andanzas de una grupo de delincuentes que comparten con los vampiros algunas de sus características determinantes: son inmortales (o como mínimo invulnerables a balas y a las heridas de arma blanca), se alimentan de sangre humana y no soportan la luz del sol, que quema y destruye su piel en pocos minutos. En cambio, no tienen afilados colmillos, ni sienten especial aversión a los ajos ni a los símbolos religiosos (sobretodo la cruz) habitualmente utilizados para combatir a las criaturas de la noche; tampoco se transforman en murciélagos, ni adoptan la forma de ningún otro animal salvaje. No cazan sólo por necesidad, sino principalmente por diversión, por el simple placer de matar, se mueven sin cesar en coches y furgonetas robadas ocultando su condición y huyendo de una matanza hacia la siguiente. El hecho que se comporten hasta cierto punto como una familia disfuncional, pero familia al fin y al cabo –los más veteranos, Jess (Lance Henriksen) y Diamondback (Jennette Goldstein), reciben el apodo de “Papá” y “Mamá”, mientras que el pequeño Homer (Joshua Miller), un niño de unos diez años de edad, bien puede contemplarse como su hijo–, guarda algunas similitudes con la visualización grotesca y amoral de la unidad familiar tradicional propuesta por títulos clásicos como La matanza de Texas (The Texas chainsaw massacre, Tobe Hooper, 1974) –también con las posteriores realizaciones de Rob Zombie La casa de los 1000 cadáveres (House of 1000 corpses, 2003) y Los renegados del Diablo (The Devil’s rejects, 2005)–, aunque la voluntad última de Bigelow y Red apunta en una dirección diametralmente distinta. No hay el menor atisbo de ambigüedad o confusión a lo largo del desarrollo de Los viajeros de la noche respecto a la naturaleza depravada, malvada, de los protagonistas, que se contrapone de entrada a la honradez e integridad del protagonista (Adrian Pasdar), un sencillo granjero que verá cómo la vida que hasta entonces había conocido cambia radicalmente al ser mordido por una chica que acaba de conocer y hacia la que se siente irresistiblemente atraído: Mae (Jenny Wright) forma parte, en efecto, de la psicótica y desestructurada “familia” de delincuentes, pero no se siente parte de ella, se niega a abandonar la humanidad a la que sus compañeros –sobretodo el enloquecido Severen (Bill Paxton), aficionado a cortar gargantas con las afiladas espuelas de sus botas– han renunciado mucho tiempo atrás. Igual que en la mayoría de sus posteriores realizaciones, Bigelow (de)muestra una fascinación probablemente excesiva en la violencia con un tratamiento a veces seco a veces estilizado pero casi siempre efectista; su exagerada tendencia al esteticismo manierista, con perdón por la expresión, resulta evidente en la larga escena que transcurre en un bar de carretera de mala muerte, el lugar elegido para el bautismo de sangre que permitirá a Caleb entrar a forma parte de la familia de forma definitiva, coreografiada como si se tratara de una suerte de danza fúnebre de innegable poder de sugestión pero independiente de la propia mecánica del relato.

Sin desembarazarse del todo de un look visual a medio camino entre a publicidad y el videoclip, más o menos molesto dependiendo del momento, la responsable de títulos como Acero azul (Blue steel, 1989), Le llaman Bodhi (Point break, 1991) o Días extraños (Strange days, 1995) dota todas las escenas protagonizadas por los viajeros de la noche de un extraño poder hipnótico, de una atmósfera a la vez etérea y tangible oportunamente subrayada tanto por el recurso a la cámara lenta –sobretodo en los planos en los que algunos de los delincuentes sufren la acción desgarradora de los rayos del sol– como por la extraña banda sonora del grupo experimental Tangerine Dream, no muy alejada en espíritu de la música de Vangelis para Blade runner (Id., Ridley Scott, 1982). A diferencia de lo que ocurre en algunos de sus filmes más celebrados, como En tierra hostil (The hurt locker, 2008), Bigelow en (casi) ningún momento pretende glorificar los (en este caso atroces) actos cometidos por sus personajes, a los que priva en buena medida del poder de sugestión que normalmente rodea la figura del vampiro, desmarcándose de paso, con mayor o menor fortuna, del nihilismo radical de Sam Peckinpah, cineasta con el que ha sido comparada demasiado a menudo y casi siempre a la ligera. Igual que en muchas propuestas clásicas del (sub)género, Los viajeros de la noche se articula diáfanamente a partir de la lucha entra la pureza y la corrupción, entre la humanidad y la animalidad, y es en este punto en el que deben buscarse sus mayores virtudes pero también sus principales defectos. El principal, la impresión que Bigelow no quiere o no es capaz de llevar un material tan sugerente –y tan potencialmente excesivo– hasta sus últimas consecuencias (algo que casi seguro que habría hecho Peckinpah), no tanto por lo que respecta a la romántica historia entre Caleb y Mae, dos criaturas de corazón puro que pueden llegar a resultar un tanto ridículas, como por la destrucción final y voluntaria de la familia de vampiros en su absurda batalla para acabar con la familia del granjero y todo lo que representa. Este duelo final prima la espectacularidad ante la efectividad, y pese a inspirarse en los canónicas apoteosis finales del cine del Oeste, rompe parcialmente el tono y el particular tempo narrativo que el filme había mantenido hasta entonces, ya que implica una desconcertante renuncia a la supervivencia por parte de las criaturas de la noche, como si su no-vida, por la que tanto han luchado y sufrido, de repente no tuviera ningún valor. El afán de trascendencia de algunos diálogos de los que se podría haber prescindido fácilmente deriva a veces en irritante y hueca pedantería, sobretodo cuando salen de la boca de la chica (“La noche, tan brillante, te deslumbrará” y otras frases por el estilo), aunque el hecho que el vampirismo no consumado de Caleb y Mae (ninguno de los dos ha asesinado a nadie para alimentarse con su sangre) se resuelva de forma precipitada y hasta cierto punto absurda con una simple transfusión de sangre –una de las ideas más extravagantes y criticadas del conjunto– resulta perfectamente lógico en el contexto en el que estamos situados; igual que en los cuentos de hadas tradicionales y el mundo maravilloso, el príncipe se queda con la princesa y el orden social y moral imperante se restablece como si nada hubiera pasado, como si todo hubiera sido una pesadilla lejana que se quema en el tiempo.

(1) Curioso caso el de Eric Red, director, guionista y productor que tras un inicio fulgurante –antes de colaborar en el guión de Los viajeros de la noche había firmado en solitario el libreto de Carretera al infierno (The hitcher, Robert Harmon, 1986)– vio como su carrera languidecía sin la necesaria continuidad en los márgenes de la serie B más irrelevante: tras dirigir la curiosa e incluso reivindicable Cuerpo maldito (Body parts, 1991), adaptación de una truculenta novela de Pierre Boileau y Thomas Narcejak protagonizada por Jeff Fahey, sólo firmaría una ridícula aproximación al mito del hombre lobo –Luna maldita (Bad moon, 1996)– y la decepcionante 100 feet (2008), en la que desaprovecha las múltiples posibilidades de una historia de maltratos y abusos transmutada en (banal) venganza sobrenatural.

    FICHA TÉCNICO-ARTÍSTICA:
    EUA, 1987. 90 minutos. Color. Dirección: Kathryn Bigelow Producción: Steven-Charles Jaffe, para F/M Guión: Eric Red y Kathryn Bigelow Fotografía: Adam Greenberg Música: Tangerine Dream Diseño de producción: Stephen Altman Montaje: Howard E. Smith Intérpretes: Adrian Pasdar (Caleb Colton), Jenny Wright (Mae), Lance Henriksen (Jesse), Bill Paxton (Severen), Jeanette Goldstein (Diamondback), Tim Thomerson (Loy Colton), Joshua Miller (Homer), Marcie Leeds (Sarah Colton).


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