publicado el 15 de abril de 2013
Aún desconocido por el gran público, Nobuo Nakagawa (1905–1984) es probablemente el más prestigioso director japonés del período clásico especializado en el terror, recordado sobretodo por sus producciones de finales de la década de 1950 para la Shintoho, una de las seis grandes compañías cinematográficas del país, activa sólo entre 1949 y 1961. Sus películas más recordadas son precisamente las realizadas para esta productora en poco más de cuatro años, aunque su carrera, iniciada en 1938, comprende tanto géneros diversos como, caso atípico en el cine nipón, trabajos para diversos estudios y se alarga más de cuarenta años en el tiempo. Más conocida por su título inglés The lady vampire, Onna kyûketsuki es una de sus producciones más populares pero también más particulares: parte de unos hechos históricos ocurridos en el país asiático en el siglo XVII, aunque es la que denota más la influencia del terror occidental entonces en boga (las realizaciones de la Hammer Film, por ejemplo), manteniendo pese a todo una radical –más bien enloquecida– idiosincrasia propia y un gran respeto por la rica tradición sobrenatural nipona, tan diferente de la occidental.
Pau Roig |
1. Mitsugi Okura y la Shintoho: eclosión del terror clásico japonés
Mitsugi Okura (1899–1978), nombrado presidente de la Shintoho en diciembre de 1955, fue un productor hábil, dispuesto a ofrecer al público aquello que ninguna productora respetable le facilitaba, y fue también el principal responsable de la implantación por primera vez en Japón de planteamientos próximos al cine occidental exploitation en boga esos años (programas dobles, elevadas dosis de violencia y erotismo muchas veces implícitas ya en los llamativos títulos) en un estudiado afán por reinterpretar / revisar a la luz de la serie B extranjera el cine de época nacional o kaidan eiga (y con él la insoslayable influencia del teatro kabuki). Aunque en un sentido estricto no se especializó en el horror (tanto produjo filmes de fantasmas como viscerales thrillers o historias de ciencia ficción de abierto espíritu camp), la Shintoho adquirió un merecido prestigio por sus producciones de temática sobrenatural, que arrancan en 1956 con Onryo Sakura sodo [El espíritu vengador de la revuelta de Sakura, Kunio Watanabe] y Yotsuya kaidan [La historia sobrenatural de Yotsuya] y Kaidan Kagami ga fuchi [La historia sobrenatural del pozo del espejo], de Masaki Moori, y que marcan, ni más ni menos, la eclosión del terror japonés clásico. Nakagawa firma ese mismo año para la productora Kaii Utsunomiya tsuritenjo [El misterio del techo móvil de Utsunomiya], afianzándose meses después con Kaidan Kasane ga fuchi [La historia sobrenatural de la poza de Kasane, 1957], melodrama fúnebre y visceral preñado de apariciones fantasmales vengativas y guiado por un pesimismo sobrecogedor, acerca de una pareja de amantes (Takashi Wada y Noriko Kitazawa) maldita por los terribles sucesos en los que se vieron implicados sus padres tiempo atrás.
Adaptada con anterioridad por Kenji Mizoguchi y Shigeru Mokudo y posteriormente por Kimiyoshi Yasuda, su historia “encierra un sentido trágico característicamente nipón, que no incurre empero en el derrotismo fácil, apuntando más bien hacia la tesis budista que preconiza que sólo existe paz y felicidad después de la muerte” [1]. Nakagawa firma seguidamente Borei kaibyo yashiki [La mansión del gato fantasma, 1958], que destaca por su peculiar tratamiento visual y narrativo –adopta la estructura de un largo flashback: la parte ambientada en el presente es en blanco y negro, mientras que la que transcurre en el pasado, más de la mitad, en color– y por la sobriedad y concisión de la puesta en escena: el realizador filma los ataques de los fantasmas de las víctimas de un samurai sin escrúpulos hacia sus descendientes sin la menor ambigüedad y de manera frontal, teatral incluso, pero consiguiendo una nada desdeñable sensación de inquietud en escenas tan impresionantes como la de la posesión de la madre: no es difícil apreciar su influencia en producciones contemporáneas.
A ella sigue Kempei to yurei [La policía militar y los fantasmas, 1958], con un destacado papel de Shigeru Amachi (1931–1985), pronto convertido en estrella indiscutible del género. El actor protagoniza las tres siguientes realizaciones de Nakagawa, las más conocidas de su carrera, Onna kyûketsuki y Tokaido Yotsuya kaidan [La historia sobrenatural de Yotsuya, en la región de Tokai, también de 1959], y Jigoku [Infierno, 1960]. Tokaido Yotsuya kaidan constituye una de las mejores adaptaciones de la historia de fantasmas nipona más popular de todos los tiempos, escrita por Namboku Tsuruya IV en 1825 y llevada al cine en infinidad de ocasiones. Gracias a un portentoso trabajo de puesta en escena, bien respaldado por la elaborada fotografía en color de Tadashi Nishimoto y la dirección artística de Haruyasu Kurosawa, Nakagawa consigue trasladar a la gran pantalla la irrepetible mezcla de bestialidad y delicadeza, pavor y tristeza de la obra original; durante la primera mitad del metraje contemplamos la desgarradora historia de Iwa (Katsuko Wakasugi), una mujer de familia influyente obligada a casarse por las circunstancias con un ronin de baja posición social que la engañó tras asesinar a su padre (Amachi); poco después del nacimiento de su primer hijo, el amor de una joven de una familia rica y poderosa (Junko Ikeuchi) llevará al desgraciado Iemon Tamiya a idear un plan para acabar con su esposa. Un desgarrador hálito trágico, fatalista incluso, domina esta primera parte, que llega a su punto culminante en la larga y truculenta escena de la muerte de Iwa con un veneno que irá desfigurando progresivamente su rostro hasta convertirla en un monstruo. La escalofriante agonía de la mujer traicionada es el mejor preludio posible para la explosión terrorífica del brutal desenlace, en el que el desalmado ronin, atrapado en una pesadilla sin fin, deberá hacer frente tanto a los fantasmas de sus víctimas como a la venganza de la hermana de Iwa (Noriko Kitazawa) y de su prometido (Ryûzaburô Nakamura). Jigoku, por su parte, mantiene una relación más bien tangencial con el horror, estructurándose en dos partes claramente diferenciadas que se unen de forma un tanto forzada; la primera muestra la funesta influencia que un hombre perverso y misterioso (Yoichi Numata) ejercerá sobre un modélico alumno de la universidad budista (Amachi otra vez), pronto atrapado / superado por un cúmulo de accidentes y desgracias; la segunda, mucho más recordada, transcurre en el infierno budista y se articula a partir de una alucinada concatenación de imágenes brutales y surrealistas (lagos de sangre, montañas de púas, demonios sanguinarios…) y de momentos de una virulencia chocante para la época. Sumamente curiosa, aunque inferior a sus anteriores realizaciones, Jigoku supone la última colaboración entre Nakagawa y Okura y marca, de hecho, el principio del fin para la Shintoho: meses después del despido de Okura, en 1960, la compañía se declararía en bancarrota. Nakagawa, por su parte, sólo volvería al género en dos ocasiones más, con la espléndida Kaidan Hebi-onna [La historia sobrenatural de la mujer serpiente, 1968] y Kaidan: Ikite iru Koheiji [Relato de un suceso extraño: Koheiji está vivo, 1982], título que no por casualidad cierra su dilatada filmografía.
2. Una maldición romántica
Onna kyûketsuki comparte más bien pocos elementos con la mayoría de títulos citados hasta ahora; constituye, sin ir más lejos, la primera aparición del vampiro de la historia del cine nipón, aunque su visión del vampirismo, coetánea en el tiempo a producciones occidentales tan dispares como El vampiro (Id., Fernando Méndez), Los vampiros (I vampiri, Riccardo Freda), de 1957, o Drácula (Dracula, Terence Fisher, 1958), en la que Nakagawa y Okura podrían haberse inspirado, resulta particular. El guión de Katsuyoshi Nakatsu y Shin Nakazawa en prácticamente ningún momento parece inspirarse en la rica tradición sobrenatural occidental y parte en cambio de una historia autóctona verídica, concretamente la de los cristianos de Kyushu que, comandados por Shiro Amakusa, fueron masacrados en el llamado “Motín de Shimabara” de 1637. Este oscuro y brutal episodio de la historia tardomedieval del Japón es recreado en un escueto flashback hacia la mitad del metraje, en el momento en el que el siniestro Nobutaka Takenaka (Amachi) relata la pérdida de su amada, la Princesa Katsu: buscando desesperadamente su amor, bebió la sangre vital de su cuerpo asesinado y se convirtió así en una criatura inmortal. Han pasado más de tres siglos desde aquellos hechos, pero Takenaka, haciéndose pasar por un enigmático pintor que responde al nombre de Shiro Sofue, creerá reconocer a la Princesa en Itsuko (Junko Ikeuchi), hija de una mujer que ha mantenido secuestrada veinte años en su castillo de Kirasi.
El vampirismo, pues, (re)aparece en Onna kyûketsuki como el fruto de una maldición romántica –igual que en la penosa Drácula de Bram Stoker (Bram Stoker’s Dracula, Francis Ford Coppola, 1992), la muerte de la amada tiene lugar, significativamente, en un altar–, aunque presenta numerosas variaciones respecto a la concepción tradicional / occidental del personaje: la búsqueda de la reencarnación de un antiguo amor deriva hasta cierto punto del mito clásico de la momia, mientras que la criatura de la noche es capaz aquí de moverse a plena luz del día tras unas vistosas gafas de sol; además, sus transformaciones –visualizadas como si se trataran del achaque de una terrible enfermedad– sólo tienen lugar bajo el influjo de la luz de la luna, referencia directa a la figura del hombre lobo. Takenaka es un ser solitario y descreído, no necesariamente malvado, pero que ha convertido su pasión amorosa, de tintes inequívocamente necrofílicos, en un obsesión devastadora que le ha llevado a guardar en el interior de un espejo los cuerpos de todas las amantes / esclavas de las que se ha servido y alimentado, una imagen que remite sorprendentemente a una imposible mixtura entre la colección de trofeos de las cacerías humanas de El malvado Zaroff (The most dangerous game, Irving Pichel y Ernest B. Schoedsack, 1932) y a la pasión necrofílica del personaje interpretado por Boris Karloff en Satanás (The black cat, Edgar G. Ulmer, 1934); para inmovilizarlas / conservarlas para siempre, el vampiro colgó de sus cuellos un crucifijo de oro, símbolo a la vez de su batalla perdida y representación de su poder sobrenatural. Detalles / contrastes como éste, pero también muchos otros, como el pasado oscuro y rural que representa el personaje y la rabiosa modernidad urbana en la que se desenvuelve (el sofisticado ambiente de las galerías de arte y los clubs nocturnos de jazz, ni más ni menos), dan perfecta cuenta del carácter extravagante, delirante, de una propuesta que aglutina referencias occidentales y / o occidentalizantes sobre el mito en un contexto rabiosamente oriental.
Como todo buen vampiro que se precie, Takenaka es un ser atormentado y cruel, dispuesto a todo para conseguir sus objetivos, pero también es un hombre atento y elegante, capaz de desenvolverse a la perfección en una época radicalmente diferente a los suya. Nakagawa se mueve con soltura pero quizá sin la suficiente homogeneidad y contención en un enloquecido mar de referencias de todo tipo, capaz de pasar en una misma secuencia de lo grotesco a lo ridículo, del terror y la violencia al melodrama cursi, de la insinuación y la sugerencia al efectismo burdo. La simplicidad casi abstracta del flashback antes relatado, contrasta igualmente con el imposible diseño del castillo que el vampiro ha convertido en su morada y que se acabará convirtiendo en su tumba: a él se accede a través de un túnel secreto oculto en una roca de las montañas y, de un modo similar a La torre de los siete jorobados (Edgar Neville, 1944) se levanta no contra el cielo sino hacia el subsuelo.
3. Delirio y extravagancia
El peso ineludible del melodrama desaforado de las películas de época realizadas por Nakagawa para la misma productora apenas aparece, exceptuando, quizá, el principio del metraje: Onna kyûketsuki empieza con la celebración del cumpleaños de Itsuko, en la que conoceremos a su prometido, el avispado reportero Tamio Oki (Keinosuke Wada), decisivo en el futuro desarrollo de los acontecimientos, y también la triste historia del padre de la chica, Shigekatso (Torahiko Nakamura): su esposa Miwako desapareció misteriosamente veinte años atrás durante un viaje en el que debían visitar las tumbas de sus antepasados –la mujer es descendiente directa de Shiro Amakusa–; justo ahora, coincidiendo con el aniversario de su única hija, la mujer regresará a casa. Más muerta que viva, Miwako no recuerda prácticamente nada de lo sucedido en este largo período de tiempo, aunque la contemplación de una pintura en una exhibición de arte en Ueno dará a Itsuko y Tamio las primeras pistas de una investigación que dará un vuelco decisivo con la entrada en escena del pintor del cuadro, galardonado con el Premio del Jurado pese a ser un perfecto desconocido. Se trata, claro está, de Shiro Sofue / Nobutaka Takenaka, y la modelo de la pintura no es sino la reaparecida madre de la muchacha. El cuadro no tardará en desaparecer misteriosamente de la galería en la que está expuesto, apareciendo después sin más explicaciones en el salón de la casa de la familia Matsumura con un colgante de oro en forma de crucifijo clavado en el cuello de la mujer retratada: “La cruz de oro viene hacia mí” exclamará asustada Mimawako tras levantarse de noche en una especie de trance… Aunque delirante (y más aún en comparación con el resto de producciones del género auspiciadas por Mitsugi Okura), este punto de partida en poco o nada hace presagiar el delirio extravagante que se apoderará de la trama a medida que se va acercando a su resolución, llegando a su punto culminante / inenarrable con la llegada de la policía al castillo de Kirasi (conocido en la zona de Shimabara, en Kyushu, como “El castillo de los monstruos”) y su posterior enfrentamiento contra un enano con muy malas pulgas, esclavo / criado del que se sirve el vampiro para cometer sus fechorías, una especie de coloso en taparrabos que nadie sabe de dónde ha salido y una anciana decrépita que ejerce de bruja y consejera de Takenaka, una colección de freaks del todo impensable en una producción oriental pretendidamente rigurosa.
Hasta este descontrolado, enloquecido clímax final conjuntado a partir de la acumulación de arbitrariedades, la película avanza a trompicones, es cierto, pero con un ritmo imparable, hecho que le confiere un extraño poder hipnótico al que no es ajeno tampoco la afectada interpretación de Shigeru Amachi, impresionante tanto en los momentos en los que debe comportarse como un dandy como en las puntuales escenas en las que se transforma en una bestia sedienta de sangre (ojos caídos con profundas ojeras oscuras, uñas largas, prominentes colmillos). Su verdadero nombre era Noburu Usui y en poco más de seis años –debutó en la gran pantalla con veintitrés años, en 1954– se convirtió por méritos propios en la primera estrella del género en Japón, aunque su carrera no tendría la necesaria continuidad en los años siguientes: tras protagonizar Jigoku y debido a la bancarrota de la Shintoho no volvería a participar en ninguna otra producción terrorífica hasta 1983, año del estreno de La bestia y la espada mágica / Ohkami-otoko to samurai de Jacinto Molina / Paul Naschy, falleciendo dos años después.
FICHA TÉCNICO-ARTÍSTICA:
Japón, 1959. 78 minutos. B/N. Dirección: Nobuo Nakagawa Producción: Katsuji Tsuda y Mitsugi Ôkura, para Shintoho Guión: Katsuyoshi Nakatsu y Shin Nakazawa Fotografía: Yoshimi Hirano Música: Hisashi Iuchi Dirección artística: Haruyasu Kurosawa Intérpretes: Shigeru Amachi (Shiro Sofue / Nobutaka Takenaka), Keinosuke Wada (Tamio Oki), Junko Ikeuchi (Itsuko Matsumura), Torahiko Nakamura (Shigekatso Matsumura), Hiroshi Sugi (Wada), Den Kunikata (Hoshino), Masao Takematsu (Dr. Sakakibara).