publicado el 26 de noviembre de 2013
La única incursión en la dirección de Paul Golding es una inquietante fábula sobre el peso creciente de la electrónica y la tecnología en la sociedad contemporánea y, más allá, una brillante reflexión sobre la indefensión –y el desconocimiento casi absoluto– de la raza humana respecto a un entorno imposible de aprehender, de una realidad (in)tangible que ni siquiera las leyes de la física pueden explicar en toda su magnitud. Pulse (La última descarga) es también, en buena medida, un título a contracorriente del terror y la ciencia ficción imperantes en el momento de su realización: dejando de lado un tono amable en exceso y ecos evidentes de las producciones fantásticas de la factoría Spielberg de la época, Poltergeist (Id., Tobe Hoooper, 1982) a la cabeza, Golding muestra un interés inaudito en la atmósfera y las texturas, situándose más cerca del estilo digamos etéreo, inasible, de las mejores películas de Peter Weir que del cine del propio Spielberg, Joe Dante, John Landis y otros realizadores estadounidenses de la época.
Pau Roig | Con las excepciones e incluso con todos los matices que se quieran, el cine de terror y ciencia ficción de la década de 1980 se vio polarizado terriblemente por dos corrientes antagónicas pero hasta cierto punto complementarias. Por un lado, el slasher, psycho-thriller o cine de psicópatas (y con él el horror por y para adolescentes) derivado de La noche de Halloween (Halloween, John Carpenter, 1978) y sobretodo de Viernes 13 (Friday the 13th, Sean S. Cunningham, 1980) y sus secuelas: filmes en los que por regla general un grupo más o menos homogéneo de adolescentes con poco cerebro y las hormonas alteradas en diferente grado eran acosados y eliminados de forma grosera por un psicópata enmascarado cuyo origen, real, sobrenatural o alienígena, no importaba en demasía. Este subgénero, caracterizado por el bajo presupuesto y la ausencia de caras conocidas en el reparto, se situó en su mayor parte en los márgenes de la industria, en la serie B y la serie Z, dando lugar a una lista demasiado larga –y demasiado mediocre– de producciones de segunda o tercera división en algunos (pocos) casos auspiciadas, más indirecta que directamente, por algún gran estudio. En contraposición pero también de forma paralela a la falta de sutileza y en muchos casos también a la desfachatez de estas producciones de rebajas construidas alrededor del binomio chicas ligeras de ropa o directamente desnudas y efectos especiales sangrientos, las majors de Hollywood impulsaron otro tipo de terror y ciencia ficción más acorde con la retrógrada moral imperante (no hay que olvidar que el republicano Ronald Reagan estaba al frente del país), para toda la familia o casi, que aprovechaban los últimos avances tecnológicos en el campo de los efectos especiales no tanto para asustar a los espectadores como para proponer un inocuo divertimento para todos los públicos. Quizá fue en el campo de la ciencia ficción dónde esta banalización / infantilización fue más evidente, ya desde finales de la década de 1970, de manera especial a partir de dos títulos cuyas virtudes, más o menos discutibles, se han visto superadas por su nefasta influencia durante la década posterior, Encuentros en la tercera fase (Close encounters of the third kind, Steven Spielberg, 1977) y La guerra de las galaxias (Star wars, George Lucas, 1977): ni siquiera el notable y merecido éxito cosechado poco después por Alien, el octavo pasajero (Alien, Ridley Scott, 1979) libraría al género de la asepsia, a veces incluso insipidez, pero en el fondo del nulo poder de subversión en el que durante un tiempo se sumiría, potenciando hasta el paroxismo su vertiente lúdico-festiva para dejar en un segundo o tercer plano su capacidad innata para la reflexión y la experimentación. En el campo del terror, el citado filme de Hooper, no por casualidad coescrito y producido por Spielberg (que según algunas fuentes dirigió más de una y de dos escenas), representa en similar medida esta sumisión, claudicación en algunos casos, del inherente potencial subversivo del horror a las necesidades mainstream y, con ellas, al terreno de la corrección política, algo que puede apreciarse también en producciones pretendidamente “gamberras” y distintas entre sí pero que tienen en común el hecho que prefieren no tomarse en serio a sí mismas: Un hombre lobo americano en Londres (An american werewolf in London, John Landis, 1981) y Gremlins (Id., Joe Dante, 1984). No es ninguna barbaridad afirmar, pues, que tanto el slasher como, a otro nivel, las grandes producciones de género del Hollywood de la época suponen la definitiva superación de los principales estilemas y recursos del cine norteamericano de la década anterior, no sólo las producciones de terror englobadas en la (demasiado vaga) denominación de “American Gothic” que nació de la impensable combinación entre el crudo realismo de La noche de los muertos vivientes (Night of the living dead, George A. Romero, 1968) y la sofisticación perversa, no exenta de ironía negra, de La semilla del Diablo (Rosemary’s baby, Roman Polanski, 1968), sino también de títulos indispensables de la ciencia ficción especulativa que el paso del tiempo ha ido situando en el lugar de honor que les corresponde, de El planeta de los simios (Planet of the apes, Franklin J. Schaffner, 1968) a Phase IV (Saul Bass, 1974), pasando por Naves misteriosas (Silent running, Douglas Trumbull, 1972), entre otros. Los tiempos habían cambiado, sin duda, y esta epidérmica reflexión puede dar cuenta del paso de un cine formal y narrativamente arriesgado, comprometido, innovador, a un cine acomodado y previsible en su afán de entretener y poco más, un proceso de transformación que se extiende y a la vez alcanza una de sus mejores representaciones en Pulse (La última descarga).
A nivel argumental e incluso de puesta en escena el filme de Paul Golding entronca a no pocos niveles con algunas producciones de principios de la década de 1970 –especula ni más ni menos que con la transformación de la energía eléctrica en una suerte de organismo vivo e inteligente, capaz de llegar a dominar el mundo–, pero a nivel dramático acaba naufragando, sobretodo en el tercio final, hacia terrenos más comerciales y “seguros” para el público medio de la época. Parece como si el realizador, también autor en solitario del guión, no se hubiera atrevido a ir más allá de un planteamiento radical que bebe por igual de títulos de culto como el ya citado Phase IV (cambiando las hormigas por la energía) y de algunos de los postulados de la “Nueva Carne” lanzados por el cineasta canadiense David Cronenberg en Videodrome (Id., 1982), pero que a la hora de la verdad se queda a medio camino de una revisión en clave tecnológica (o incluso alienígena: no hay ninguna explicación a los hechos planteados) de Poltergeist. El escenario, para empezar, es idéntico en ambos filmes: una urbanización más o menos aislada para disfrute de la clase media-alta, con todos sus lujos y comodidades y en la que es muy poco probable que suceda alguna terrible desgracia.
A diferencia de la gran mayoría de producciones de género de la época, y ésta es una diferencia fundamental respecto a la propuesta de Hooper, Golding muestra un interés inaudito –y también una incontestable pericia, más aún tratándose de su primera y única incursión tras la cámara– en la atmósfera, en las texturas, en la insinuación. Visualmente, Pulse (La última descarga) es una verdadera obra de orfebrería, calculada y estudiada hasta el más mínimo detalle: los tres protagonistas (un padre de familia que tras haber iniciado una nueva vida con otra mujer recibe la visita de su hijo adolescente, que el resto del año vive con su madre), permanecen en un segundo y en ocasiones hasta un tercer plano en beneficio del minimalista retrato de lo que parece una invasión en toda regla: los aparatos electrónicos y, más allá, la propia energía eléctrica, están empezando a desarrollar vida inteligente, una organicidad mostrada por el realizador con una serie de recurrentes y fascinantes planos detalle en continuo movimiento que ilustran el proceso de transformación imparable que está teniendo lugar incluso en el interior del electrodoméstico más inofensivo, idea sin duda inquietante que entronca con el citado filme de Cronenberg pero para la que no obtendremos ninguna respuesta.
Justo antes de la llegada del pequeño David (Joey Lawrence) a la urbanización, su padre y su nueva esposa (Cliff DeYoung y Roxanne Hart) han sido testigos de la misteriosa muerte del vecino de la casa de enfrente, que ha enloquecido de repente –aparentemente– y ha destruido todos los aparatos eléctricos de su inmueble, falleciendo después en circunstancias inexplicables. Ya desde su llegada, contemplando la casa ya tapiada, vacía, muerta, David se percatará de que algo extraño está sucediendo; a partir de este momento, el filme alterna los crecientes temores del chico, agravados por la misteriosa aparición de un anciano que parece saber mucho más de lo que dice (“¿Ha hablado contigo, la voz entre los cables? serán las enigmáticas palabras del personaje interpretado por Charles Tyner), con el creciente deterioro tanto de las relaciones con su padre y su madrastra cómo, más adelante, con el progresivo resquebrajamiento de la feliz vida cotidiana que hasta entonces habían llevado. A base de pequeños indicios, de detalles en apariencia insignificantes, Golding ilustra de forma implacable la amenaza que se cierne sobre la familia, una fuerza que crece sigilosa pero imparable en lo más profundo del hogar familiar: la televisión se enciende y se apaga sola, mostrando de vez en cuando unas misteriosas interferencias, los cables eléctricos crepitan y se mueven siguiendo unos estímulos incomprensibles, las cañerías se retuercen, las resistencias y demás componentes electrónicos se descomponen para renacer con una apariencia similar a la de un ejército de siniestros insectos… El realizador se toma su tiempo en mostrar esta monstruosa transformación, acompañada no sólo de la incredulidad tanto del padre de David como también de diversos lampistas y reparadores, prestos a dar una explicación lógica y racional, aunque sea cogida por los pelos, al cúmulo de accidentes que pronto empezarán a tener lugar. Será el personaje interpretado por Roxanne Hart, sin embargo, la que pronto empezará a sospechar que algo anormal se esconde en la casa, amenazando de expandirse por todo el vecindario, por toda la ciudad, por todo el mundo. Primero, el técnico que ha visitado la casa para reparar la televisión le confesará que no tiene ni la más remota idea de lo que le ha ocurrido al aparato, hablándole seguidamente de la inestabilidad de los impulsos eléctricos y de la imposibilidad por parte de las compañías eléctricas de controlar el flujo teóricamente regular de electricidad que sirve a sus clientes. Poco después, se verá obligada a comprar una cinta de vídeo alquilada porque se ha estropeado en el transcurso de las inexplicables interferencias y, apenas unas horas más tarde, estará a punto de atropellar a David en la desesperada huida del niño del garaje, convertido en una fatídica trampa mortal debido a un escape de gas que parece cualquier cosa menos casual.
La cámara rara vez sale al exterior de la casa, contribuyendo así a crear una atmósfera cada vez más enrarecida y asfixiante que la desafortunada –y encima omnipresente– banda sonora de Jay Ferguson no consigue empañar del todo. Haciendo gala de un ritmo pausado, que no moroso ni cansino, Golding parece encaminar el relato hacia un clímax final terrible y contundente: coincidiendo con el momento más terrible y sobrecogedor del metraje, la escena en la que Ellen está a punto de morir quemada en la ducha tras la inexplicable avería del calentador de agua, Pulse (La última descarga) se estanca y empieza a abusar de lugares comunes y tópicos que, hasta cierto punto, preparan el terreno para un final feliz que entra en contradicción con buena parte de lo expuesto hasta entonces. Rápidamente convencido que el (im)pulso al que hace referencia el título supone una amenaza de imprevisibles consecuencias, Bill Rockland hará todo lo posible para salvar a su hijo de una muerte que parece segura si permanecen un minuto más en la casa. Con momentos rayanos en el ridículo como la escena a cámara lenta en la que David conseguirá in extremis salvar a su progenitor de morir electrocutado tras resbalar en el suelo lleno de agua de la cocina, el desenlace del filme en poco o nada recuerda al minimalista e incluso ensimismado tono del que había hecho gala hasta entonces, deudor quizá no tanto de Picnic en Hanging Rock (Picnic at Hanging Rock, 1975) como de La última ola (The last wave, 1977) de Peter Weir, con su inasible pero terrible atmósfera de fatalidad más allá de la realidad. El tramo final de la cinta sí que parece rendir tributo, en cambio, la montaña rusa de sustos y giros delirantes del tercio final de Poltergeist, sin mostrar, igual que aquélla, ninguna escena especialmente violenta ni susceptible de herir sensibilidades. Una opción tan digna y respetable como cualquier otra, mucho más en un contexto marcado por gratuitas explosiones de efectos especiales sangrientos, pero que acaba por restar fuerza y garra a un conjunto que promete –y que durante más de una hora ofrece– un magnífico ejercicio de suspense y horror tecnológico, desembocando por desgracia en una risible defensa de la unidad familiar y en una victoria final del Bien del todo impensable apenas una década atrás.
FICHA TÉCNICO-ARTÍSTICA:
EEUU, 1988. 92 minutos. Color. Dirección y guión: Paul Golding Producción: Patricia A. Stallone, para Aspen Film Society / Columbia Fotografía: Peter Lyons Collister Música: Jay Ferguson Diseño de producción: Holger Gross Montaje: Gib Jaffe Intérpretes: Cliff DeYoung (Bill Rockland), Roxanne Hart (Ellen Rockland), Matthew Lawrence (Steve), Joey Lawrence (David Rockland).