publicado el 25 de febrero de 2014
Pocas películas de principios de la década de 1950, un período de profundo ostracismo del género marcado por la decadencia del modelo clásico instaurado durante las dos décadas anteriores, pueden presumir de la condición de “película-puente”, esto es, de tímida anticipación, académica e insípida si se quiere pero anticipación al fin y al cabo, de los nuevos caminos que el horror emprendería poco después con las producciones de Terence Fisher en Gran Bretaña y Roger Corman en Estados Unidos. Remake de una curiosa propuesta de la Warner de los años treinta, Los crímenes del museo (Mistery of the wax museum, 1933), inspirada a su vez en el relato inédito The wax works de Charles Belden, sería recordada en los años siguientes por consagrar definitivamente a Vincent Price (1911-1993) como uno de los principales iconos del terror de la segunda mitad del siglo XX.
Pau Roig | Nacido Vincent Leonard Price Jr., el actor estadounidense había debutado en la gran pantalla en 1938 y hasta ese momento había mantenido poca relación con el género en el que se vería encasillado un tanto a su pesar, aunque vale la pena reseñar su poderosa caracterización del Duque de Clarence en la obra maestra de Rowland V. Lee La torre de Londres (Tower of London, 1939), su protagonismo en la inocua El hombre invisible vuelve (The invisible man returns, Joe May, 1940) –en la piel de un personaje que retomaría a modo de cameo sonoro al final de Contra los fantasmas (Abbott & Costello meet Frankenstein, Charles T. Barton, 1948)– y, de forma especial, su papel de aristócrata decadente y progresivamente trastornado en la maravillosa El castillo de Dragonwyck (Dragonwyck, Joseph L. Mankiewics, 1946), título que prefigura en buena medida las atormentadas caracterizaciones que realizará a las órdenes de Corman a partir de La caída de la casa Usher (House of Usher, 1960). Con su porte elegante y su profunda voz nasal, Price era probablemente el actor ideal para interpretar al escultor y profesor Henry Jarrod: tras el incendio por parte de su socio del museo de figuras de cera que dirigía, consagrado a la Belleza, así en mayúsculas, y sin piezas truculentas ni violentas en su repertorio, conseguirá milagrosamente salvar la vida y renacer de sus cenizas. Las secuelas del fuego, sin embargo, le han dejado las manos inutilizadas –y le han desfigurado horriblemente el rostro, que cubre con una máscara de cera– y, como se irá viendo a lo largo de la trama, también han trastornado su mente: Jarrod sigue persiguiendo el ideal de Belleza que creía haber plasmado en la figura de María Antonieta quemada en el incendio, aunque los métodos que ahora utiliza contemplan antes el asesinato que la genuina expresión artística y es capaz de cualquier cosa con tal de ofrecer al público lo que quiere: sensaciones fuertes, violencia, torturas, destrucción y muerte. El protagonista de Los crímenes del museo de cera se desmarca un tanto, así, de la caracterización objetivable y prototípica del monstruo/villano que hasta ese momento había ofrecido el género, plagado de criaturas sobrenaturales y científicos trastornados en su obsesión por equipararse a Dios: Henry Jarrod puede contemplarse como un monstruo, en efecto, pero en ningún caso como una representación absoluta del Mal; sus rasgos aparecen tímidamente humanizados, la contradicción entre su monstruosidad, tanto física como psicológica, y su afán para encontrar el súmmum de la Belleza deja entreabierta la puerta al impulso de la locura que se irá abriendo paso en el horror en los años siguientes para mostrar que, en muchos casos, la maldad más terrible es el que se encuentra en el interior del propio ser humano. El guión del también realizador Crane Wilbur –futuro responsable de The bat (Las garras del murciélago) (The bat, 1959), irrelevante filme más de misterio que horror también protagonizado por Price –, sin embargo, apenas se atreve a bucear superficialmente en las diferentes aristas de un personaje de tales características, reflejo de un mundo y de una sociedad que estaban experimentando cambios profundos y en el que cada vez había menos espacio para criaturas legendarias, escenarios de fantasía y castillos perdidos en la noche de los tiempos.
La caracterización del personaje, así las cosas, en más bien poco se diferencia de la del protagonista de Los crímenes del museo, Ivan Igor, interpretado por un Lionel Atwill en su salsa, en algunos momentos exquisitamente contenido y en otros demasiado explosivo, a lo largo de un desarrollo más propio de una comedia sofisticada y de un filme de intriga que de una genuina propuesta terrorífica. La película de Curtiz se consideró perdida hasta finales de la década de 1960, por lo que es probable que Wilbur, Price y el realizador André De Toth no la hubieran visto (o que tuvieran un recuerdo más que borroso de ella); es de suponer, así, que las numerosas similitudes que presenta con su teórico remake procedan del relato original de Charles Belden en el que ambos filmes se inspiran, sin que puedan apreciarse influencia alguna de las (escasas) producciones anteriores ambientadas en un escenario tan idóneo para la creación de inquietud, de manera especial El hombre de las figuras de cera (Das wachsfigurenkabinett, Paul Leni, 1924) [ver nota][1].
Wilbur prescinde acertadamente de la subtrama que en el fondo ejercía de eje narrativo principal de la producción de 1933 –la investigación de una serie de misteriosas desapariciones que llevarán a una avispada y liberada periodista de sucesos, interpretada por Glenda Farrell, a desenmascarar al propietario del museo–, si bien relata los hechos desde un distanciamiento y una asepsia similares, prescindiendo en no pocos momentos del clima de inquietud que hacía presagiar el contundente arranque de la acción –la violenta lucha de Jarrod con Matthew Burke (Roy Roberts) y el incendio del museo por parte de éste, que dejará inconsciente a su socio esperando que las llamas lo consuman igual que a sus creaciones– en beneficio de una intriga un tanto insípida. La violencia implícita en la trama, así, apenas aparece en la pantalla, con una excepción que quizá no sea casual, el brutal asesinato del propio Burke: tras ser estrangulado, será lanzado con una cuerda al cuello por el hueco del ascensor del edificio por un hombre desfigurado y completamente vestido de negro (el propio Jarrod, principal sorpresa de un clímax final que los espectadores pueden intuir mucho antes del desenlace). A partir de este momento, se aprecia en Los crímenes del museo de cera una tensión más o menos subterránea entre la brutalidad descarnada de lo que se insinúa –o se podría decir– y lo que se muestra realmente; puede observarse también, a modo de prefiguración, algún que otro indicio del creciente peso que la truculencia tendrá en el género en los años venideros: en su voluntad de ofrecer al público lo que quiere y de aprovecharse de las noticias de sucesos de más rabiosa actualidad, Jarrod ha recreado en su museo el reciente asesinato de su exsocio Burke (valiéndose para ello, además, de su verdadero cadáver). Esta lucha entre insinuación y mostración, entre la visualización más o menos descarnada de la violencia y su elipsis, simbólica o no, es extrapolable hasta cierto punto al conflicto entre clasicismo y modernidad (academicismo y manierismo en la terminología de algunos estudiosos) que se extenderá a otros títulos del período, como The mad magician (El mago asesino) (The mad magician, John Brahm, 1954), torpe explotación comercial del filme que nos ocupa en la que Price interpreta al “Gran Gallito”, un mago e inventor de trucos de magia obsesionado en triunfar en el mundo del espectáculo a cualquier precio.
A tono con este guión a medio gas, la puesta en escena de Andre De Toth (1912-2002), se revela en exceso funcional, académica en el peor sentido de la palabra, con una utilización de la filmación en tres dimensiones que en lugar de involucrar más a los espectadores en la trama acaba dejándolos fuera: como señala Carlos Losilla, este distanciamiento se hace evidente de forma especial en dos escenas, la que muestra al principio la visita de un crítico de arte al museo original y la de la noche de la inauguración del nuevo museo: “dos mostraciones que se dirigen tanto al crítico o al público del museo como al público de la sala de cine, y que en el fondo vienen a decir que el terror es ya sólo un espectáculo inerte, como las figuras de cera, que acaban representando para el público aberraciones del pasado” [2]. Losilla pasa por alto, en todo caso, que la filmación y exhibición en tres dimensiones constituía en 1953 toda una novedad: Los crímenes del museo de cera no sólo fue la primera película rodada por la compañía Warner Bros en este formato, fue también el primer filme en color, tres dimensiones y sonido estereofónico lanzado por un gran estudio. Alguna cosa empezaba a moverse en el cine en general y en el horror en particular: las productoras trataban, aún tímidamente, de ofrecer a los espectadores nuevas sensaciones y experiencias, de ir un poco más allá de lo que se había hecho hasta entonces. Modesto artesano a día de hoy reivindicado por ciertos sectores de la crítica, especializado sobretodo en sobrios westerns y filmes de acción de serie B, De Toth probablemente no era el realizador más indicado para llevar a sus últimas consecuencias una propuesta que, paradójicamente, se acabaría convirtiendo en el título más popular de su filmografía. Más allá de las dificultades inherentes a la entonces novedosa utilización de las tres dimensiones (agravadas por el hecho que De Toth no tenía visión en el ojo derecho), el realizador de origen húngaro se muestra encorsetado, constreñido, y hace gala en la mayoría de momentos de una funcionalidad que coarta notablemente las posibilidades expresivas de la trama y de un villano tan fascinante, algo similar a lo que le ocurrirá a Roy del Ruth en otra de las escasas producciones de terror de los cincuenta auspiciadas por un gran estudio, El fantasma de la calle morgue (Phantom of the rue morgue, 1954), propuesta que sin trascender los márgenes del clasicismo anticipa algunas de las constantes que el género adoptará a partir de la década de 1960.
En el filme original de Curtiz, el contrapunto distendido, casi frívolo, a las siniestras actividades de Ivan Igor / Henry Jarrod lo ejercía una intrépida periodista de sucesos que comparte piso con la prometida de uno de los escultores que trabaja en el museo (personajes interpretados por Fay Wray y Allen Vincent, respectivamente). Es en el personaje de la mítica protagonista de King Kong (Id., Ernest B. Schoedsack y Merian C. Cooper, 1933) en el que de forma nada casual el trastornado Igor creerá ver la plasmación de la Belleza absoluta que busca desesperadamente para la figura de cera de Maria Antonieta. En Los crímenes del museo de cera, y aquí radica por desgracia la única diferencia fundamental entre ambos filmes, esta subtrama aparece notablemente cambiada: aquí no hay ninguna periodista, aunque Phyllis Kirk interpreta a la compañera de apartamento de una de las primeras víctimas de Jarrod, Cathy (Carolyn Jones), a la que creerá reconocer en la figura de cera de Juana de Arco. Tras ser perseguida por el mismo hombre monstruoso responsable del asesinato de Matthew Burke, contará con la ayuda de un joven escultor que pronto empezará a trabajar en el museo, Scott (Paul Picerni), más adelante también de la policía, para tratar de desenmascarar al asesino. La escena en la que el misterioso hombre de negro con la cara deformada y sus dos ayudantes (Nedrick Young y Charles Buchinsky) [3] roban el cadáver de Cathy del depósito de cadáveres dejándolo caer por una ventana atado a una cuerda es prácticamente idéntica a la de Los crímenes del museo, del mismo modo que el diseño del espacioso sótano del museo en el que se encuentra el taller, dominado por la inmensa olla utilizada para llevar la cera a ebullición, son muy similares, más espectacular incluso en el filme de Curtiz que en su nueva versión.
La utilización de las tres dimensiones, en contra de lo que puede parecer en un primer momento, tampoco diferencia en exceso ambos filmes, ya que el efecto estereoscópico de la imagen sólo es utilizado en momentos muy puntuales que a la postre carecen de relevancia para el desarrollo de la acción, caso de la (absurda) presencia de un animador durante la inauguración del museo que juega con una pelota ligada a una pequeña pala, lanzándola hacia los espectadores. El desenlace de Los crímenes del museo de cera es prácticamente idéntico, también, al de Los crímenes del museo: la captura del personaje interpretado por Nedrick Young y el descubrimiento de un reloj que había pertenecido a un fiscal desaparecido misteriosamente tiempo atrás –Jarrod lo mató simplemente porqué su fisonomía era idéntica a la de William Kemmler, el primer reo ejecutado en la silla eléctrica en Estados Unidos, pieza fundamental del museo– marcará el principio del fin. La policía, comanda por el avispado Teniente Brennan (Frank Lovejoy), utilizará la adicción al alcohol del personaje para torturarlo psicológicamente y conseguir su confesión. Paralelamente, el personaje interpretado por Phyllis Kirk descubrirá el verdadero rostro de Jarrod al golpearlo para desembarazarse de él en el museo, rompiendo su máscara de cera: aunque durante todo el metraje se ha valido de una silla de ruedas y dos muletas para moverse, no está impedido ni mucho menos (de hecho, su aspecto desvalido deviene la coartada perfecta para poder realizar sus fechorías sin despertar ninguna sospecha). Pero como marcaba aún la rígida censura impuesta por el Código Hays vigente desde 1934 –y que extendería su nefasta influencia, cada vez más débil, hasta 1967–, el villano no sólo no puede salirse con la suya sino que también debe morir: en un clímax final bastante menos espectacular y bastante más torpe de lo que era de esperar, Jarrod será abatido por los disparos de la policía y acabará desintegrado en la olla de cera que estaba a punto de verter sobre el cuerpo de su María Antonieta.
FICHA TÉCNICO-ARTÍSTICA:
EUA, 1953. 85 minutos. Color. Dirección: André De Toth Producción: Bryan Foy, para Warner Bros. Guión: Crane Wilbur, sobre el relato “The wax works” de Charles Belden Fotografía: Bert Glennon Música: David Buttolph Dirección artística: Stanley Fleischer Montaje: Rudi Fehr Intérpretes: Vincent Price (Henry Jarrod), Frank Lovejoy (Teniente Tom Brennan), Phyllis Kirk (Sue Allen), Carolyn Jones (Cathy Gray), Paul Picerni (Scott Andrews), Roy Roberts (Matthew Burke), Angela Clarke (Sra. Andrews), Paul Cavanagh (Sidney Wallace).