publicado el 25 de julio de 2014
Charles B. Pierce (1938-2010) fue un prolífico decorador y realizador autodidacta de no muy extensa filmografía (doce títulos en veinticinco años); especializado en westerns independientes de relativo interés, sus tres películas más recordadas –mejor obviar Terror azul (The barbaric beast of Boggy Creek part 2, 1985)– se inscriben curiosamente en la órbita de horror y conforman una suerte de trilogía sobre los secretos ocultos, en muchos casos inconfesables, de la Norteamérica profunda. Clara evolución de sus anteriores The legend of Boggy Creek Creek (1972) y Pánico al anochecer (The town that dreaded sundown, 1976), Los desahuciados (The evictors, 1979) puede considerarse la culminación de su estilo, marcadamente naturalista, así como una de las últimas y más interesantes aportaciones al llamado “American gothic”.
Pau Roig | El nombre de Pierce, sin embargo, no aparece ni de pasada en uno de los principales libros que estudian el cine de terror producido en Estados Unidos entre 1968 y 1980, precisamente titulado American gothic, tan mal coordinado –no nos cansaremos de repetirlo– como es habitual en Antonio José Navarro. Centrado principalmente en producciones de bajo presupuesto que abordan “lo terrorífico y lo fantástico –radicado siempre en los USA– desde una perspectiva contemporánea, aquí y ahora, sin metafóricas invenciones de un pasado más o menos romántico” [ver nota][1], entre los temas y obsesiones recurrentes de esta corriente o subgénero pueden citarse la desintegración de la estructura social y familiar tradicional, y la confrontación violenta entre el mundo rural y el mundo urbano, trasunto de una lucha entre tradición y modernidad, esclavitud (sobretodo moral) y libertad, sin menospreciar aproximaciones realistas a temas característicos del género (el satanismo, los asesinos en serie). Los motivos en apariencia heterogéneos que ofrece en estos convulsos años “aparecen unidos por su pertenencia a un tema principal que los unifica: la Familia”, de manera que el tema de la humanidad definitivamente invadida por las fuerzas del mal “se identifica con el fracaso de un modelo social –el capitalismo tardío– cuya incapacidad para el mantenimiento de las estructuras vigentes ha acabado liberando las fuerzas más destructivas del inconsciente”. De los impulsos psicopáticos hasta la influencia de lo demoníaco, de las catástrofes ecológicas hasta el triunfo final del mal –que en este período empieza a combatir en igualdad de condiciones con el tradicional final feliz–, el discurso de estas propuestas puede resumirse en un único y demoledor mensaje, “el convencimiento de que las estructuras sociales y la propia condición humana están irremisiblemente condenadas a la catástrofe, a la indefensión total ante unas fuerzas malignas que no son otra cosa que la aberrante deformación neurótica de sus propios temores” [ver nota][2]. Dejando de lado The legend of Boggy Creek, desvalazada ópera prima basada en los testimonios y las vivencias de los habitantes de una pequeña población de Arkansas que aseguraban haber visto y / o mantenido contacto con una misteriosa criatura similar a un gorila gigante, resulta difícil encontrar dos títulos que se ajusten más al “American gothic” que Pánico al anochecer y Los desahuciados, dos producciones independientes de bajo presupuesto realizadas con el apoyo de un equipo técnico de confianza de Pierce (especialmente el compositor Jaime Mendoza-Nava y el director artístico John Ball). La primera recrea una misteriosa serie de crímenes sin resolver que aterrorizaron una ciudad de Texas en 1946, bautizados bajo el efectista nombre de “Los asesinatos de la luna llena de Texarkana”, y alterna de forma irregular las brutales escenas de las muertes con las evoluciones de las autoridades encargadas del caso, dirigidas con mano de hierro por el veterano agente federal que incorpora Ben Johnson. El resultado se sitúa en un curioso término medio entre el western crepuscular más desaforado, cultivado poco antes por cineastas como Sam Peckinpah, y el giallo italiano entonces en boga en Europa, anticipando elementos y recursos que harán furor después en el slasher pero haciendo gala, al mismo tiempo, de una curiosa voluntad antropológica / documental: igual que en Los desahuciados, la práctica totalidad de la acción transcurre a plena luz del día y en escenarios de gran belleza natural, aspecto que entronca con otra de las obras cumbre del período, la nunca suficientemente reivindicada El otro (The other, Robert Mulligan, 1972). La visualización del misterioso asesino, bautizado por la prensa con el nombre de “Phantom killer” (“Fantasma asesino”), es una de las más estremecedoras de esos años: cubre su rostro con una especie de saco blanco similar a las capuchas utilizadas por el Klu Klux Klan y sus bien dosificadas apariciones vienen marcadas por su respiración irregular, sin ninguna clase de subrayado musical.
Los desahuciados (re)incide con mayor fortuna tanto en las características como en el tono de Pánico al anochecer para proponer, en primera instancia, una relectura más del tema de las casas malditas, que no necesariamente encantadas. La verdadera protagonista del filme es la mansión Monroe, una bucólica construcción de madera de 1840 situada en un barrio tranquilo de la ciudad de Shreveport, en Luisiana: desde el violento desahucio de sus propietarios en el verano de 1928 (visualizado en un escueto e inconcluso prólogo en blanco y negro, cuyas imágenes se alternan con los títulos de crédito), todos sus inquilinos han muerto en extrañas circunstancias, una sucesión de muertes nunca resueltas y de las que no ha sido informado el matrimonio protagonista. Ben y Ruth Watkins (Michael Parks y Jessica Harper) se acaban de instalar en la que creen que va a ser la casa de su vida procedentes de Nueva Orleans y sólo a medida que avance el metraje irán conociendo los escabrosos detalles de su historia. El guión escrito por el propio realizador junto a los oscuros Garry Russoff y Paul Fisk dosifica la información de manera hábil e inteligente, intercalando en la trama flashbacks en blanco y negro que relatan la historia de los anteriores inquilinos. Ninguno de los habitantes de Shreveport duda que la casa esconde un terrible secreto y todos hablan de ella en voz baja y con miedo, poniendo de manifiesto la contradicción brutal entre la explicación oficial de los hechos (la mayoría de las muertes se consideraron accidentales) y los contundentes ataques de una misteriosa figura mostrada siempre a contraluz y con el rostro cubierto por un sombrero de ala ancha, una silueta espectral que espera el momento oportuno para atacar escondida entre las sombras. Lejos de revelarse artificiosa, la utilización del blanco y negro otorga a estas escenas un mayor aire de misterio, subrayando la amenaza sobre el presente de un pasado no muy lejano pero que parece perdido en la noche de los tiempos. Tras encontrar una nota amenazante en el buzón ( “I want you to move”/ “Quiero que te vayas”), Ruth conocerá a través de un vendedor ambulante la terrible muerte del matrimonio Mullins (Mary Branch y John Meyer), ocurrida el 16 de junio de 1934 y mostrada por Pierce con un estilo efectista deliberadamente contrapuesto al tempo pausado y melancólico del presente del relato: el marido fue asesinado en el granero, la mujer fue atacada con una hoz y luego arrastrada a través del campo atada a una mula hasta quedar prácticamente irreconocible. El personaje interpretado por la protagonista de El fantasma del paraíso (Phantom of Paradise, Brian de Palma, 1974) y Suspiria (Id., Dario Argento, 1977) pronto empezará a sospechar que quizá la mansión Monroe no es la casa de sus sueños, y sus temores pronto tomarán forma: durante un apagón provocado por una fuerte tormenta, verá un desconocido mirándola fijamente y de forma no especialmente amistosa a través de la ventana de la cocina… Al día siguiente Olie Gibson (Sue Ane Langdon), su vecina más cercana, le relatará la muerte del matrimonio Rhinehart (John Milam y Roxanne Harter), ocurrida el 18 de diciembre de 1939; el mismo responsable de la muerte del matrimonio Mullins cortó la luz del edificio y, tras el regreso de la pareja por la noche, electrocutó al hombre tras haber manipulado la caja de fusibles y seguidamente persiguió a la mujer hasta el interior de la casa, una de las escasas escenas en las que Pierce juega la baza del fuera de campo: el asesino sale del interior del inmueble con la mujer en brazos como si la hubiera asesinado… Tras dejar su cuerpo inerte en el interior del cobertizo y prenderle fuego, sin embargo, constataremos con horror que aún respira, que morirá quemada viva. Ruth no tardará en sufrir en sus propias carnes el acoso del hombre misterioso: tras asesinar salvajemente con un hacha y por la espalda al vendedor ambulante en una escena mostrada en parte a través de la visión subjetiva del asesino, atacará de noche a la mujer aprovechando la ausencia de su marido por motivos de trabajo; la imagen del hombre bajando lenta pero implacablemente las escaleras del primer piso a contraluz y con el sombrero puesto, acercándose a Ruth como si fuera un de fantasma vengativo, es sobrecogedora y puede contemplarse como un leve indicio del inesperado desenlace, tan imprevisible como, en el fondo, coherente. La mujer conseguirá refugiarse en casa de Olie, que tras la llegada de Ben no dudará en ofrecer al matrimonio la vieja escopeta del su marido, supuestamente fallecido siete años atrás. Acuciado por el trabajo y preocupado por tener que dejar sola en casa a su mujer, Ben no dudará en comprar una pistola para que Ruth pueda defenderse en caso de un nuevo ataque, algo que ocurrirá esa misma noche: tras vaciar el cargador del arma sobre el siniestro desconocido sin provocarle ni un rasguño, la mujer subirá al dormitorio a buscar la escopeta pero acabará disparando a bocajarro a Ben, que había vuelto a casa antes de lo previsto tras constatar que nadie respondía sus llamadas telefónicas. Gravemente herido, Ben conseguirá no obstante disparar al asesino justo en el momento en el que se disponía a violar a Ruth tras haberle arrancado la camisa con un cuchillo…
Más allá incluso de su delicada puesta en escena y de su excelente dirección de actores, si Pierce se hubiera decantado en este punto por un final feliz Los desahuciados no dejaría de ser un thriller con algunas pinceladas melodramáticas, más o menos aplicado, más o menos rutinario. Y es precisamente la brutalidad de su desenlace, en el que no es difícil apreciar ecos de uno de los finales más demoledores del terror estadounidense de la década de 1970 –el plano que cierra Carrera con la muerte (Race with the devil, Jack Starrett, 1975)–, la que otorga al filme su sentido último y definitivo acercándolo, incluso, al horror sobrenatural. La pesadilla de Ruth, en efecto, no ha hecho más que empezar: el cuerpo del asesino misterioso ha desaparecido sin dejar ni rastro y Ben fallecerá esa misma noche el hospital por los disparos que ella misma le ha propinado… Primera vuelta de tuerca: tras abandonar precipitadamente el entierro, Olie regresará a su casa para revelar a los espectadores su verdadera identidad; es la antigua propietaria de la casa Monroe, que junto a su marido consiguió escapar con vida del tiroteo derivado del desahucio de 1928. La policía creyó que los dos cadáveres encontrados en el cobertizo eran los suyos y desde entonces han vivido en la misma ciudad, la mujer con una nueva identidad y postrada en una silla de ruedas a consecuencia de los disparos de la policía, el hombre escondido y saliendo sólo por las noches de su habitación. “El plan siempre ha funcionado, nadie va a vivir en nuestra casa”, le dirá Olie a Dwayne (Glen Roberts) instantes antes de ser cosida a navajazos por su propio marido, herido de bala la noche anterior y molesto por la actitud comprensiva de su mujer hacia el matrimonio que ha estado a punto de quedarse con su mansión. Obsesionado con la idea de acabar con Ruth, Dwayne intentará hacerse pasar entonces por Olie para poner fin a la vida de la mujer aprovechando su última visita, ya que tras la muerte de Ben pretende abandonar la ciudad, una breve pero pedestre escena de travestismo inspirada en Psicosis (Psycho, Alfred Hitchcock, 1960) que chirría notablemente en el conjunto del filme. El asesino será finalmente abatido por los disparos propinados por el agente inmobiliario que había acompañado a Ruth hasta la casa. Testigo mudo hasta entonces de la desdicha de la pareja, Jake Rudd (Vic Morrow) se erige así en protagonista absoluto del desenlace y parece ser, de hecho, el único personaje que conoce la verdadera historia, o mejor la verdadera naturaleza de la mansión Monroe. Segunda vuelta de tuerca: la acción se traslada cinco años después, a 1947, para mostrar la llegada de nuevos inquilinos a la casa, el matrimonio Bumford (Dennis Fimple y Twyla Taylor); es el propio Rudd, finalmente casado con Ruth tras un (desagradable) intento de flirteo en una comida al principio del metraje, quién les venderá la mansión que pronto se convertirá en su tumba. Una voz en off sobre un plano general de la casa relata la terrible suerte de sus últimos habitantes: el 3 de junio de 1948 la mujer fue encontrada muerta en el jardín y tres meses después su marido apareció colgado en la habitación principal. Desde entonces, nadie ha vuelto a poner los pies en la mansión, detalle en apariencia baladí pero que nos sitúa de golpe y porrazo en la actualidad y que certifica que el Mal, así en mayúsculas, sigue acechando en su interior. Abrupto, descarnado, inabarcable en sus monstruosas implicaciones / sugerencias, el final de Los desahuciados abre la puerta a la intangible presencia de lo diabólico y supone un broche de oro a un retrato a la vez sangrante y desencantado, estilizado y perturbador de la Norteamérica profunda, extrapolable de hecho, a toda la sociedad estadounidense, con sus secretos, sus misterios y sus horrores que nunca llegarán a resolverse.
FICHA TÉCNICO-ARTÍSTICA:
Estados Unidos, 1979. 92 minutos. Color. Título original: The evictors Dirección y producción: Charles B. Pierce, para American International Pictures / Charles B. Pierce Guión: Charles B. Pierce, Garry Rusoff y Paul Fisk Fotografía: Chuck Bryant Música: Jaime Mendoza-Nava Dirección artística: John Ball Montaje: Shirak Khojayan Intérpretes: Vic Morrow (Jake Rudd), Michael Parks (Ben Watkins), Jessica Harper (Ruth Watkins), Sue Ane Langdon (Olie Gibson).