publicado el 31 de julio de 2006
Pude ver Loft (2006) por primera y única vez el pasado mes de abril dentro del contexto del octavo Festival de Cine Independiente de Buenos Aires. La sala de la avenida Santa Fe en la que la proyectaron es una de las pocas que todavía conservan esas vastas y enormes pantallas pensadas para mostrar Monument Valley en panorámico cinemascope. Merced al entusiasmo que despierta el evento, estaba llena de cabo a rabo. El público era por demás heterogéneo, pero a esta altura huelga decir que quienes acuden a las funciones del Bafici tienen una cierta competencia cinéfila que les evita asistir ignorando de qué va la cosa. Así, entre críticos, estudiantes de cine, y espectadores ya iniciados, comenzamos a ver la última película de Kiyoshi Kurosawa, de quien se habían proyectado con éxito notable casi una decena de títulos en la anterior edición del festival, y que cuenta con una buena cantidad de adeptos en el país.
Marcos Vieytes | Esta introducción responde a la necesidad de comunicarles que Loft es una película que sólo he podido ver en una ocasión, por lo que todo juicio expuesto puede ser considerado como parcial, pero también para expresarles la magnitud de mi sorpresa al ver como buena cantidad de ese público al que no dudo en calificar de competente se levantaba de la sala antes de que la película acabase. De hecho, aproximadamente cuatro de cada cinco críticos argentinos aborrecieron la película aunque la mayoría de ellos ha preferido fingir indiferencia con tal de no arriesgar un juicio, y ello también se corresponde con la decisión de ignorarla a la hora del balance final del festival que redactaran para los medios más importantes de este país.
Pero sospecho que a Kurosawa no le disgustaría demasiado saberlo, pues Loft es una película pensada para desconcertarnos. En lugar de filmar otro éxito japonés de jóvenes malditas, cosa que amaga ser Loft cuando nos presenta, allá por el principio, a la clásica protagonista de cabello lacio y largo vomitando una masa semilíquida, viscosa y verde; o repetirse con una nueva cinta de terror existencial a imagen y semejanza de Kairo (2001), esa obra maestra suya y de la historia del cine; u homenajear de forma explícita a los orígenes del terror occidental con momias y todo, Kiyoshi Kurosawa filma eso y mucho más, o menos dado el carácter inacabado y cambiante de la historia. Filma algo así como una película-antología llena de secuencias brillantes que desmitifican la veleidad autoral tanto como distorsionan las fórmulas del género para regalarnos el placer del asombro continuo. Una película con variaciones que incluye un par de finales distintos y repentinos cambios de tono, todos ejecutados con lúdica precisión.
Nada podemos dar por sentado en Loft, nada sucede como lo esperamos. Están las convenciones del cine de terror, pero deformadas hasta el absurdo, lo que da pie a la aparición, incluso, del humor más kitsch. Humor que no funcionaba del todo en Doppelganger pero que aquí lo hace quizás porque irrumpe casi siempre inesperadamente.
Nada podemos dar por sentado en Loft, nada sucede como lo esperamos. Están las convenciones del cine de terror, pero deformadas hasta el absurdo, lo que da pie a la aparición, incluso, del humor más kitsch. Humor que no funcionaba del todo en Doppelganger pero que aquí lo hace quizás porque irrumpe casi siempre inesperadamente. Por lo que la risa no viene a calmar ninguno de nuestros temores, sino a desconcertarnos todavía más. La incertidumbre no cesa nunca. El vaivén entre el terror y la comedia acaba por desarmar todos nuestros reflejos, todas nuestras respuestas de espectador advertido. Y creo que ella es la razón por la que decepcionó a tantos cinéfilos. Su cambiante naturaleza pone nerviosos a quien intente clasificarla. Por lo que no tengo dudas de que el público que acuda a verla sin expectativas ni prejuicios culturales previos será capaz de gozar enormemente con ella.
En Loft hay, básicamente, cuatro personajes de relevancia. Una escritora cuya salud está fallando desde que intenta terminar con su nueva novela. Su representante, quien para facilitarle el trabajo en soledad le presta una casa en las afueras que carga con un luctuoso antecedente no debidamente exorcizado. Un arqueólogo al que conocerá en circunstancias tan nocturnas como sospechosas, y un bulto del que este nunca se aparta. Además, están los espacios: el herrumbroso edificio universitario alzado frente a la ventana de la escritora, el jardín de invierno en donde está instalado el generador de electricidad al que la protagonista debe acudir cada vez que se corta la luz, la morgue de las viejas grabaciones halladas en la universidad, entre otros. Esos espacios que en Kairo abrumaban por su soledad, y que aquí Kurosawa fragmenta mediante un montaje juguetón para exacerbar la siniestra latencia del mal que crispa los nervios y amenaza con la sensación de que algo fundamental se esconde a nuestra mirada entre corte y corte, entre un plano y otro, en los huecos escamoteados de la imagen.
Este juego consciente del director con nuestra mirada se hace explícito cuando los mismos personajes de la película ocupan el lugar de espectadores en una secuencia singular, construida alrededor de una falsa filmación forense. En ella hay una morgue, una mesa de autopsias, un cadáver debajo de una sábana y poco más: las paredes, el piso, las puertas y un médico que pasa ocasionalmente al fondo del cuadro. Sin embargo, hay un elemento que distingue a esa filmación de otras: la imagen, tomada por una cámara siempre fija en el mismo lugar, ha sido editada a intervalos regulares de modo tal que vemos lo que pasa a lo largo de las horas, días, y semanas en que el cuerpo es observado. El efecto es tan hipnótico como los planos de la medusa en Bright Future (2003). Aunque nada sucede, aunque nada signifiquen finalmente, nuestra mirada primero los llena de cambiantes significados para luego darse cuenta de que valen justamente por la carencia de los mismos, por su belleza vacía de relato, por su absoluto sin sentido. El que no lo admita, el que le busque explicación, se quedará definitivamente fuera de ese juego abierto y absurdo que es esta última película de Kurosawa.