publicado el 1 de agosto de 2006
La distribuidora S.A.V. lanzó al mercado hace unos meses cinco producciones de terror y ciencia-ficción producidas y / o distribuidas por la compañía American International Pictures (AIP) a finales de la década de 1950. 'Voodoo Woman' (Edward L. Cahn, 1957), 'Blood of Dracula' (1957) y 'How to Make a Monster' (1958), dirigidas por Herbert L. Strock, 'The Spider' (Bert I. Gordon, 1958) y 'Teenage Caveman' (Roger Corman, 1958) prácticamente nunca se habían podido ver antes en España y constituyen ejemplos casi modélicos del cine independiente de serie B y serie Z en qué se especializó la compañía de Samuel Z. Arkoff y James H. Nicholson, a veces con resultados sorprendentes.
Pau Roig | James H. Nicholson, hasta entonces responsable de ventas de la Real Art Production Company, y el abogado de Hollywood Samuel Z. Arkoff fundaron la distribuidora y productora cinematográfica American International Pictures (AIP, primero llamada American Releasing Corporation) en 1954. Hábiles hombres de negocios que conocían a fondo el mundillo de la producción y la distribución, Nicholson y Arkoff fueron probablemente los dos primeros empresarios en darse cuenta del potencial de la audiencia joven y adolescente en una época especialmente turbulenta dentro de la cinematografía estadounidense, marcado por el desmantelamiento del sistema de estudios y la fin del llamado período clásico del cine norteamericano. Su apuesta modesta pero decidida por el cine de los géneros comerciales más populares del momento –acción, comedia, terror y ciencia-ficción, musical– revolucionó el gris panorama cinematográfico de mediados de la década de 1950 y principios de la de 1960 con numerosos títulos rodados con presupuestos ínfimos pero con resultados (más o menos) aceptables.
La AIP es especialmente recordada por la producción de una serie de adaptaciones de relatos del escritor Edgar Allan Poe dirigidas por Roger Corman entre 1960 y 1964, pero desde el inicio de sus actividades distribuyó y en menor medida produjo decenas de filmes de terror y ciencia-ficción de directores hoy en día prácticamente olvidados –Edward L. Cahn, Herbert L. Strock, Gene Fowler Jr. (1917–1998), entre otros– y con un limitado pero recurrente equipo técnico en el que destacan, por ejemplo, el productor Herman Cohen (1925–2002), el técnico en efectos especiales y diseñador de monstruos Paul Blaidsell (1927–1983), el guionista Abel Kandel (1897–1993), más conocido quizá por el seudónimo de Kenneth Langstry, o los compositores Paul Dunlap (nacido en 1919) y Albert Glasser (1916–1998).
Voodoo Woman: la femme fatale y el mad doctor
Prácticamente desconocida en España, la figura de Edward L. Cahn (1899–1962) es una de las más representativas del cine de género producido al margen de la gran industria de Hollywood durante las décadas de 1940 y 1950; muchas veces, más por desconocimiento de su extensa obra que por otra cosa, su nombre se ha asociado al del injustamente revalorizado Ed Wood como uno de los peores directores de la historia del cine, cuando este dudoso honor debería otorgarse a cineastas (¿?) de la calaña de Al Adamson, Ted V. Mikels o Herschell Gordon Lewis, por citar sólo unos pocos nombres.
Cahn rodaría hasta doce películas para la American International Pictures en menos de diez años, aunque su filme de terror y ciencia-ficción más conocido y reivindicado, It! The Terror from Beyond Space (1958), precursor de Alien, el octavo pasajero (Alien, Ridley Scott, 1979), fue distribuido por United Artists. Esta película, y también otros títulos suyos como Creature with the Atom Brain (1955), Invasion of the Saucer Man y Zombies of Mora Tau, de 1957, o The Four Skulls of Jonathan Drake e Invisible Invaders, de 1960, son modélicos ejemplos de la serie B de género norteamericana: producciones rodadas en pocos días con presupuestos ridículos, con una duración nunca superior a los 75 minutos y sin actores especialmente conocidos, con unos efectos especiales de cartón piedra, una ingenuidad desarmante y una marcada tendencia al delirio argumental como principales marcas de estilo. Voodoo Woman no es ni mucho menos la excepción, aunque presenta ecos lejanos de una de las más conocidas novelas de H. G. Wells, La isla del Dr. Moreau (1896): la trama del filme sigue las peripecias, del todo improbables, de Marilyn Blanchard (Marla English), una ambiciosa mujer estadounidense que ha organizado una expedición a una remota zona de las Antillas en busca de oro junto con su prometido, donde acabará en manos del enloquecido científico de turno, el doctor Roland Gerard (Tom Conway), obsesionado en crear una nueva raza de superhombres a partir de la conjunción entre la magia vudú que practican los indígenas de la zona y la medicina.
Voodoo Woman llama especialmente la atención por el descacharrante humor negro, quizá involuntario pero igualmente efectivo, que tiñe el guión escrito por Russ Bender y V. I. Voss, así como por la agudeza de muchos diálogos y por la inesperada profundidad psicológica de algunos de los personajes
A diferencia de la mayoría de producciones similares de la época, Voodoo Woman llama especialmente la atención por el descacharrante humor negro, quizá involuntario pero igualmente efectivo, que tiñe el guión escrito por Russ Bender y V. I. Voss, así como por la agudeza de muchos diálogos y por la inesperada profundidad psicológica de algunos de los personajes, desde la femme fatale protagonista, quién no duda en asesinar a sangre fría a su prometido para conseguir sus objectivos, hasta el científico ambicioso y sin escrúpulos que mantiene prisionera a su esposa y la entrega a una tribu de indígenas para que la sacrifiquen cuando intenta escapar, pasando por el delicioso camarero / propietario de un hotel de la zona, que no duda en robar e incluso asesinar a algunos de sus clientes por dinero. Cahn filma tal juego de despropósitos con una concisión admirable, sin escenas redundantes y un ritmo incluso trepidante, cerrando el conjunto con una escena presumiblemente abierta a una continuación que nunca llegaría a realizarse.
La sangre de Drácula: La mujer rebelde
Si la obra de Edward L. Cahn es muy poco conocida en España, menos lo es todavía la de otro cineasta recurrente del cine de terror y ciencia-ficción de serie B y serie Z de esos años, Herbert L. Strock (1918–2005), responsable, por ejemplo, de uno de los mayores éxitos comerciales de la AIP, I was a Teenage Frankenstein (1957), continuación de I was a Teenage Werewolf (Gene Fowler, 1957). Es una lástima que ninguno de estos dos filmes se hayan editado en DVD en España, ya que Blood of Dracula es, juntamente con Teenage Caveman, el peor de los cinco títulos que integran “The DVD Lreaks Library”. La película bien puede contemplarse como la tercera entrega de la serie de monstruos adolescentes, esta vez en clave vampírica (podría haberse titulado perfectamente 'I was a teenage vampire'), y es una desafortunada conjunción de los elementos característicos del cine de género impulsado por la AIP desde mediados de la década de 1950: el cóctel de terror, ironía, juventud rebelde y adolescencia traumática propuesto esta vez por el guionista Abel Kandel, pese a contar con algunos detalles de interés, resulta plano y previsible de principio a fin.
El argumento, si cabe aún más delirante que el de Voodoo Woman, explica la historia de Nancy Perkins (Sandra Harrison), una chica rebelde y orgullosa internada en contra de su voluntad por su padre y su madrastra en una residencia femenina, que acabará convertida en una monstruosa vampira después de ser sometida a una sesión de hipnosis por una de las profesoras del centro, la señorita Branding (Louise Lewis), quién tiene en su poder un amuleto procedente de los Cárpatos (ahí acaba, de hecho, cualquier relación con el personaje creado por Bram Stoker, citado explícitamente en el título pero al que ni siquiera se nombra a lo largo del metraje).
La película bien puede contemplarse como la tercera entrega de la serie de monstruos adolescentes, esta vez en clave vampírica (podría haberse titulado perfectamente 'I was a Teenage Vampire'), y es una desafortunada conjunción de los elementos característicos del cine de género impulsado por la AIP desde mediados de la década de 1950.
Más ingenua que irónica, con un reparto de circunstancias bastante justito, Blood of Dracula mezcla sin demasiada imaginación ideas y detalles recurrentes del cine más comercial de la época –desde el rock n’roll (Jerry Blaine canta y baila el tema “Puppy love” acompañado por un grupo de chicas en una escena que no viene a cuento de nada), hasta los más o menos maliciosos apuntes sexuales que no excluyen las referencias al lesbianismo, presentes en toda película ambientada en una residencia femenina que se precie–, pero su pretensión de actualizar las claves del terror vampírico en la sociedad estadounidense de la década de 1950 se revela desfasada y desajustada. Sólo algunos apuntes interesantes, como la caracterización de la profesora de química obsesionada en explotar la maldad que los hombres, y más especialmente las mujeres, tienen en su interior con el objectivo de salvar a la humanidad de sí misma, o el diseño terriblemente psicodélico de la vampira, obra de Phillip Scheer, levantan ligeramente el interés de la función. Blood of Dracula, además, es el único de los DVD de la colección que se presenta sólo en versión doblada, lo cual resulta absurdo y un lastre añadido para la visión del film.
How to Make a Monster: el cine dentro del cine
How to Make a Monster, realizada pocos meses después que Blood of Dracula por prácticamente el mismo equipo técnico, es sin duda alguna la mejor producción de todas las integrantes de “The DVD Freaks Library”, no sólo porque prescinde de los elementos más abiertamente kitsch e incluso humorísticos de muchas de las anteriores producciones de la AIP, sino especialmente por su tono entre serio y fatalista y por la inustida madurez y vigencia de sus propuestas. La película es, incluso antes que un filme de terror, que también, una lúcida y profunda reflexión sobre el propio género, aunque no tanto sobre sus mecanismos como sobre su estatus y condición, así cómo su recepción por parte del público.
La historia del maquillador Pete Dumond (Harris), quién después de ser despedido por la nueva dirección del estudio cinematográfico donde trabaja, que ya no cree en la viabilidad de las películas de terror, decide utilizar a sus dos más célebres creaciones, el hombre-lobo (Gary Clarke) y el monstruo de Frankenstein (Gary Conway) para vengarse, presenta evidentes paralelismos con la situación del cine de terror en la época en la que se ambienta la película, y por momentos incluso parece desmitificar las propias producciones del género de la AIP: el filme, como no podía ser de otra manera, cuenta también con un número musical –“You’ve got to Have Eo-ooo”, cantado por John Ashley–, pero el tono es radicalmente diferente al utilizado, por ejemplo, en Blood of Dracula. El humor (o no) del filme precedente deviene aquí humor negro, pero tan negro que raya incluso en el sarcasmo o, mejor, en el cinismo. How to Make a Monster puede invitar a la sonrisa, incluso a la risa en algún momento, pero deja un poso de melancolía e incluso de tristeza en los espectadores, que difícilmente llegarán a identificarse con el desdichado protagonista aunque se dedique a asesinar a los estúpidos ejecutivos de turno del estudio cinematográfico (uno de ellos interpretado por el propio productor y coguionista de la película Herman Cohen, que es asesinado en la sala de proyección).
Pete Dumond es, al fin y al cabo, un refinado y maquiavélico psicópata, uno de los más complejos y extraños asesinos en serie propuestos por el cine de terror psicológico realizado antes de Psicosis (Psycho, Alfred Hitchcock, 1960). Así queda patente en la impresionante escena final ambientada en la siniestra mansión dónde vive, repleta de cabezas y figuras de cera que él mismo trata como si fueran sus propios hijos.
Pete Dumond es, al fin y al cabo, un refinado y maquiavélico psicópata, uno de los más complejos y extraños asesinos en serie propuestos por el cine de terror psicológico realizado antes de Psicosis (Psycho, Alfred Hitchcock, 1960). Así queda patente en la impresionante escena final ambientada en la siniestra mansión dónde vive, repleta de cabezas y figuras de cera que él mismo trata como si fueran sus propios hijos, más o menos inspirada en el clímax final de Los crímenes del museo de cera (House of Wax, André De Toth, 1954). El filme abunda, además, en detalles de una considerable virulencia (la muy enfermiza relación del maquillador con su asistente medio retrasado, interpretado por Paul Brinegar, por ejemplo), al mismo tiempo que cuenta con diversas ideas brillantes de guión: Dumond utiliza un compuesto químico de su invención para, a través del maquillaje, hipnotizar a los jóvenes actores para qué obedezcan ciegamente sus órdenes sin recordar después ningún detalle de los terribles actos que han cometido.
The Spider: apuntes sobre Bert I. Gordon
Bert I. Gordon (nacido en 1922) podría tener sin demasiados problemas un puesto de honor en la lista de los peores directores de la historia del cine antes esbozada, no tanto por sus modestísimas producciones de la década de los cincuenta como por sus realizaciones posteriores, muy pocas de las cuáles han llegado a verse en España –las demenciales El alimento de los dioses (Food of the Gods, 1976) y El imperio de las hormigas (Empire of the ants, 1977), por ejemplo–. Técnico en efectos especiales del todo artesanales antes que director (fue el creador de los llamados stock-shots, efectos especiales muy baratos conseguidos a partir de transparencias y sobreimpresiones), Gordon vivió su momento de máxima actividad y repercusión durante la década de 1950, cuando llegó a ser conocido por el apelativo de “Mr. Big” por su obsesión por el gigantismo, tema al que dedicó más de media docena de filmes entre los que destacan King Dinosaur (1955), The Amazing Colossal Man y The Cyclops, de 1957, War of the Colossal Beast (1958) y la propia The Spider (1958), sin duda uno de sus trabajos más completos y recomendables.
Planteada en un principio como una más o menos descarada explotación comercial de uno de los grandes éxitos del cine de ciencia-ficción de la época, Tarántula (Tarantula, Jack Arnold, 1955), la película trasciende en muchos momentos su condición de monster-movie de tercera división para constituirse en un auténtico filme de terror.
Planteada en un principio como una más o menos descarada explotación comercial de uno de los grandes éxitos del cine de ciencia-ficción de la época, Tarántula (Tarantula, Jack Arnold, 1955), la película trasciende en muchos momentos su condición de monster-movie de tercera división para constituirse en un auténtico filme de terror. La araña gigante del título extiende sus dominios por una extensa galería de cuevas subterráneas en escenas rodadas en impresionantes escenarios naturales de los Estados Unidos (concretamente en el Parque Nacional de Carlsbad, en Nuevo Méjico, y en Bronson Canyon, Los Angeles), y la amenaza que representa, a diferencia de la gran mayoría de producciones de ciencia-ficción de la época, es mucho más física que social, es decir, no afecta tanto al mundo o al conjunto de la sociedad como a un reducido grupo de personajes. El origen de su gigantismo no es explicado en ningún momento (dado por muerta al principio, la araña es trasladada al instituto de la ciudad y resucita... cuando un grupo de estudiantes ensayan un tema de rock ‘n’ roll para el baile de fin de curso), y la violenta visualización de sus ataques, filmados en su práctica totalidad en rápidos travellings contrapicados que descienden hacia el rostro aterrorizado de las víctimas, resultan más que significativos en este sentido. La araña es la verdadera protagonista de un filme en el qué los personajes principales tienen muy poca consistencia y casi ningún interés: Gordon se limita a ilustrar de manera bastante plana y rutinaria la historia de dos adolescentes enamorados que, después de descubrir la existencia del monstruo en el interior de la cueva, quedan atrapados en su interior por la voladodura de la entrada con dinamita por parte de las autoridades. El último tercio del metraje, así, se reduce a poca cosa más que al desesperado rescate de los dos jóvenes, hasta que la araña gigante es brutalmente electrocutada gracias al ingenio de un profesor del instituto de la ciudad.
Teenage Caveman: prehistoria y ciencia-ficción
Mucho se ha escrito sobre Roger Corman (nacido en 1926) y sus baratísimos filmes de ciencia-ficción y terror de las décadas de 1950 y 1960, pero mientras que algunos de ellos son muy conocidos –caso de la ya citada serie de adaptaciones de relatos de Edgar Allan Poe–, otros, como Teenage Caveman (conocida también como Yo fui un cavernícola adolescente, 1958), prácticamente nunca habían llegado hasta nosotros. Se trata de una muestra representativa del estilo y las características de las primeras películas de Corman, rodadas sin prácticamente presupuesto y en muy pocos días (en el caso que ahora nos ocupa, 70.000 dólares de presupuesto y diez días escasos de rodaje, con algunos de los actores interpretando hasta cuatro papeles distintos), siguiendo la estela las producciones de más éxito de la época, fueran del género que fueran.
De forma totalmente independiente, Corman rodaba sin parar: entre 1955 –año de su debut en la dirección con el western Cinco pistolas (Five Guns West)– y 1960 dirigió la desorbitada cifra de 27 películas, muchas de ellas situadas dentro de uno de los géneros más populares de esos años, la ciencia-ficción, y distribuidas por American International Pictures. Originalmente titulado Prehistoric world (el título parece ser que fue cambiado por la AIP sin el consentimiento del director para aprovechar el filón abierto con I was a teenage werewolf y I was a teenage Frankenstein), el filme carece del encanto de algunos de los títulos más representativos de Corman de esa época –The Day the World Ended, It Conquered the World, Not of this Earth y The Undead, de 1956, por citar sólo unos pocos–: es un inusual filme de aventuras prehistóricas que, en un giro final tan sorprendente como efectista, deviene una producción de ciencia-ficción apocalíptica en una línea similar a la planteada, años después, por El planeta de los simios (Planet of the Apes, Franklin J. Schaffner, 1968).
El argumento sigue las andanzas de un hombre de las cavernas que no acepta las imposiciones derivadas de la Ley impuesta por su tribu (Robert Vaughn, en uno de sus primeres papeles protagonistas para la gran pantalla): los miembros de esta comunidad prehistórica no pueden aventurarse más allá de unos rígidos límites territoriales marcados, y cualquier intento de romper el orden establecido es castigado con la muerte.
El argumento sigue las andanzas de un hombre de las cavernas que no acepta las imposiciones derivadas de la Ley impuesta por su tribu (Robert Vaughn, en uno de sus primeres papeles protagonistas para la gran pantalla): los miembros de esta comunidad prehistórica no pueden aventurarse más allá de unos rígidos límites territoriales marcados, y cualquier intento de romper el orden establecido es castigado con la muerte. Superficial y innecesariamente reiterativo, Teenage Caveman carece casi por completo de prejuicios y hace gala de una simpática falta de vergüenza ajena, pero en muy pocos momentos consigue interesar o emocionar a los espectadores, aunque se deja ver tranquilamente por su corta duración.
El imprevisto desenlace final está resuelto de una manera tan chapucera –la voz en off del último superviviente de una guerra atómica mundial explica los acontecimientos que llevaron al mundo a esta vuelta al pasado instantes antes de morir– que parece más bien una solución argumental decidida en el último momento para acercar el filme a uno de los temas más en voga (y más preocupantes) de la década de los cincuenta: el uso militar de la energía atómica. Las escenas de dinosaurios y con efectos especiales más llamativos, como no podía ser de otra manera hablando de Corman, fueron saqueadas directamente de dos producciones anteriores, Hace un millón de años (One Million Years B.C., Hal Roach y Hal Roach Jr., 1940) y The She Creature (Edward L. Cahn, 1956).