publicado el 14 de febrero de 2007
Pau Roig | Han pasado más de treinta años desde que Tobe Hooper dirigió uno de los títulos fundamentales del cine de terror moderno, La matanza de Texas (The Texas chainsaw massacre, Tobe Hooper, 1974), un psycho-thriller sucio y realista, muy violento pero nada sangriento, que supo reflejar a la perfección las convulsiones sociales y políticas de principios de la década de los setenta. Ha llovido mucho desde entonces, y el cine de terror "realista", por llamarlo de alguna manera, ha quedado reducido a una simple fotocopia deslucida de lo que fue, despojado de toda su carga crítica y de la incorrección política que antes permitían los márgenes de la auténtica serie B.
El propio Hooper contribuyó a ello, quizá de manera involuntaria, con una delirante y más bien demencial secuela de su primer gran éxito, absurdamente titulada en España Masacre en Texas 2 (The Texas chainsaw massacre part 2, 1986), en la que ya se apuntaba el camino que iban a seguir los siniestros miembros de la familia caníbal de la América profunda del título fundacional: igual que otros asesinos en serie cinematográficos de finales de los setenta y principios de los ochenta –básicamente tres: el Michael Myers de La noche de Halloween (Halloween, John Carpenter, 1978), el Jason Vorhees de Viernes 13 (Friday the 13th, Sean S. Cunningham, 1980) y el Freddy Krueger de Pesadilla en Elm Street (Nightmare on Elm Street, Wes Craven, 1984)–, la amenaza física, pero también social, del psicópata entendido casi como una representación absoluta del Mal iba dando paso a la autoparodia, a la petardada intrascendente, buscando más la complicidad de un público joven hambriento de sangre y sexo que no la visión negra de una sociedad –la estadounidense– decadente y (doble) moralista. La serie tendría un par de continuaciones más que irían directamente a las estanterías de los videoclubs de prácticamente todo el mundo –La matanza de Texas 3 (The Texas chainsaw massacre 3, Jeff Burr, 1989) y La matanza de Texas: La nueva generación (The Texas chainsaw massacre: The next generation, Kim Henkel, 1994)– y la historia de la familia Hewitt –que así se llama– habría pasado a mayor vida si no fuera por el remake del filme original de idéntico título firmado por Marcus Nispel en el 2003.
Ambientada en 1969, tres años antes que el filme fundacional, La matanza de Texas: El origen continúa, y en buena medida amplifica la línea iniciada por el remake, llevando la historia a un auténtico callejón sin salida
Para quién firma estas líneas, aún resulta un verdadero misterio cómo la película de Nispel, auspiciada por el inefable productor Michael Bay, consiguió multiplicar casi por diez en taquilla su modesto presupuesto de poco más de nueve millones de dólares, un éxito espectacular que probablemente repetirá la precuela que ahora nos ocupa. Tramposo, escasamente imaginativo y en verdad intrascendente, el remake del filme original de Hooper se situaba en las antípodas de un determinado tipo de cine de terror (re)lanzado por El proyecto de la bruja de Blair (The Blair witch project, Daniel Myrick y Eduardo Sánchez, 1999), esto es, un terror sucio y sobrio, seco, de textura prácticamente documental y sin ninguna concesión humorística ni autoreferencial que tendría algunos de sus mejores momentos en títulos como Cabin fever (Cabin fever, Eli Roth, 2002) o Km. 666 (Wrong turn, Rob Schmidt, 2003). Nispel y su guionista renunciaban tanto al tono cercano a la parodia impulsado por Kevin Williamson y Wes Craven en la trilogía de Scream (Vigila quién llama) (Scream, 1996) como al tono mucho más oscuro y amoral de Rob Zombie, uno de los pocos cineastas que actualmente parecen verdaderamente interesados en mostrar, en toda su ambigüedad, el lado oscuro de la sociedad norteamericana. La matanza de Texas 2004 no deja de ser, con pocos matices, una calculada operación comercial destinada a resucitar a Leatherface y compañía para convertirlos en la nueva atracción de feria del terror de principios del siglo XXI: ninguna novedad, ningún poder de subversión, ninguna voluntad crítica, ningún interés en profundizar en los abismos del terror y la locura.
Ambientada en 1969, tres años antes que el filme fundacional, La matanza de Texas: El origen continúa, y en buena medida amplifica la línea iniciada por el remake, llevando la historia a un auténtico callejón sin salida: si el filme fundacional de Hooper escondía de manera deliberada y muy inteligente la historia de la familia Hewitt (la idea de que esos enloquecidos psicópatas caníbales han estado siempre allí resulta mucho más inquietante y sugerente que la explicación de los motivos y las circunstancias que los han llevado a convertirse en lo que son), el director Jonathan Liebesman y los guionistas Sheldon Turner y David J. Schow muestran ahora, con todo lujo de escabrosos detalles y sin la menor sutileza, los orígenes de Leatherface y compañía y sus primeros pinitos en los terrenos de la locura caníbal.
¿Es verdaderamente importante saber que Thomas Hewitt / Leatherface empezó sus andaduras asesinas porque cerraron el matadero dónde nació y dónde trabajaba? ¿Qué interés tiene saber cómo Hoyt llegó a ocupar el puesto de sheriff? ¿Qué importancia tiene el hecho de que el tío Monty perdiera las piernas porque se las cortaron para evitar una gangrena con una sierra eléctrica? Pasados los cinco primeros minutos de metraje, el desarrollo de los acontecimientos es prácticamente idéntico al de la película de Nispel, de modo que en muchos momentos parece que estemos asistiendo al remake del remake. Si en Titanic (Titanic, James Cameron, 1996) al final el transatlántico se hunde, el final de La matanza de Texas: el origen tampoco depara ninguna sorpresa: las dos parejas protagonistas, los “buenos”, que realizan un viaje absurdo por Texas antes que dos de ellos sean enviados a Vietnam, deben morir para que el show de las atrocidades pueda continuar.
Ya se sabe, la precuela es el último recurso de cualquier productora cuando las secuelas ya no dan más de sí; en el caso de La matanza de Texas, además, ni siquiera las secuelas oficiales llegaron a funcionar como se esperaba.
Ya se sabe, la precuela es el último recurso de cualquier productora cuando las secuelas ya no dan más de sí; en el caso de La matanza de Texas, además, ni siquiera las secuelas oficiales llegaron a funcionar como se esperaba. Pero nunca es tarde para intentarlo otra vez. Una y otra vez. Es cierto, la película de Liebesman cuenta con un impecable acabado técnico y formal y es más siniestra, más oscura, más sangrienta que la de Nispel, pero igual de vacía, incluso insípida: su único objetivo es impactar a los espectadores, abrumarlos a base de yuxtaponer escenas desagradables y violentas con un ritmo frenético pero, paradójicamente, sin el menor atisbo de sentido ni de progresión dramática o narrativa y con un clímax final exageradamente alargado. Todo se reduce, pues, a un carnaval terrorífico de tercera división en el cuál R. Lee Ermey, actor que nunca ha llegado a superar su participación en La chaqueta metálica (Full metal jacket, Stanley Kubrick, 1987), de rienda suelta a una histriónica sucesión de muecas ejemplifica a la perfección la nula profundidad de unos personajes convertidos en simples marionetas sin vida, en títeres de una fórmula de lo más grosera y estereotipada.