publicado el 15 de febrero de 2007
1. Summa jackiechanetica. Cuatro cuadras antes de tener que bajarme del colectivo veo que una señora saca de su cartera un ejemplar de National Geographic en cuya portada puede leerse la pregunta “¿Hay vida en Saturno?”. De inmediato pienso en células, bacterias y cuanto microorganismo conozco (no son demasiados), pero no en extraterrestres. Otros eran los tiempos (y/o los medios) en que se discutía la posibilidad de que hubiera vida inteligente en Marte y la imaginación volaba hacia otros mundos, dimensiones y tiempos, poblándose de bichos verdes, seres infernales, mujeres de tres tetas y cuanta deliciosa teratología pudiera ocurrírsele al más volador de los mortales.
Marcos Vieytes | Con la misma desmesurada libertad de la imaginación vuela Jackie Chan en esta película algo saturnina, bastante marcial y melancólicamente lúdica. Tanto que aquí hasta los caballos practican kung fu y juegan al fútbol con bolas de fuego, la historia va y viene entre la actualidad y la más remota dinastía china, los antiguos sabios descubren el secreto de la ingravidez mucho antes que la ciencia moderna, un soldado es capaz de vencer a todos los ejércitos mancomunados del emperador, el cine hongkonés de género se cruza con Bollywood y el amor hace literalmente inmortales a quienes perseveran en él. Desde el título mismo El mito (San wa, 2005), la película de Jackie Chan dirigida por Stanley Tong, se hace fuerte en el exceso y ofrece mucho más de lo esperado.
2. (Hiper)kinética. Jackie Chan es la imagen misma del movimiento, del cuerpo convertido en máquina de gestos, desplazamientos y piruetas precisas y graciosas. La suya es una de las formas posibles del cine y acaso la más feliz del presente. No porque remita al cine clásico mediante la cita prestigiosa y calculada, sino porque hace de la acción su moral. En El mito hay una cantidad innumerable de secuencias que nos hacen pensar en el slapstick (también sucede lo mismo con las películas de Shinobu Yaguchi, creador de Waterboys, Swing girls y Adrenalina drive), la screwball comedy, y hasta un magnífico prólogo a puro galope de western, pero uno siente que todos estos elementos son otros recursos más dentro del repertorio de la película y uno una declaración sobre la primacía del pasado del cine, o un intento –llamémosle museológico- por conservar su imaginario en la actualidad.
Jackie Chan usa todo lo que le sirve –convenciones genéricas, la configuración absurda de los espacios habitual en Jacques Tati, efectos digitales, la ruptura de escenarios propia del videojuego, el horizonte infinito de posibilidades propia del dibujo animado- sin importarle su procedencia, y lo usa bien: rigurosa, creativa y libremente.
Jackie Chan usa todo lo que le sirve –convenciones genéricas, la configuración absurda de los espacios habitual en Jacques Tati, efectos digitales, la ruptura de escenarios propia del videojuego, el horizonte infinito de posibilidades propia del dibujo animado- sin importarle su procedencia, y lo usa bien: rigurosa, creativa y libremente. Como un chico cuya fascinación por sus juguetes lo estimula a encontrarle 1000 usos diferentes. Todo es juguete en las manos de Chan: tiempo, espacios y materia se tornan maleables y adquieren una flexibilidad plastilínica, gozosa, infantil. Uno de los mejores ejemplos de esto es la boathouse de El mito: un hogar flotante hecho de espacios que se modifican, mesas rodantes, aros de basquetball en medio del living, terraza corrediza que se convierte en mini campo de golf y otros chiches parecidos. El mito es, junto con buena parte de su cine, como esa casa de formas heterogéneas y móviles. Con un pie en la tierra firme (o rada o puerto) del relato (aunque sólo como referencia apenas estable que le recuerde al espectador la existencia de ese continente llamado realidad felizmente subvertido-redimido por ese otro conocido como cine) y el otro sobre las aguas nunca seguras de la aventura física sin otra lógica que la de la imaginación.
3. El extraño mundo de Jackie o la kitchenette del mito. Hace algunos años proyectaron en el Festival de Cine Independiente de Buenos Aires un documental que al decir de varios no era gran cosa, pero revelaba (menos directamente que por afán ocultista o los hiatos en relación a su sexualidad) episodios del pasado filial de Jackie Chan que vendrían a ser algo así como el reverso oscuro del luminoso celuloide de sus películas (las facciones escondidas del hombre bajo la pintura del clown). Uno de sus mayores éxitos, ¿Quién soy? (Wo shi shei,1998), codirigida por él mismo y Benny Chan, ya desde el título mismo instala el tema de la duda sobre la propia identidad.
El mito confirma esa búsqueda temática del cine de Jackie Chan y la despliega mejor que nunca. La película empieza con un sueño y con un desdoblamiento de identidades que nos habilita a pensar en el hombre partido de la novela de Robert Louis Stevenson, pero también en las mujeres con distinto rostro y mismo nombre de Ese obscuro objeto del deseo (Cet obscur objet du désir, 1977) de Luis Buñuel. Jackie es un general que debe proteger a la concubina del emperador, pero también es un arqueólogo solitario que conjuga al amor en pretérito y al que sólo se le conoce un dudoso amigo empresario. La acción ira de un tiempo a otro, que aquí es lo mismo que decir de un sueño a otro, pues nunca sabremos acabadamente si el pasado es histórico u onírico, si las raíces del mito son reales o ficticias.
Pero en una y otra dimensión se imponen la destreza física de Chan y su ética de la acción y el movimientos justos (en ambos sentidos de la palabra), aunque también su represión amorosa, su inquebrantable soledad. Esa que inunda el último plano, crepuscular y épico a la vez, que hace del arqueólogo de El mito el Charles Foster Kane de Jackie Chan, y sin Rosebud a mano. Un hombre que vive el presente atado a su pasado, o a ese agujero negro que tiene en lugar de pasado. Poderosa melancolía que ni la loca secuencia de la cinta transportadora (una de las mejores de la historia del cine), prodigio de planificación, libertad y delirio cartoonesco, o también aquella del musical encantamiento de la serpiente al ritmo del pop hindú, logran borrar del todo.
Hay un par de cosas en esta película que a Chan le preocupan y transfigura en materia estética: la identidad y la vejez (entendida como pérdida o disminución de los atributos que lo han hecho ser quien es y que le dieron re/nombre internacional).
4. Jackie “Jekyll” Chan o la subjetiva rodante de un decapitado. Hay un par de cosas en esta película que a Chan le preocupan y transfigura en materia estética: la identidad y la vejez (entendida como pérdida o disminución de los atributos que lo han hecho ser quien es y que le dieron re/nombre internacional). La conciencia de esto último se hace evidente en la secuencia del salto sobre la catarata, resuelto mediante un montaje deliberadamente acelerado con el que parece decirnos: “ok, ya no puedo hacer lo que hacía pero puedo reírme de esa impotencia, exhibirla sin disimulo para suturar la herida y cicatrizarla mediante el humor”, y por el abundante uso de efectos digitales del último tramo. La exposición de ese artificio del modo más enfático y fantástico posible, evitando la tentación naturalista que procura reproducir (y hasta mejorar) la representación de la realidad en la PC, revela la perspectiva lúdica de Chan sobre el asunto. Jackie no usa la nueva tecnología para ocultar el paso del tiempo, sino que la concibe como un nuevo continente a descubrir, un mundo a sojuzgar, una materia lista para ser transfigurada cinemáticamente, para ser manipulada, moldeada, penetrada por su voluntad hacedora.
La apelación a este recurso nos lleva al tema de la sangre. Aunque no he visto su filmografía completa, me atrevo a decir que en sus películas no había sangre, o que si había era en las más decididamente violentas (los pocos casos en los que abandonó la comedia por completo o las más primitivas cintas suyas de artes marciales) y no quedaba impresa en la memoria personal o en el imaginario colectivo. Quiero decir que si esta se derramaba, era para escurrirse velozmente hacia el olvido (sería interesante compara el uso hemoglobínico de la tecnología digital en esta película, en Zatoichi –donde la sangre es pictórica- de Kitano, y en Exiled –donde la sangre es polvo- de Johnny To). En El mito la sangre no abunda, pero sí se la recuerda. Falsa y pixelada, pero evidentemente unida a la guerra y a la defensa de una identidad (profesional, ética, patriótica, ¿sexual?) que excluye de sus horizontes a los progenitores y a las mujeres.
Jackie Chan es ese hombre que juega en su cine a perder la cabeza, a verse como si fuera otro, a buscarse con la mirada extrañada. En la risa nerviosa que provocan muchos de sus gags queda instalada una zona de sombra.
Hay una secuencia en la que esta lectura de la película queda precisa y preciosamente cristalizada. Tras luchar hasta el último suspiro, un guerrero se ve rodeado sin posibilidad de escapatoria por el enemigo. Uno de sus oponentes avanza hacia él con supuesta actitud de reconocimiento por su valor, pero a último momento saca su espada y vemos entonces como gira el cielo, el sol, las nubes, el filo de las montañas, la silueta invertida de los ejércitos y, finalmente y al fondo del cuadro, un cuerpo sin cabeza: acabamos de asistir a la subjetiva de un decapitado. Por un instante hemos tenido en los ojos la última mirada de un hombre que se ve a sí mismo sin cuerpo, fracturado, dividido, muerto dos veces.
Jackie Chan es ese hombre que juega en su cine a perder la cabeza, a verse como si fuera otro, a buscarse con la mirada extrañada. En la risa nerviosa que provocan muchos de sus gags (así como la frecuente proyección de las tomas descartables que suele acompañar a los títulos finales de sus películas) queda instalada una zona de sombra. La incertidumbre sobre el sentido se cuela entre la máscara infantil del rostro del actor y el dolor físico al que se somete una y otra vez. El mito, como sus mejores películas y como su propio cuerpo, es un campo de batalla en el que se dan cita las más íntimas y universales tensiones: aquellas que nos redefinen continuamente, tironeados entre lo que podemos y queremos ser.