publicado el 15 de junio de 2007
Marcos Vieytes | Todos sabemos —o al menos todos los que leemos Judex estamos convencidos de— que el cine fantástico es el reino de lo extraordinario. Claro que una afirmación como esta no deja de ser redundante, pues el cine mismo es el lugar donde ocurre siempre lo impensado, por más pequeño, instantáneo y fugaz que pueda ser el milagro. Digamos, entonces, que el cine en sí mismo es el reino de lo extraordinario y el fantástico, su capital, su centro, su metrópolis. Con todo, hablar de cine fantástico significa, las más de las veces, llevar a cabo un recorte tajante que nos deja apenas con un par de géneros para considerar.
Si una virtud ha tenido Judex es la de abocarse a la celebración y el análisis del terror y la ciencia ficción con una, sabrán ustedes disculpar la involuntaria rima próxima, visión mucho más amplia que la del fanático obsecuente o la del estadístico enumerador e irreflexivo. Hago este comentario, que debe sonar tan poco modesto, porque aunque escribo aquí y soy parte de Judex desde hace casi un año, sigo considerándome un lector fidelísimo de ella más bien que un escriba. Antes de ofrecerle mis colaboraciones a sus responsables la había seguido durante el tiempo suficiente para notar que quienes le daban forma no eran parte de una secta de elitistas encerrados en un ghetto genérico, sino amantes del cine todo y capaces de apreciar también aquel otro cine que estaba fuera de las fronteras del fantástico.
Es así que llegamos a este momento en el que, según acaban de avisarme, Judex se reestructura para así poder abarcar incluso todo ese cine no sometido a las convenciones narrativas usuales de los géneros, pero de naturaleza tan o hasta en algunos casos más fabulosa que aquel inscripto a priori como fantástico pero que luego resulta ser el más opaco de los lugares comunes. Porque no basta con un tópico temático, una criatura indefinible, una atmósfera de aprensión o algunos giros argumentales, para hacer una película verdaderamente fantástica, sino una concepción del cine como disciplina independiente —de las otras artes y de las fosilizadas fórmulas narrativas usuales— capaz de crear un mundo propio mediante la forma o de captar las propiedades misteriosas del mundo, aquel movimiento que escapaba a la visión humana antes de la invención de la cámara, y toda la gama de universos posibles que se abren en los intersticios alumbrados entre fotograma y fotograma. En las grietas está Dios que acecha, escribió el agnóstico Borges, y son muchos los camarógrafos que no hacen “horror movies” o “sci-fi”, pero han filmado su rostro y sobrevivieron para contarlo: Guerín, Haynes, Weerasethakul, Tsai Ming Liang, Johnnie To, Tarr, Kawase, Miyazaki, Kiarostami, Hugo Santiago, Kitano, Hou Hsiao Hsien, Herzog, Suleiman, Chris Marker y tantos otros de los que me olvido en este instante.
La lista anterior es, como todas, arbitraria e incompleta pero tiene la intención de conducir nuestra mirada hacia una serie de cineastas en actividad que creen, con una fe no por poética menos poderosa, en el cine como lugar sin límites para la fantasía, como agente develador del misterio y constructor de otros nuevos a la vez, como ojo de rayos X que permiten ver más allá de las superficies, de los cuerpos, de los hábitos, de las clasificaciones o de la memoria, y estremecernos con todo lo que todavía tiene de virgen el paisaje.