publicado el 21 de julio de 2007
El thriller y el suspense cinematográficos obedecen a unos mecanismos muy precisos, pautas que en el caso paradigmático de Alfred Hitchcock, desembocan en una suerte de mesurada y elegante visión de la puesta en escena, diseñada con precisión arquitectónica desde el story board, aspecto que ha perdurado hasta nuestros días. Sin embargo, en paralelo al desarrollo cronológico de la última obra del realizador británico, un director de fotografía italiano, a la postre realizador, cuestionó esa sobriedad y ese mecánico engranaje del suspense para modificar con una paleta de colores inusual y un arrojo fílmico particularmente descarado la esencia misma del thriller: su componente más alucinado, violento y expresionista.
Lluís Rueda | Mario Bava es, por méritos propios, el padre intelectual del giallo y uno de los realizadores más influyentes del cine de horror moderno, un intuitivo artista que concretó en texturas y vívidos colores ese factor psicológico, en torno al subconsciente y la fatalidad, que hasta ese instante el cinematógrafo había confiado al fuera de campo o a las entrelíneas del montaje. Bava es, ante todo, desmesura. Su cine es paroxístico y folletinesco, aunque no haríamos mal en reconocer que, dentro de los entresijos de ese discurso barroco y pagano, del que él es bastión, se halla la esencia misma del relato vívido y carnal: el tuétano del drama psicológico y el aquelarre de nuestros fantasmas.
Uno de los filmes peor entendidos del realizador Mario Bava es Un hacha para la luna de miel, mutación drástica, pero coherente y precisa, de todo el material que recogía su obra maestra Seis mujeres para el asesino (Sei donne per l'assassino, 1964). En Un hacha para la luna de miel pervive una suerte de autoparodia nada estúpida o soez que permite al maestro italiano deconstruir la mecánica del giallo a partir de cuatro esbozos. Esta idea, que puede parecer un síntoma de pereza o hastío, bien analizada, resulta un ejercicio al alcance de muy pocos.
El filme arranca con una secuencia espléndida ambientada dentro del interior de un tren. Por un lado, en este segmento no deben perder detalle de la maestría de la escena en el pasillo del convoy, en la que se juega de una manera fantasmagórica con la profundidad de campo y una continuidad alterada en el montaje. Los elementos que rodean a los prolegómenos del asesinato se nos muestran deslavazados y meticulosamente ‘astillados’ –y es que la óptica del espejo deformante, del filtro etéreo aquí tiene una utilización absolutamente revolucionaria-. Vean la sucesión de primeros planos (a menudo, reitero), sin suerte de continuidad, retazos de una pesadilla, de una voz interior enferma que golpea la libido del asesino e hipnotiza al espectador. Este ejemplo demuestra que no son nada casuales los paralelismos formales con otro grande del cine contemporáneo como David Lynch.
Mario Bava siempre es fuente inagotable de inspiración y su intuición a la hora de idear improbables elipsis, de contemporizar un caos ominoso con taimada eficacia, es un legado que no escapa a aviesos realizadores aventajados.
Uno de los aciertos del filme, y en él queda patente la reformulación estética de Seis mujeres para el asesino, es que el alienado protagonista sea modisto de profesión, aspecto que casa a la perfección con la debilidad de Bava por los maniquíes, las inocentes modelos, los tules y tijeras; elementos iconográficos de un poso surrealista que entronca con el universo de Marx Ernst
Tras tamaña pieza artística, de una sugestión casi impertinente, el director nos presenta al asesino en una patética escena en la que se confiesa mientras se afeita ante un espejo, a cara descubierta. Este diálogo interior, recogido con la minuciosidad del entomólogo, por utilizar un término extraído de un excelente artículo escrito por Ramón Freixas [1], crea un sórdido efecto de renuncia al suspense e insinúa al espectador la sensación de asistir a una sesión de psicoanálisis de lo más particular. Revelado el culpable y descubierto “el pastel”, uno de los aspectos más interesantes del filme reside en interpretar el entorno del brutal asesino y recorrer cada uno de sus estratos morales, en una suerte de cómplice conversación a la manera de la novela criminal A sangre fría de Truman Capote. Al respecto de esta idea, tan poco común en una época en que generalmente las claves del asesinato ponían a prueba la perspicacia del espectador, se podría defender la postura de que Un hacha para la luna de miel ha podido inspirar, con posterioridad, la estructura argumental de filmes tan relevantes como American Psycho (2000) de Mary Harron o Henry, retrato de un asesino (Henry: Portrait of a Serial Killer, 1986) de John McNaughton. No está de más insistir en el escaso apego que siente el realizador con su peligrosa criatura, un ser desposeído de carisma que confía su éxito con las mujeres únicamente a su buena planta y a una afectación nihilista francamente estereotipada.
El protagonista John Harrington, interpretado por Stephen Fortsyth, se nos muestra como un ser atormentado por un trauma infantil –como vemos, prevalecen las constantes del giallo- impotente y unido por interés económico a una viuda posesiva en una suerte de relación sadomasoquista que potencia aún más si cabe la falta de autoestima y el malditismo del esteta y desequilibrado esnob. Uno de los aciertos del filme, y en él queda patente la reformulación estética de Seis mujeres para el asesino, es que el alienado protagonista sea modisto de profesión, aspecto que casa a la perfección con la debilidad de Bava por los maniquíes, las inocentes modelos, los tules y tijeras; elementos iconográficos de un poso surrealista que entronca con el universo de Marx Ernst pero también con la sofistificación pop de la Italia cuna de la moda y el complemento. El delirio colorista de la incipiente década de 1970 le va al cine de Mario Bava como un guante, ni Caravaggio hubiera encontrado una paleta de colores más afín a su temperamento.
Otro dato nada baladí es el que hace referencia a la ritualización de los asesinatos, amplificado por la insistente melodía de una caja de música, la omnipresente presencia de una hacha de cocina en múltiples planos detalle y el irrenunciable baile nupcial del chacal con la modelo ataviada con traje de novia. “La mujer debería morir virgen en su noche de bodas” espeta John Harrington en su desesperación asexuada, de una misoginia insustancial y patética. Esas escenas de templada belleza, con prominentes cenitales de la danza nupcial que precede a la muerte, de tan estandarizadas resultan insanas, excesivas, al igual que esos maniquíes expectantes que se dirían fantasmagorías de futuras víctimas bajo una penumbra atroz. Por otro lado, esas níveas presencias de plástico nos remiten al improvisado trofeo-fetiche de cera de Las manos de Orlac (Mad Love, 1935) de Karl Freund, un filme que, en tono y arrogancia, recuerda mucho al universo grave y elegíaco de Mario Bava.
Bava pervierte la realidad a placer y nos hace partícipes de la locura de John Harrington, sabedor de que no hay casa encantada más aterradora que la que alberga el cerebro humano. Una vez más, como en la soberbia Operazione Paura (1966), el realizador nos pasea por esos lugares oscuros de la psique del perturbado y procura que su artefacto fílmico enferme o enloquezca al unísono
En oposición a otro filme de Bava imprescindible, por su universo espectral y su valentía narrativa, como El diablo se lleva a los muertos (Lisa e il diavolo, 1973), Bava acomete con Un hacha para la luna de miel una cierta renuncia a la fuerza simbólica del decorado con el objetivo de potenciar esos estadios numinosos, de una subjetividad metafísica, en deformantes planos psicológicos virados a rojo (especialmente en la escenas del crimen): recurso también utilizado, aunque puntualmente, por Riccardo Freda en Lo Spettro (1963). La voluntad omnipresente de la cámara vincula la acción a una suerte de ira enfermiza que contagia la insania de las composiciones. La violencia transgresora de ciertos planos contrasta con la timidez y el recogimiento de otros, mostrando así la parcela más exhibicionista del asesino y su más esquivo voyeurismo en una suerte de catarsis fílmica dual, de esquizofrenia lacerante.
Acaso, y dejando al margen las acotaciones formales de este auténtico festín de la bajeza humana e hilvanado en el preciosista retal del folletín más excesivo, un aspecto a valorar del filme es su apuesta por el elemento sobrenatural. Mario Bava, no satisfecho con la visceralidad de su mise en scène, introduce en su purgatorio naturalista y cotidiano la presencia de un fantasma que convive entre la gente y es visto por todos menos por el asesino y protagonista. El asunto tiene su particular gracia, si tomamos en cuenta que ese gélido espectro no es otro que el de Mildred Harrington (Laura Beti), la mujer del mismo John acuchillada por éste en una prodigiosa y salvaje secuencia que comienza en el dormitorio conyugal y acaba en unas escaleras casi delatoras (me perdonarán que no les haga un spoiler).
Bava pervierte la realidad a placer y nos hace partícipes de la locura de John Harrington, sabedor de que no hay casa encantada más aterradora que la que alberga el cerebro humano. Una vez más, como en la soberbia Operazione Paura (1966), el realizador nos pasea por esos lugares oscuros de la psique del perturbado y procura que su artefacto fílmico enferme o enloquezca al unísono. En este sentido, podemos afirmar sin complejos que la última intención de Bava no se aleja en exceso de la que se nos muestra en obras como eXistenZ (1999) o Spider (2002), de David Cronenberg, o Terciopelo azul (Blue Velvet 1986), Muholland Drive (2001) e Inland Empire (2006) de David Lynch, por citar dos ejemplos de directores en los márgenes del beneplácito del cine aburguesado.
El guión de Un hacha para la luna de miel corrió a cargo de Santiago Moncada, y es que el filme producido en España por Manuel Caño [2] (con participación italiana), cuenta en su reparto con un impagable Jesús Puente (Inspector Russell) en el papel del obstinado comisario de policía y con varias starlettes patrias, como Antonia Mas y Verónica Llimera. La primera, de una escueta carrera cinematográfica participó en filmes como Pantano de los cuervos (1974) de Manuel Caño o Juego sucio en Panamá (1975) de Tulio Demichelli amén de una serie de filmes menores en la década de los sesenta como Fantasía... 3 (1960) de Eloy de la Iglesia; por su lado, Verónica Llimera es conocida por los amantes del horror gracias a su presencia en un clásico como La noche del terror ciego (1971) de Amando de Osorio. Un hacha para la luna de miel se rodó en su mayor parte en Barcelona salvo excepción de algunas localizaciones en París y Roma.
Filmografía como guionista de Santiago Moncada:
Querido profesor (1966) de Javier Setó
Long-Play (1968) de Javier Setó
Manos torpes (1969) de Rafael Romero Marchent
Hacha para la Luna de Miel, Un (1970) Rosso segno della follia, de Mario Bava
Mil millones para una rubia (1972) de Pedro Lazaga
Condenados a vivir (1972) de Joaquín Luis Romero Marchent
Corrupción de Chris Miller, La. (1973) dee Juan Antonio Bardem
Chica del Molino Rojo, La. (1973) de Eugenio Martín
Ajuste de cuentas (1973) Un tipo con una faccia strana ti cerca per ucciderti de Tulio Demicheli
Cuando el cuerno suena. (1974) de Luis María Delgado
Beatriz. (1976) de Gonzalo Suárez
Imposible para una solterona. (1976) de Rafael Romero Marchent
Día con Sergio, Un. (1977) de Rafael Romero Marchent
Hombre que supo amar, El. (1978) dee Miguel Picazo
Despido improcedente. (1980) de Joaquín Luis Romero Marchent
Esclava blanca, La. (1985) de Jesus Franco
Descanse en piezas. (1987) de José Ramón Larraz
Gusanos no llevan bufanda, Los. (1991) de Javier Elorrieta
Cautivos de la sombra. (1993) de Javier Elorrieta
Hermana, pero ¿qué has hecho? (1995) de Pedro Masó