publicado el 16 de diciembre de 2007
Concebido como un filme independiente, al margen de las producciones británicas de la época, Circus of Horrors es una pieza de enorme atractivo que retoma las constantes del cine criminal y el pulp más sugestivo, todo ello con un distanciamiento inteligente y unas dosis de melodrama nada desdeñables. Esta hipnótica obra que, se diría, guarda no pocos elementos que nos hacen pensar en El hombre que ríe de Pul Leni o en Los ojos sin rostro George Franju, resulta muy atractiva en su planteamiento (a) moral, máxime teniendo en cuenta que esa filia hacia la poética de la monstruosidad sorprende en su encaje con una modalidad de melodrama de varias pistas que tuvo su máximo exponente cinematográfico con El mayor espectáculo del mundo (1952) de Cecil B. DeMille. En el caso particular de Circus of Horrors ese concepto de melodrama circense precipita en una vendetta de barracón a la manera de la monumental Freaks de Tod Browning.
Lluís Rueda | No pocos son los filmes, que sitúan sus tramas truculentas en el mundo del circo, particular recinto conformado por caravanas, barracones ambulantes y jaulas en que se confinan bestias de diverso pelaje; todos estos elementos, singulares y en cierta manera anacrónicos, se sitúan alrededor de una carpa secular en la que el ritual de la máscara esconde la verdadera naturaleza. En ese sentido, el de la representación y la impostación, el cine siempre ha representado el universo alternativo del circo como una sociedad cerrada que condensa de un modo muy esencial las virtudes y las miserias del ser humano; acaso su mágico círculo itinerante simboliza los márgenes del clan y su periferia incierta acoge un petit arrabal que se confiere sus propias normas sociales; un microcosmos de felicidad y ‘libertinaje’ que provoca cierta incertidumbre, sospecha y mórbida fascinación. El visitante o espectador debiera sentirse inclinado a analizar el anacronismo rígido y tradicional de un espectáculo cuya teratología, puesta en escena y sin par bestiario se pierde en el origen de los tiempos. Al viejo pan y circo, que escondía la oligarquía más tirana, la Europa de entreguerras o la Norteamérica de la post-depresión se entregó de modo entusiasta, de manera que el circo, en momento de máximo esplendor, se convirtió en el espectáculo más popular y esperado en cada villa, en cada ciudad.
El cine pronto se fijaría en las posibilidades dramáticas de este impostado paraíso de lentejuelas, trapecios y paquidermos, fantástico en sí mismo, para deslizar siniestras tramas y acontecimientos ominosos. Algunas de las primeras aportaciones del fantástico al carnaval de los descastados llegaron con el rostro, por otro lado, bien afín al grand guingnol demoníaco, de Lon Chaney; dos joyas del melodrama turbio producidas por la MGM como The Unknow (Tod Browning, 1927) [1] y Laugh, Clown, Laugh (Herbert Brenen, 1928) centraron sus tramas en el decorado de una pista de circo o en la penumbra de una roulote de madera. La lista se haría interminable, pero quizá los dos filmes que acuden a la memoria de una manera inmediata son la imprescindible Freaks (1932) de Tod Browning y la casi olvidada The Devil's Circus (1926) de Benjamín Christensen, ambas piezas claves en los orígenes del melodrama de ambientación circense. En esta tesitura, cabe recordar que los orígenes de Humphrey Bogart como actor van ligados a The Wagons Roll at Night (Ray Enright, 1941) otro filme que enmascara un mundo de odio y celosía tras los neones de pista central. Entre los filmes relativamente modernos que cabe recordar destacaríamos la excéntrica Santa Sangre (1989) de Alejandro Jodorowsky, donde el prurito gótico-mejicano y la presencia del circo ambulante procuran una lisérgica atmósfera para un melodrama maravillosamente descarnado. A mi juicio, en este análisis tan específico quedaría al margen una obra maestra como Something Wicked This Way Comes (Jack Clayton, 1983) o una pieza bienintencionada como Vampire Circus (1972) de Robert Young, ambas producciones claramente de género, una por su riqueza sobrenatural e inspiración bradburiana y la otra por su sugerente tratamiento vampírico: ambas son, de una manera u otra, horror films al uso. El melodrama de corte nihilista que extrae partido del mundo del circo como decorado impostado de la pulsión homicida o la marginalidad es el terreno en el que nos interesa fijarnos. Una vez convenidas como paradigmáticas las películas de trasfondo circense antes citadas, me permitiría sumar a esa lista el filme que nos ocupa, Circus of Horrors, cinta que comparte atmósfera y tesitura criminal con las citadas producciones.
Circus of Horrors fue producida por Lynx Films y dirigida en 1960 por el director británico Sydney Hayers.
Como realizador, S. Hayers tuvo una carrera discreta y, en particular, relativamente breve en el medio cinematográfico; en su currículum caben destacar filmes como Payroll (1961), un drama criminal de excelente factura, o Diagnosis: Murder (1975) un interesante thriller con Christopher Lee en el reparto. En el medio en que Hayers dio lo mejor de sí, sinlugar a dudas, fue en el televisivo; el realizador fue el responsable de un buen número de episodios de la mítica serie The Avengers [2] (9 entregas entre 1965 y 1967), y de otras tantas series bien populares como Galactica 1980 (3 episodios), Mágnum P.I. (3 episodios, 1982-83), Remington Steele (2 episodios, 1982-1983), The A Team (4 episodios, 1985-86) e incluso, en plena madurez, debemos atribuirle el capítulo piloto de Baywatch (Los vigilantes de la playa).
El filme de Sydney Hayers deconstruye la monstruosidad y crea un falso paraíso entre bambalinas, quizá mediante un proceso inverso al atribuible al sentimiento de pavor creado por la ‘coulrophobia’ –miedo al payaso-. Desde una perspectiva un tanto diferente e inusualmente amoral, el protagonista y acaso villano del filme, un cirujano plástico de nombre Schuler (Antón Driffing), proporciona máscaras de belleza a mujeres caídas en desgracia a causa de una deformidad. El circo, en su máxima expresión, ideado por Hayers, insistimos, es un espectáculo de máscaras superpuestas, de ahí que en esa tesitura mujeres mutiladas por la acción de un despechado, canalla o intrigante de callejón angosto, encuentren una segunda oportunidad de la mano del coleccionista Schuler, el genio del bisturí que trasforma a desgraciadas y grotescas alimañas de los arrabales de la vieja Europa en níveas bellezas de los trapecios.
Circus of Horrors es un filme considerablemente truculento que concentra gran parte de su valía en el trasfondo de su rico planteamiento, casi una versión pulp y elemental de la novela de H. G. Wells La Isla del Dr. Moreau, a diferencia que las alimañas convertidas en humanoides aquí pasan a ser soberbias mujeres que usan el éxito para redimirse de un oscuro pasado
La carrera maníaca del Dr. Schuler se gesta tras adoptar una nueva identidad, la de empresario de circo. Es esencialmente un hombre de negocios que utiliza su nueva posición como tapadera de una galopante psicopatía. La génesis del coleccionista de mujeres acaece en tierras británicas; Schuler, cirujano de prestigio, lleva demasiado lejos sus métodos experimentales, tanto que arruina el rostro de una adinerada paciente y se ve obligado a huir de la justicia. Una vez fugitivo en tierras galas se encuentra con una niña (Carla Challoner) que padece una malformación congénita en el rostro y el cirujano decide intervenirle quirúrgicamente, pero Schules no se mueve únicamente por altruismo. El padre de la joven, el Sr. Valet, (un excelente Donald Pleasance), le ofrece ser socio propietario de su viejo circo y el Doctor pone su rúbrica en el nuevo contrato. El avieso Dr. Schuler, inopinadamente, deja morir a su socio Vanet en las garras de un oso mal alimentado y tras usurpar legalmente el cargo de propietario encuentra en el nuevo negocio el marco ideal para instalar de manera estable su pulsión de coleccionista de mujeres: muñecas reconstruidas que, en buena medida, lucen como payasos desmaquillados (seres liberados de toda mueca grotesca). En sus intrigantes quehaceres, el cirujano, es ayudado por un sirviente (reconvertido en jefe de pista) y una madura enfermera secretamente enamorada; estos perros de presa son fieles al ideario criminal de Schuler y llevan hasta las últimas consecuencias sus órdenes. Una de las singularidades del guión original de George Baxt es su acierto para retratar los estratos de poder que rigen el microcosmos del circo, de manera que este singular grupo de seres amorales pronto se erigen en los poderes fácticos de la singular ciudad sobre ruedas. Embuídos por su proceder autárquico deciden eliminar a esas jóvenes captadas que, azuzadas por el éxito y un futuro más respetable, intentan abandonar el mundo (centrípeto) de la farándula: un accidente de trapecio y un cuchillo mal lanzado son algunos de los métodos que idea Schuler para mantener a raya a su ejército de amazonas. Por otro lado, estos ajusticiamientos, a modo de advertencia, levantarán las sospechas del joven inspector de policía Arthur Ames (Conrad Phillips).
George Baxt, en buena medida responsable del rico encaje de situaciones que atesora el filme, al igual que Sydney Haynes, consumió gran parte de su carrera en el mundo de la televisión, pero sus incursiones en el cine son relativamente importantes y dignas de mención. Baxt escribió libretos para The City of the Dead (1960) y Tower of Evil (1972) y de manera no acreditada escribió, quién lo iba a decir, Vampir Circus (1972), también para la Hammer Films fue el responsable de los diálogos adicionales del clásico The Revenge of Frankestein (1958).
Circus of Horrors es un filme considerablemente truculento que concentra gran parte de su valía en el trasfondo de su rico planteamiento, casi una versión pulp y elemental de la novela de H. G. Wells La Isla del Dr. Moreau, a diferencia que las alimañas convertidas en humanoides aquí pasan a ser soberbias mujeres que usan el éxito para redimirse de un oscuro pasado. La nueva identidad, en forma de segunda oportunidad, cobra en el filme de Haynes la misma importancia y trascendentalidad que en el Fausto de Gohete; hay un demonio tentador, un demiurgo que colecciona almas y, tal si fuera un Victor Frankestein del siglo XX, un creador que moldea criaturas a su imagen y semejanza, todos ellos son el Dr. Schules. Desde luego, no resulta baladí que en un solo párrafo se hallan citado un par o tres de referencias literarias clásicas de la literatura de tinte ominoso, en mi opinión Circus of Horrors desprende un aroma de obra bastarda construida con elementos clásicos tan destilados y esenciales que devienen un catálogo irresistiblemente weird.
Arrebatador resulta el primer tramo del filme, con una secuencia espléndida protagonizada por Vanda Hudson (Magda von Meck), la primera mujer marcada por Schuler. En esta escena singular, la aristócrata descubre su rostro desdibujado ante un espejo, un instante de horror desazonador, excelentemente planificado, que nos transporta al sórdido diario de la monstruosidad ideado por Georges Franju en su obra maestra Los ojos sin rostro (Les yeux sans visage, 1960). Pero los paralelismos entre ambos filmes, producidos de 1960, no van más allá de este instante puntual y algún que otro mórbido apunte, sin embargo, en esencia, la cinta de Haynes guarda más relación con lúcidos estudios de cazadores de mujeres del calado de El fotógrafo del Pánico (Peeping Tom, 1960) de Michael Powell o la posterior El coleccionista (The Collector, 1965) de William Wyler.
Tras esa secuencia de tocador que se funde con un grito desgarrador en el momento en que contemplamos el desaguisado que se oculta tras las vendas, Schuler huye acechado por la policía hasta perder el control de su vehículo y tener un accidente. Desfigurado, el cirujano plástico reconstruye su propio rostro y durante meses vaga por la campiña francesa hasta que una niña desfigurada, como ya hemos apuntado, le pone en contacto con el angosto mundo nómada de las caravanas y los carromatos.
El uso de la falsa identidad para sazonar adecuadamente el pálpito homicida es el último cometido cinematográfico de Haynes para la ocasión. La extraordinaria eficacia con que Circus of Horrors pasea su mirada por el ghetto de los buhoneros y las mujeres marcadas a bisturí bien vale un visionado
Cabe resaltar el espléndido trabajo de fotografía y diseño de producción que impera en este tramo inicial del filme, decorados construidos en los Beaconsfiel Studios de Buckinghamshire, que reproducen un set artesanal que no obvia ningún detalle de la singular arquitectura de los aledaños del circo. Los carromatos pintados de vívidos colores se recortan contra el cielo crispado del atardecer participando de ese rojo que advierte del peligro, del ardid y de la trampa, tanto o más que los cortinajes y los pliegues de ropa (todo y no ser elementos necesariamente rojos) que desfilan ante nuestros ojos en el clásico de Michael Powell, El fotógrafo del pánico. Estos instantes de gran dramatismo escénico, sumados a otros puntuales que generalmente se suceden en el interior de las roulotes; secuencias que muestran intervenciones quirúrgicas, escenas de sexo, pasajes de celosía femenina y planes obscenos, son lo mejor de un filme que precisamente pierde identidad y navega por aguas inciertas cuando la acción se traslada bajo la carpa del circo.
La decisión por parte de Haynes de renunciar a ese prurito fantastique y apostar por cierto aire documental con la intención de desgranar los pormenores de una tarde de circo, dan al traste con la esencia casi expresionista de buena parte del filme. Tan alejado se presume el suspense y la preparación del crimen en un escenario tan aparatoso (la concurrida pista central) que uno asiste a las ejecuciones de las chicas con meridiana abulia. Acaso destaque el instante en que un lanzador de chuchillos es arrastrado a errar la trayectoria de su arma arrojadiza, escena que precipita en un plano de lo más inquietante, pero, en cambio, todos los prolegómenos del incidente en la cuerda floja son eternos, de un narcisismo innecesario y, aún si cabe, más plúmbeos por la presencia del machacón tema Look for a Star. Este hit pop interpretado por Tony Hatch no halla encaje posible en un filme ambientado en la década de 1940, y su acaramelada tonadilla luce anacrónica y fuera de lugar. Lamentablemente este tema, que fue número uno en las listas del Reino Unido, se repite una y otra vez sin justificación alguna.
De cualquier modo Circus of Horrors, mantiene intacta cierta desmesura temática y una voluntad de trasgresión que cuajará con singular fortuna en la etapa futura del Haynes realizador televisivo. El realizador de Circus of Horrors daría buena muestra de su capacidad trasgresora de un modo más sutil en su etapa de creador de ciertos capítulos de Los Vengadores, algunos realmente estimulantes como The Jocker o Superlative Seven (puro delirio kitsch con trasfondo criminal).
Circus of Horrors, es un filme atractivo por su impostura y su eficaz planteamiento, una pieza criminal que se desmorona cuando mimetiza con un mural condescendiente como el creado por Cecil B. DeMille para El mayor espectáculo del mundo y sorprende cuando relativiza su prurito documental y se centra en el poder metafórico de la máscara. El uso de la falsa identidad para sazonar adecuadamente el pálpito homicida es el último cometido cinematográfico de Haynes para la ocasión. La extraordinaria eficacia con que Circus of Horrors pasea su mirada por el ghetto de los buhoneros y las mujeres marcadas a bisturí bien vale un visionado, un reconocimiento. Bien es cierto que Haynes acabaría ideando un estupendo vehículo televisivo para las operadísimas chicas de Los vilantes de la playa y, cosas del destino, de un modo más aséptico emularía a su controvertido Dr. Schules, pero, retruécanos anecdóticos al margen, hemos de subrayar la coherencia de su breve carrera cinematográfica. Bueno sería pensar en el realizador británico como el hombre que ideó un reverso inquietante del payaso Gywnplaine (El hombre que ríe): concretamente un ejército de tristes payasos de piernas bonitas obligados a pasear entre leones. Ya se sabe, la arena del circo siempre fue peligrosa y excitante, el cine ha dado buenas muestras de ello.
Por último, bueno sería recordar la figura del actor alemán Antón Driffing (1918-1989) espléndido en su papel del peligroso Dr. Schules. Driffing trabajó mucho en su país, donde pudo participar en alguno de los ‘crimis’ inspirados en la pluma de Edgar Wallace para su adaptación a la gran pantalla. Además de en el Reino Unido trabajó como actor de reparto en muchos filmes bélicos, adscrito a ese género encarnó el rol de oficial nazi en innumerables ocasiones. Películas primerizas como The Black Tent (1956) o Reach for the Sky (1956) se encargaron de reforzar su imagen de oficial ario. Quizás algunos seguidores del fantástico británico recuerden también su presencia en The Beast Must Die (1974), uno de los filmes más lamentables de la productora Amicus. De Antón Driffing podríamos decir que, a grandes rasgos, fue un actor incomprensiblemente desaprovechado.