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film malade

publicado el 16 de febrero de 2008

Contrapicados de concreto

Marcos Vieytes | Entre Halloween y The Fog, John Carpenter filma esta película para televisión cuya exclusiva influencia es el cine de Alfred Hitchcock, de La ventana indiscreta a Vértigo, pasando por Dial M for Murder. Probándose por un ratos las ropas que tan bien le sentarían a Brian de Palma, aquí demuestra que su manejo de la puesta en escena y lectura del clasicismo son menos barrocos que los de aquel pero igualmente virtuosos. Someone’s Watching Me es una de las más gratas sorpresas que la arqueología cinéfila más o menos reciente puede depararnos y viene a confirmar, por un lado, el dominio estilístico temprano del autor de The Thing y, por el otro, el potencial mayormente desaprovechado del formato televisivo (uno que sigue los pasos de Carpenter en este sentido es el argentino Damián Szifrón, que sólo ha filmado un par de largometrajes, pero en cada capítulo de sus series Los Simuladores y Hermanos & Detectives expone la misma intención de expandir los horizontes del cuadro comúnmente plano de la caja chica, a partir del trabajo con los géneros clásicos).

Someone’s Watching Me gira alrededor de tres ejes: el contrapicado como posición política de la cámara, el protagonismo femenino y la elección del punto de vista de la víctima. Es incluso más íntegra que La ventana indiscreta, cuyo argumento cita, y ello no llama la atención tratándose de un cineasta que asumirá como propia la ética del cine de Howard Hawks, tan distante de la indisimulada ambigüedad del héroe hitchcockiano, siempre dispuesto a delatar el costado perverso de la identificación del espectador con las imágenes. Como en la obra maestra protagonizada por James Stewart, aquí hay alguien que mira y alguien que es mirado, pero a diferencia de aquella nuestra mirada coincide siempre con la del segundo, una mujer soltera e independiente que acaba de mudarse a uno de los pisos más altos de Los Angeles y consigue trabajo como directora de programas de una señal de televisión local. Este personaje, frágil y autosuficiente a la vez en la piel de Lauren Hutton, es definido en la primera secuencia, cuando con su mezcla de encanto, franqueza e ironía desorienta al empleado de la inmobiliaria, desestructura su recitado comercial y desalienta cualquier intención de seducirla que este pudiera haber tenido. Con la gracia estilizada de Grace Kelly y la audacia ósea de Katherine Hepburn, no sólo será ella quien resuelva el enigmático acoso de un desconocido que quiere enloquecerla, sino que también será ella quien encare al partenaire masculino invitándolo a salir y, de ese modo, también a entrar en la película. Carpenter acentúa su mirada feminista dándole a Adrienne Barbeau (que sería su esposa en la vida real) el papel de la mejor amiga lesbiana de Leigh, y valiéndose del contrapicado para exponer visualmente las relaciones de poder imperantes entre los géneros.

Someone’s Watching Me gira alrededor de tres ejes: el contrapicado como posición política de la cámara, el protagonismo femenino y la elección del punto de vista de la víctima. Como en la obra maestra protagonizada por James Stewart, aquí hay alguien que mira y alguien que es mirado, pero a diferencia de aquella nuestra mirada coincide siempre con la del segundo.

Someone’s Watching Me comienza con una geométrica secuencia de créditos en la que rectas blancas sobre un fondo rojo parten de la línea inferior del cuadro -y de izquierda a derecha- pero alejándose de la paralela que correspondería a la pantalla. Una vez que la cuadrícula resultante queda trazada, la vertiginosa perspectiva de la fachada de un edificio filmado desde el piso aparece en escena dándole a la construcción un carácter ominoso y fijando la matriz estilística del film. Ese verdadero contrapicado de concreto reflejará la opresiva dominación masculina y su intención de evitar que una mujer pueda llegar a la cima o siquiera habitar ese mundo rígidamente pautado que corresponde al de la mente del asesino pero, sobre todo, a la estratificada sociedad que lo diseñó. De hecho, el asesino prefiere no ejecutar físicamente a sus víctimas, sino inducirlas al suicidio, y las escoge de entre aquellas mujeres capaces de llevar una vida independiente y conseguir posiciones de poder, esto último representado por la elección de vivir solas en pisos altos y con grandes ventanales sin cortinas. A diferencia de sus potenciales victimarios ocultos detrás de fálicos lentes, ellas nada tienen que esconderle al mundo porque no sienten vergüenza de lo que son ni de lo que han hecho para conseguirlo, así como tampoco están dispuestas a priorizar la seguridad por sobre la libertad. Es que esa libertad cifrada en su negativa a correr las cortinas y encerrarse es índice de su férrea voluntad, de su coraje y de su capacidad para ver mejor que el otro con toda su tecnología. Contra el obsesivo enfoque del voyeur, más cerca del plano detalle fetichista que del plano secuencia, la amplia panorámica en pantalla ancha de Leigh y sus ventales abiertos al cinemascope (en la que campea una declaración de principios a favor del cine y una crítica a la chatura conformista de la producción audiovisual cuadriculada por clisés políticos y estéticos). Lo más triste de esto es que esa actitud de resistencia parece definitivamente derrotada, desterrada de la cartelera semanal de estrenos, pese a lo cual nunca ha sido abandonada por Carpenter, quien aquí planteaba una especie de guerra de guerrillas que habría de librar desde entonces hasta hoy valiéndose de formatos bastardeados como el del telefilme, precarias modalidades de producción similares a las de la clase B, y géneros populares comúnmente subestimados.

En este sentido, la secuencia más significativa de la película es aquella en la que Leigh acude al lugar en que su acosador la cita en vez de refugiarse o pedir ayuda. Cansada de la situación y consciente de los riesgos, agarra un cuchillo de cocina y baja hasta el lavadero situado en los sótanos del edificio. Este descenso cámara en mano y musicalizado a elementales pero certeros disparos de sintetizador, enriquecerá su sentido merced a un elaborado accidente. Los nervios provocados por la situación hacen que Leigh pierda su arma en una alcantarilla justo cuando se aproximan las pesadas botas de su presunto victimario. Sin dudarlo demasiado, corre la pesada reja de metal, se mete en el hoyo y observa lo que sucede en la superficie. La cámara de Carpenter acompaña a su heroína en su trinchera, lo que trae a la memoria los pozos que hacía cavar Orson Welles para conseguir los encuadres que quería en It’s all true, y desde su punto de vista vemos, de nuevo en contrapicado, la figura de un hombre parado justo encima de ella que, tras arrojar su cigarrillo, se marcha sin mirar donde ha caído ni lo que vive bajo sus pies. Que este hombre, al que nunca le vemos la cara, finalmente no sea el asesino sino alguien que será confundido con él incluso por la policía, estimula nuestra inclinación a identificar el mal con un tipo generalizado de masculinidad invasiva, dominante e indiferente a la presencia singular de lo femenino. El contraste a este modelo compartido por el verdadero y por el falso asesino, está dado por el profesor de filosofía que Leigh seduce, compañero respetuoso de sus tiempos (ella decidirá no solamente cuándo empezar la relación sino también cuándo acostarse con él) y de su espacio (no viven juntos y cuando él le propone que se quede en su casa por seguridad, ella rechaza la oferta), pero figura más bien secundaria, cuyos bienintencionados aportes a la resolución del conflicto no serán, aunque importantes, decisivos.

Leigh Michaels, como la Jenny Hayden de Starman, la Laurie Strode de Halloween y hasta la Katrina de Vampiros, es otra de estas mujeres a(d)m(ir)adas por Carpenter y mentadas por Caetano, pero no una más en la lista sino una que incluso excede la definición precedente.

Como escribió el cineasta Adrián Caetano –director de la carpenteriana Crónica de una fuga- en el número 36 de la revista argentina Film, el autor de The Live “es masculino en su mirada pero no machista, porque reconoce que las mujeres son las que generan pero no las que desencadenan. Sabe que hay que cuidarlas porque son vulnerables y porque manejan nuestros deseos. Sabe que en todo buen guión son el motor de las acciones de los protagonistas, las que ponen el conflicto sobre el tapete”. Leigh Michaels, como la Jenny Hayden de Starman, la Laurie Strode de Halloween y hasta la Katrina de Vampiros, es otra de estas mujeres a(d)m(ir)adas por Carpenter y mentadas por Caetano, pero no una más en la lista sino una que incluso excede la definición precedente. Porque Leigh no sólo genera (involuntaria pero también voluntariamente) todo tipo de conflictos (desde la obsesión criminal hasta el amor) sino que también los desarrolla, resuelve y concreta por sí misma. Allí está ese final a toda orquesta en la que corre las cortinas de su piso como si fueran telones que descubren la pantalla, ilumina el cuarto en penumbras, increpa al asesino y lo enfrenta absolutamente sola, para probar la autosuficiencia de este personaje inolvidable, acaso el más claro alter ego del propio director que pueda señalarse en toda su obra.


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