publicado el 5 de marzo de 2009
¿Por qué me gusta tanto La hipótesis del cuadro robado? ¿Por qué me gusta tanto una película que incluso no comprendo del todo y que tampoco terminé de ver por culpa de una copia bajada de internet que no tiene final debido a una conversión deficiente? En parte porque trata sobre un orden posible pero no comprobable, sobre un conjunto de cuadros de un mismo autor (no me tomé el trabajo de comprobar si existen en la realidad exterior al filme) que pueden ser parte de una serie. Un coleccionista encarnado por Jean Rougeaul, el mismo actor que hiciera de crítico de cine en 8 ½, oficia de guía en este museo privado y secreto, mostrándonos los cuadros y a la vez revelándonos el vínculo que los une, un enigma no exento de misterios lascivos, esotéricos y escandalosos. Hasta donde pude ver, la película funciona como un relato policial clásico que incluye un crimen, la sugerencia de otro delito más considerado por algunos incluso más atroz que ese y una investigación. En principio puede parecer que le cabe al coleccionista el lugar del detective, pero también hay un narrador discontinuo que incluso pone en duda la veracidad o, más bien, la autoridad infalible (¿la infalibilidad autoral?) de los dichos de aquel.
Marcos Vieytes | A las pinturas nos las van mostrando como cuadros vivos, con gente de carne y hueso reproduciéndolas estáticamente mientras la cámara se pasea entre ellas. Este procedimiento transforma a la película en una lección sobre el punto de vista, la perspectiva, la profundidad de campo y el valor semántico de la iluminación acentuada por el blanco y negro de Sacha Vierny, el fotógrafo de los primeros y más representativos filmes de Resnais, de Belle de Jour, de unos cuantos de Greenaway y de otras dos películas más de Ruiz. Mucho del placer que origina el director chileno podría definirse como didáctico, pero no en un sentido clasificatorio y pueril sino lúdico. Tuve una experiencia similar a esta cuando leí "Poética del cine" (no así con su corto para Chacun son Cinema, chapuceramente críptico y banal), un libro suyo lleno de referencias eruditas cuya fluidez y gracia a la hora del engarce opacan la innegable cuota de pedantería intelectual que tal operación evidencia. Tanto frente a la película como al libro uno siente que: a) el tipo sabe mucho sobre muchas cosas distintas, b) domina la técnica como los dioses, c) le importa más la combinación de los conceptos que su cristalización en algo parecido a un saber definitivo, y d) nuestro universo se amplía después de verlo o de leerlo (ignoro si la experiencia de escucharlo será igual de gratificante). Un dato no menor es que Pascal Bonitzer participó en el guión. No he leído nada suyo (sé que su obra crítica y teórica paralela a la cinematográfica –lleva dirigidas hasta el momento seis películas y escritas casi cincuenta- ha girado alrededor de los conceptos de cuadro y campo) pero recuerdo que por esos años también estuvo cerca de otro latinoamericano radicado en París como Edgardo Cozarinsky.
"Idealmente, cada cinta debería poseer su propia lógica combinatoria. (…) Para que la combinatoria genere emociones poéticas no basta con que los temas sean solamente tomados al azar, ni que estén muy distantes los unos de los otros; deben ser obsesiones. (…) Es de este modo que las imágenes podrán volverse al mismo tiempo abstractas y concretas, arquetípicas y cotidianas, plurales e intensamente concretas. Imágenes invocatorias y evocatorias a la vez". Esta cita de "Poética del cine" tiene agujeros y ellos suponen el sacrificio de la comprensión de la receta fílmica que Ruiz intenta explicar en ese párrafo en pro de ciertos aislados conceptos como el de las imágenes "al mismo tiempo abstractas y concretas" que parece proceder con bastante transparencia de la dialéctica entre lo abstracto y lo concreto de Bazin, quien la aplicara por ejemplo a un film de Boetticher y al western en general. Creo, sin embargo, que leer completo el original no tornaría más concreta la cita, quizá un tanto más operativa pero siempre dentro del territorio del pensamiento abstracto, que es donde parece moverse Ruiz con un desasimiento elegante casi siempre capaz no sólo de despertar sino también de mantener nuestra curiosidad pese a lo complejo, abstruso o desvaído de ciertos silogismos.
Los tres puntos entre paréntesis del párrafo anterior son una convención de uso común para indicar la ausencia de una parte del texto citado. Son un signo de lo que falta, la evidencia de una omisión, del corte o proceso selectivo aplicado sobre un texto previo por un lector de aquel devenido escritor de este. Que por razones técnicas yo no haya podido ver el final de la película de Ruiz no es otra cosa que una casualidad, aunque en extremo sugerente si consideramos que la omisión es el núcleo de la estructura del film ya que, como lo anuncia su título, ese conjunto de cuadros que se nos presenta como una serie provista de un orden y un sentido no puede ser comprobado debido a que uno de ellos falta. La razón argumental de su falta es lo de menos: si no lo hubieran robado se habría extraviado pues esa es la condición de posibilidad del argumento de la película y del cine mismo, todo él una serie de 24 cuadros desaparecidos por cada 24 cuadros filmados por segundo que permite la organización azarosa de la realidad una y otra vez compuesta, descompuesta y recompuesta por la cámara, el director y cada uno de los espectadores involucrados en el proceso. Sobre ese concepto del intervalo trata también, aunque con cierta ampulosidad, Arrebato de Iván Zulueta. Pero en tanto que allí enajena, horroriza y mata, aquí está lleno de connotaciones si no festivas, tampoco castradoras. En vez del intervalo como agujero negro, Maelstrom magnético, vampiro seductor o cíclope meduseo de la película española, la de Ruiz deja abierta la posibilidad del intervalo –ya vuelto sinónimo del cine- como grieta liberadora del sentido, estructura abierta, pieza inconclusa, superficie fluida, juego, enigma.