publicado el 21 de abril de 2009
Marcos Vieytes | Por comentarios que oí a propósito de la proyección de algunas películas suyas en el último Bafici, pensaba en Balabanov como un director que coqueteaba con los géneros sin hacerle asco a la exposición de situaciones truculentas. Este último adjetivo, unido al concepto de género, me hizo creer que lo suyo podía estar ligado a la idea de espectáculo como entretenimiento festivo y auto consciente. Cargo 200, su última película, tiene una dosis de crueldad muy grande pero también seca que dificulta la condena tanto como impide la adhesión emotiva. De fondo hay, como en casi toda película rusa de un director contemporáneo que piense en el cine como un medio de expresión más o menos personal, una dialéctica entre el pasado y el presente de su país, entre aquello que se llamaba Unión Soviética y este presente geográfico que tiene al menos una decena de nombres distintos. Es también la puesta en escena de un conflicto entre el ateísmo y la religión, las mujeres y los hombres, los naturales y los extranjeros, pero expuesto con la concisión de una crónica. Al fin y al cabo, la placa final del film nos dice que los hechos sucedieron en la segunda mitad de 1984, transformando a la película y los acontecimientos que narra en algo así como la historia clínica de una agonía, aunque si la vemos sin saber su ubicación temporal tranquilamente pensamos –y eso es lo perturbador- que transcurre en el presente.
Los hechos incluyen el asesinato de un vietnamita que trabaja en una granja donde venden clandestinamente alcohol, el secuestro de una muchacha por un jefe de policía trastornado que primero la desvirga con el pico de una botella, luego la mantiene esposada –y habla de ella como de su esposa- a la cabecera de la cama de la casa que comparte con su madre loca y, por último, la obliga a convivir con el cadáver de su novio fallecido en Afganistán (el título del film hace referencia a la denominación que se le daba en la jerga militar a los cuerpos de los muertos en operaciones). Aunque no lo parezca, todos estos hechos no son intolerables en tanto obscenos. La cámara no exhibe, no estiliza lo cruento desplazándose innecesariamente como un fisgón lascivo, y no se demora. La entera película no dura siquiera una hora y media, no abreva jamás en la tradición espiritualista rusa ni tampoco propone climas genéricos convencionales, por lo que mis presunciones iniciales sobre el director se cayeron a pedazos. Hay algo que me molesta del film pero no sé bien que es, aunque sí sé que tiene que ver con cierta fascinación provocada tanto por la perversión de los actos como por la textura herrumbrosa de sus imágenes. El mal aquí es concreto y a la vez inexplicable, primitivo y decadente, indisolublemente ligado al espacio filmado por Balabanov que no es otro que el de la decadencia industrial soviética, llena de fábricas con chimeneas humeantes, trenes de carga, acerías y óxido.
Las películas de Europa del Este me despiertan una impresión emparentada con la de Balabanov por la apariencia que presentan, por la dimensión física que trasuntan, por el documento en que se transforman pese a ser ficciones. Sin pensar demasiado, recuerdo Sin fin de Kieslowski, alguna de Jiri Menzel como Alondras en un hilo (aquí también se hacía presente la perversión en la figura de una subjetiva asaz pedófila que inculpaba la mirada del espectador), e incluso cualquiera de los dos o tres filmes rumanos que han tenido repercusión últimamente. Si no permanecen como grandes filmes, sí lo hacen como constataciones de universos particulares cada vez más raros de ver en la pantalla porque la singularidad cultural del mundo o la del propio cine están en peligro. Creo que no muy lejos de este sentimiento que me resisto a llamar nostalgia (porque lo que impera no es tanto la creencia en un pasado mejor sino en un estado distinto siempre ajeno al propio, una sensación que el checo Kundera, nacido en un país que tampoco existe, ha definido al titular una novela suya como “la vida siempre está en otra parte”) está el cine desafiante de un Sokurov declaradamente conservador pero formalmente distinto a todo. Claro que acá no estoy hablando de él, aunque podría hacerlo a propósito de Alexandra, película suya de 2007 donde una madre que es la Madre Rusia sin dejar de ser una particular, privada y a la vez pública (está interpretada por la mujer de Rostropovich), visita a los soldados instalados en Chechenia, uno de los cuales es su nieto mientras que el resto vendría a simbolizar su prole a la vez que algo así como –creo que lo dijo Jaime Pena en la versión española de Cahiers- fantasmas, o más bien diría espíritus, fantasmagorías digitales ligadas fuertemente al cambio sociopolítico producido por la caída de la Unión Soviética.