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publicado el 6 de mayo de 2009

La trilogía de Christian Petzold. Fantasmas líquidos del Neoliberalismo

Gigantes o diminutos, amistosos o letales, los fantasmas han encontrado en el cine un refugio contra las mentes incrédulas y escépticas. Y si, como le gustaba mencionar a Jean Cocteau, la cámara puede capturar imágenes que al ojo humano pasan desapercibidas, la presencia -y la pertinencia- de estos espectros en el celuloide nuestro de cada día está doblemente justificada. Un simple fundido encadenado en una película de Georges Méliès hace brotar un hombre del éter o una barba tullida dónde otrora había un rostro lampiño y, de repente, lo sobrenatural aparece frente a nuestros ojos. Pero es también la capacidad del cine de congelar una imagen y rescatarla del inevitable fluir del tiempo y la muerte lo que genera esa extraña sensación de estar en presencia de fantasmas fílmicos.

Hernán Ballotta | Las intensísimas actuaciones de Heath Ledger y Guillaume Depardieu, en El Caballero oscuro y No toques el hacha respectivamente, cobran una fuerza especial (para qué negarlo) en una revisión actual, tras sus muertes. Cada gesto, cada movimiento en el plano, corresponde a cuerpos que ya no existen en nuestro mundo pero que, sin embargo, están ahí, un haz de luz proyectado en la pantalla y, de rebote, en nuestras retinas. El propio Cocteau comparaba la fascinación que producen las estrellas de cine con la que generan las estrellas muertas del firmamento “cuyos pulsos de luz alcanzan a la humanidad mucho después de ser emitidos”. No obstante, sacando de la ecuación a las jóvenes japonesas de largos cabellos negros y a la cada vez menos frecuente casa embrujada de los 'blockbusters' de Hollywood, las historias de fantasmas parecen en baja en el mercado de los temas de los filmes de terror contemporáneos, mercado en el que 'zombies' y torturadores terminan la jornada cotizando en eterna e infladísima alza. Sorpresivamente, es cada vez más en el cine generalmente llamado “de autor” dónde este tipo de historias, conjugadas con una visión particular del mundo y una relectura de los géneros clásicos, reaparecen en las pantallas, al menos en las de los festivales especializados y las salas de estar familiares. Una revisión de la trilogía "Gespenster" (literalmente “fantasmas” en alemán) del realizador germano Christian Petzold puede revelarnos cómo se estructuran los relatos de fantasmas en el cine contemporáneo y qué cosas están en juego en ellos.

La trilogía consta de tres largometrajes: Die innere Sicherheit (2000, traducido en los países sajones como El estado en el que estoy, pero literalmente Seguridad interior), Gespenster (2005) y Yella (2007). Los tres incluyen desplazamientos en mayor o menor medida obligados de los personajes. En Die innere Sicherheit el de una familia de tres integrantes (madre-padre-hija adolescente) del sur de Europa a Alemania, perseguidos por la ley debido a los actos terroristas llevados a cabo por los padres durante la politizada década del ’70. En Gespenster las que se movilizan son dos jóvenes marginales y, a su vez, una pareja francesa en busca de su hija desaparecida varios años antes en Berlín y cuya descripción coincide con la de una de estas jóvenes. El desplazamiento en Yella es, de alguna manera, más típico y sintomático de la Alemania actual: Yella, la protagonista, viaja de un pequeño pueblo del Este de Alemania a Hannover, uno de los centros económicos y financieros del país, en busca de trabajo y escapando de su inestable y perseguidor ex-marido. El tema de los desplazamientos internos es una de las principales obsesiones de la sociedad alemana a partir de la década del ’80 y, de forma más profunda, tras la reunificación. Los diferentes éxodos internos que ocurren en el país responden al programa neoliberal que se está llevando a cabo de forma sistemática en muchos países del primer mundo desde hace más de 30 años y que implica la paulatina disolución de los lazos comunitarios y familiares en beneficio del fortalecimiento de la identidad y la libertad individual. Estas nuevas formas (y la palabra “formas” es clave) de estructuración social se inscriben en lo que el sociólogo Zygmunt Baumann denominó “modernidad líquida”. En ésta, y en contraposición a la pretérita “modernidad sólida”, los aparatos de dominación social y las instituciones están diluidas, la autoridad no aparece de forma explícita, como sí lo hacía antes: la represión policial, los Estados totalitarios, las luchas de clases en el seno de instituciones, todos ellos expresiones concretas del accionar de la autoridad. En las nuevas sociedades de consumo, la única autoridad parece ser el dinero, y la forma de ejercerla es invisible, subterránea, pero no por eso menos brutal. La modernidad líquida está también marcada a fuego por el postmodernismo filosófico, con la muerte de los Ideales Absolutos (en Die innere Sicherheit la muerte de la izquierda revolucionaria, en Yella la muerte del ideal del trabajador industrial, el “blue collar worker”) y el “fin de la Historia”, es decir, el congelamiento de las dinámicas sociales de cambio. El saldo de este fenómeno es el aislamiento de los individuos, volcados de lleno al consumo indiscriminado y al bienestar individual, y una enorme masa de excluidos del sistema, verdaderos invisibles sociales en el intercambio simbólico cotidiano.

Lo notable del cine de Petzold es que expresa este estado de cosas no tanto desde el argumento sino desde la puesta en escena. Su trabajo con el espacio cinematográfico es particularmente elocuente en este sentido. Los personajes de sus películas están generalmente rodeados de grandes espacios vacíos, principalmente calles y parques despoblados, pero también espacios de transición típicos de la sociedad contemporánea: automóviles, hoteles, tiendas comerciales, oficinas, los no-lugares de la modernidad líquida. Sólo con su sentido de composición del plano, Petzold arma un retrato del retroceso de la esfera pública, la desaparición de los espacios comunitarios y la invasión de estos sitios de transición, en los que los individuos no pueden sino “no pertenecer”. Es justamente esta cualidad “líquida” de la modernidad lo que el realizador expresa en su trabajo con el espacio: como todas las cosas líquidas, la modernidad ídem toma la forma -no olvidemos esta palabra- del recipiente que la contiene. Los espacios vacíos que rodean a los personajes están llenos de esa invisible y susurrante modernidad. Por eso, aunque sus personajes escapen de la ley o delinquen, la autoridad como forma concreta no aparece en sus filmes, salvo en unos pocos planos al final de Yella. Ésta no tiene por qué expresarse porque ya está ahí, alrededor y dentro de los individuos.

Aunque en sus películas los desplazamientos espaciales sean centrales, no hay nada más alejado de las “road movies” que el cine de Christian Petzold. En la trilogía no hay lecciones de vida, no hay un camino de aprendizaje, no hay punto de llegada –por otro lado, tampoco hay dónde ir: en el mundo globalizado todos los lugares son el mismo lugar-. Y aunque haya movimiento, su estética está en las antípodas de la “estética de la velocidad” cultivada, por ejemplo, por Michael Bay: montaje acelerado, cámara frenética, espectacularidad formal, etc. Las películas de Petzold son pausadas, estáticas, reposadas, climáticas, hasta frías, pero esconden una tensión subterránea que demuestran la enorme pericia narrativa del director y su control de la puesta en escena, que en sus mejores momentos alcanza la maestría de un Fritz Lang. También es digno de mención el trabajo en conjunto que realizó con el reconocido documentalista alemán Harun Farocki en la confección de los guiones de las primeras dos entregas de la trilogía. Justo Farocki, que en varias de sus películas a partir de la década del ’90 retrató con especial tenacidad las formas de dominación simbólica del neoliberalismo, y los fantasmas que esas formas esconden.

La mención de Lang no es arbitraria. Petzold construye sus películas a partir de motivos visuales, como lo hacía el gran maestro vienés, dejando pequeñas pistas depositadas aquí y allí en la puesta en escena, pero sin ser obvio, reiterativo y, esto es particularmente notable, evitando atar todos los cabos abandonando al espectador a una extraña sensación de incertidumbre. Su meticuloso trabajo con la puesta en escena alcanza, por momentos, la más maravillosa belleza abstracta. Por ejemplo, el conflicto en Yella se dirime en la tensión dentro del plano entre los colores rojo y azul: es rojo el auto de Phillip, el nuevo empleador y amante de Yella, y de Ben, su ex marido; también lo es la blusa que viste Yella en Hannover (no así cuando se encuentra en su pueblo natal de Wittenberge); el cuadro que cuelga sobre la cama de la habitación del hotel de Yella, la corbata que ocasionalmente usa Phillip y las luces nocturnas fuera de foco y en profundidad de campo de Hannover son azules, pero, fundamentalmente, también lo es el agua, motivo visual recurrente en la trilogía. Este conflicto entre el rojo y el azul es polisémico, como también lo son los diferentes motivos visuales en las mejores obras de Lang. Podría ser la victoria de la democracia liberal (el azul) ante el comunismo (el rojo), la muerte ante la vida o lo individual ante lo social, pero, por sobre todo, muestra cómo Petzold administra el conflicto en sus películas de forma pictórica dentro del cuadro. En esos momentos de gran altura cinematográfica, Petzold se convierte en un Fritz Lang para el nuevo milenio.

Y como Lang, Petzold trabaja sobre los géneros clásicos, desarrollando una relectura personal de ellos. Las dos primeras entregas de la trilogía son, fundamentalmente, melodramas de mujeres, en los que, como en los mejores dramas de Douglas Sirk, la relación madre-hija es central. Yella es, desde un punto de vista estrictamente argumental, la reformulación de Carnaval de Almas, aquel pequeño gran filme de culto de Herk Harvey filmado en 1962, pero es también un filme de terror y un thriller sobrenatural. En Jerichow (2008), su última película, realiza una remake de El cartero llama dos veces (1946), filme clásico del cine negro. Petzold, como algunos directores alemanes previos (Wenders, Fassbinder), es plenamente consciente del estado de los géneros clásicos en el cine actual, pero como pocos contemporáneos a él, los utiliza y los reformula, aprovechándolos y plasmando en ellos su visión particular del mundo.

Si recapitulamos las constantes temáticas y los motivos visuales de Petzold, encontraremos la filiación de este realizador germano con otro director que practica una relectura personal de los géneros y que trabaja el espacio cinematográfico y su vaciamiento como metáfora del estado actual de su sociedad –y que, para colmo, parece tener una obsesión con el líquido y la humedad-. Petzold es, desde un punto de vista ideológico y estilístico, un aliado moral del director japonés Kiyoshi Kurosawa, aquel que nos entregó el Apocalipsis por cable modem en Kairo (2001). El parecido entre ambos es notable: como Petzold, el realizador nipón detecta la creciente soledad y alienación en la que viven sus contemporáneos, y filma como pocos grandes zonas vacías en las que esa alienación se hace presente en el espacio comprendido entre los sujetos. No hay mejor metáfora de este espacio vacío que el programa de computadora que desarrollan los estudiantes en Kairo, en el que unos puntos se desplazan azarosamente sin jamás llegar a tocarse. En este contexto surgen los fantasmas, ellos vienen a llenar este vacío absoluto, síntoma del mundo contemporáneo. Los grandes directores religiosos (Dreyer, Bresson, Bergman) encontraban en el espacio entre las personas, en los rostros humanos, en las hojas de un árbol meciéndose, en una paloma blanca levantando vuelo, la confirmación de la presencia de –algún- Dios. Estos nuevos realizadores, Petzold y Kurosawa, observan esas mismas cosas pero ven fantasmas, seres aislados de su contexto social, sujetos alienados que están al mismo tiempo presentes y ausentes. Por eso la cuestión del doble (Doppelgänger) aparece en ambos realizadores: sus personajes existen y no existen, los espacios están al mismo tiempo vacíos y ocupados. Son realizadores de la contradicción, del movimiento estático, de lo sobrenatural naturalizado.

En 1848, al calor de la ebullición social que culminaría en la fallida revuelta francesa de ese mismo año, Karl Marx aseguró que el fantasma del Comunismo recorría Europa. Un siglo y medio después, tras la muerte de los ideales, el Estado tradicional y los lazos de comunión sociales, Petzold muestra que los fantasmas que recorren Europa actualmente son sujetos alienados, desarraigados y desprotegidos hijos de la sociedad de consumo. Sin autoridad a quién responder o atacar, sin Estado, familia, religión o principios morales que funcionen como marcos de referencia para la acción, estos nuevos fantasmas están condenados a vagar sin dirección, transitar por fantasmales no-lugares y ciudades abandonadas. En estos relatos de fantasmas contemporáneos lo que está en juego es, como mínimo, la alienación humana (como en la trilogía “Gespenster”) y, como máximo, la supervivencia del hombre como especie (en Kairo) y como especie moral. Pero las películas de Petzold no sólo están pobladas de estos personajes alienados incluidos dentro de la sociedad de consumo. También están aquellos seres marginados que ni siquiera son integrados en el intercambio simbólico de la sociedad moderna y líquida. Son seres invisibles, que existen solamente por fuera, sin posibilidad de inclusión. En otras palabras, superfluos sociales. Y en los filmes de Petzold aparecen en el fuera de campo o, mejor dicho, en el espacio en tensión (pictórica, (est)ética y social) entre los personajes. Ellos son el saldo de la modernidad líquida, que aliena a sus integrantes y literalmente ningunea y hace desaparecer a los que se encuentran en sus márgenes, los aísla de todo sistema de representación. La trilogía “Gespenster” es un cine fantástico profundamente político, porque señala que todos, los que estamos dentro y fuera del sistema, somos fantasmas; los fantasmas líquidos del Neoliberalismo.


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