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especial

publicado el 9 de junio de 2009

Luces y sombras (Tercera parte)
Un intento de aproximación al cine de terror de Jesús Franco

Pau Roig |

Ya desde finales de los años setenta, pero especialmente durante la década de los ochenta del siglo XX, la carrera de Jesús Franco se hunde sin remisión en el pozo sin fondo de la mediocridad y del canibalismo de su propia obra, incapaz de evolucionar y de aportar nada a una filmografía que se limita a dar vueltas y más vueltas sobre los mismos temas y los mismos personajes. Atrapado en sus peores vicios y en los tics más insufribles de su obra, el director español dará muestras definitivas de agotamiento a finales de siglo con una intolerable –y encima prolífica– serie de producciones realizadas directamente en vídeo para la productora independiente norteamericana One Shot.

VII. Slasher, caníbales de rebajas y cine “S”

Franco nunca dio el brazo a torcer: prefirió seguir trabajando en absoluta libertad, sin imposiciones ni coacciones, que ceder a las tentaciones de los grandes presupuestos o a las presiones de la (raquítica) industria cinematográfica española, aunque el precio que tuviera que pagar por ello –evidente en la terrible, terrorífica precariedad de medios de la mayoría de sus realizaciones de esos años– fuera muy alto. Rodando con equipos técnicos ridículos pero siempre rodeado de sus actores de confianza, el realizador sigue filmando de manera compulsiva inocuas variaciones de su propia obra y vulgares explotaciones comerciales de filmes de éxito de los subgéneros más comerciales, la mayoría de las veces sin guión, sin plan de rodaje y en muy pocos días. Franco se suma, así, a la moda del psycho-thriller sangriento instaurada no tanto por La noche de Halloween (Halloween, John Carpenter, 1978) como por Viernes 13 (Friday the 13th, Sean S. Cunningham, 1980) con Colegialas violadas (risible título español para el original alemán Die säge des todes, aunque el filme es más conocido con el título inglés Bloody moon, 1982), y también a la fiebre zombie-caníbal, por llamarla de alguna manera, que invadió Europa tras el gran éxito de Holocausto caníbal (Holocausto cannibale, Ruggero Deodato, 1977) y Nueva York bajo el terror de los zombies con Sexo caníbal (Mondo cannibale, 1980), La tumba de los muertos vivientes y La mansión de los muertos vivientes, estrenadas en 1982. Pero son los años del destape y del cine “S” y el cineasta se vuelca, con mayor recurrencia, en la realización de filmes eróticos y (pseudo)pornográficos cuyo interés y originalidad por lo general reside únicamente en los títulos: Aberraciones sexuales de una mujer casada, La chica de las bragas transparentes o El sexo está loco, estrenadas en 1981, o Macumba sexual, La noche de los sexos abiertos y Las orgías inconfesables de Emmanuelle, estrenadas en 1982, Confesiones íntimas de una exhibicionista o Mil sexos tiene la noche, de 1983, son algunos de ellos. Sin embargo, pasadas las modas, y de manera especial partir de la nueva –y mucho más restrictiva– regulación de la industria cinematográfica española por parte de Pilar Miró y el gobierno socialista de Felipe González, el cine de Franco quedará en fuera de juego, revelándose desfasado y anacrónico.

Colegialas violadas es un ejemplo modélico y mediocre de explotación comercial europea de filme(s) de éxito de procedencia norteamericana, no sólo porque reproduce con cierta voluntad de estilo los principales estilemas y recursos de los psycho-thrillers o películas de psicópatas en boga en esos años (en menor medida también del giallo italiano: la trama se reduce a una brutal sucesión de asesinatos, manteniéndose en secreto la identidad del asesino hasta los minutos finales), sino porque Franco filma el conjunto renunciando en buena medida a su iconoclasta personalidad y a su enloquecido estilo. Sólo él, sin embargo, podría haber rodado un filme de capital íntegramente alemán en Alicante: los protagonistas de Colegialas violadas, en su mayor parte chicas promiscuas que no aparentan la edad que representa que tienen, pasan unos días en una improbable academia de castellano para extranjeros, y pese a que puntúan la trama nada veladas notas de humor negro (véase la muerte brutal por atropello de un niño que ha sido testigo de una de las muertas), su escaso potencial terrorífico se diluye rápidamente por la inclusión, torpe y gratuita, de planos de desnudos.

En contra de lo que indica su efectista título español, Sexo caníbal –como mínimo en la edición más extendida, la británica, con el título Cannibals– carece prácticamente de sexo y de canibalismo.

En contra de lo que indica su efectista título español, Sexo caníbal –como mínimo en la edición más extendida, la británica, con el título Cannibals– carece prácticamente de sexo y de canibalismo. Estrenada prácticamente al mismo tiempo que Terror caníbal (1981), una oscura coproducción española-francesa firmada por Julio Pérez Tabernero (aunque participaron en ella diversos realizadores: incluso parece ser que algunos planos de la película de Franco fueron incorporados en el montaje, o al revés), el filme es una inane mezcla de aventuras (pseudo)selváticas y terror pretendidamente sangriento que no funciona en ninguna de sus vertientes. La búsqueda desesperada por parte del protagonista (Al Cliver) de su hija secuestrada por una tribu de caníbales años atrás, carece de tensión y de credibilidad, mientras que los momentos más presumiblemente inquietantes y violentos del conjunto están resueltos –falta de presupuesto obliga– mediante una aburrida yuxtaposición de planos cortos a cámara lenta en los que ni siquiera se llega a apreciar bien si los indígenas están devorando carne cruda o simplemente se llenan las manos y la boca de zumo de fresa, de kétchup o de lo que sea. Franco rodaría un filme de argumento casi idéntico y similar reparto poco tiempo después –El tesoro de la diosa blanca (1983)– y es fácil confundir ambos títulos, aunque podría ser también que se tratara de dos (re)montajes del mismo material.

VIII. Más zombies paletos

Similar confusión planea también sobre La tumba de los muertos vivientes, considerada a menudo la continuación de un filme de Jean Rollin a veces atribuido a Franco –el director previsto en un primer momento–, El lago de los muertos vivientes (Le lac des morts vivants, 1981), rodado poco antes con un equipo técnico y artístico parecido; lo único que tienen en común ambos filmes, en todo caso, es que se sitúan entre las peores producciones sobre muertos vivientes de la historia del cine. Más allá de un argumento hasta cierto punto original pero que remite a la curiosa Ondas de choque (Shock waves, Ken Wiederhorn, 1977) –unos soldados alemanes muertos durante la Segunda Guerra Mundial siguen guardando el valioso tesoro que transportaron en vida en un oasis en medio del desierto africano– La tumba de los muertos vivientes no resiste ni el más caritativo de los análisis. Mucho peor resulta, no obstante, La mansión de los muertos vivientes, filme rodado en tres o cuatro días también en las Islas Canarias seguramente con el poco, muy poco dinero sobrante del rodaje del filme anterior. Lejanamente inspirada en la tetralogía de los caballeros templarios de Amando de Ossorio iniciada con La noche del terror ciego (1972), la trama gira alrededor de los miembros de un tribunal de la Inquisición, malditos siglos atrás por una bruja que condenaron a la hoguera, reconvertidos en una especie de secta diabólica entregada a los placeres de la carne, las torturas y la muerte. El argumento se inscribe plenamente en las constantes del director (la mezcla de erotismo, sadismo y terror recorre su obra), aunque ni siquiera está desarrollado: con muy pocos personajes y un par o tres de localizaciones, la principal un hotel solitario y misterioso, el conjunto pronto se reduce a las bochornosas peripecias eróticas de las protagonistas, actrices habituales de la filmografía de Franco ocultas tras seudónimos que no engañan a nadie: Candy Coster (Rosa María Almirall), Mamie Kaplan (María Carmen Nieto) y Jasmina Bell (Elisa Vela).

X. Un pequeño paréntesis con Edgar Allan Poe

Una de las películas preferidas de Franco de esta época, y que en cierto modo puede entenderse como la culminación de su particular concepción del cine de terror, es El hundimiento de la casa Usher (1983), adaptación cinematográfica del célebre relato del escritor norteamericano Edgar Allan Poe ya llevado al cine en numerosas ocasiones con anterioridad. El conjunto –era de prever– tiene muy poco o nada que ver con la obra de Poe y mantiene en cambio numerosos, demasiados puntos de contacto con la primera incursión de Franco en el género, Gritos en la noche, empezando por el papel protagonista de Howard Vernon (algunas versiones de la película incluyen hasta quince minutos de este filme a modo de flashbacks en blanco y negro mientras Usher relata la historia de su vida), y acabando por el propio desarrollo de la trama: el torturado y maldito personaje imaginado por Poe se (re)convierte a manos del director español en un (pseudo)científico loco que asesina a mujeres jóvenes y fuertes con el objetivo de curar a su hija, gravemente enferma. Rodando en una única localización y sin recurrir a efectos especiales de ninguna clase, Franco se muestra radicalmente fiel al estilo digamos enloquecido de sus realizaciones terroríficas de la década de los setenta (sucesión interminable de zooms sin sentido, total despreocupación por la lógica y la coherencia narrativa, bombardeo constante de referencias y citas cinéfilas, una atmósfera irreal de pretendidos ecos expresionistas), y se desentiende de la trama y de sus más bien ridículos personajes, cuyos nombres remiten a la novela "Drácula" de Bram Stoker. Más allá de algunas imágenes sugerentes y de una atmósfera alucinada de puro delirante, el filme es un bochornoso compendio de sus principales obsesiones, que llega a uno de los puntos más bajos de su carrera en el clímax final: debido a la falta de medios y de presupuesto y de todo el hundimiento de la casa Usher fue recreado mediante penosas maquetas y ridículos movimientos de cámara. Franco sería fuertemente abucheado en la première oficial del filme, celebrada en el tristemente desaparecido Imagfic (Festival de Cine Imaginario y de Ciencia Ficción) de Madrid, y declararía posteriormente que los espectadores no habían entendido nada.

XI. Un epílogo quizá innecesario

Después de coordinar / supervisar Don Quijote de Orson Welles (1992), polémico montaje del incompleto material rodado por el genial cineasta norteamericano en España a partir de la novela de Miguel de Cervantes, Franco entró en un período de cierta inactividad, del que sería rescatado por el inefable Carlos Subterfuge para la realización de una de sus últimas películas convencionales, con perdón por la expresión: Killer Barbys (Id., 1996). Construido como un vehículo para el dudoso lucimiento del grupo de música punk de idéntico nombre, Killer Barbys fue el último filme de Franco que conoció exhibición comercial en nuestro país, contando incluso con la presencia –más alimenticia que otra cosa– del actor Santiago Segura. Más que el regreso de Franco al primer plano de la actualidad cinematográfica, que así fue anunciada, la película es un compendio espantoso (otro más) ya no de los peores recursos de una filmografía en caída libre desde tiempo atrás, sino de los estilemas más burdos y de los recursos más desfasados del cine de terror de serie Z al que pretendía homenajear. Desde el trilladísimo punto de partida de la acción, con los miembros de un grupo de rock de gira que se pierden en una remota zona rural y van a parar a un castillo de una misteriosa condesa (la veterana actriz italiana Mariangela Giordano), en realidad una temible vampira, hasta la inexistencia de un trabajo de dirección propiamente dicho, todo en Killer Barbys huele a engaño, a tomadura de pelo: vampirismo trasnochado, erotismo soft y un poco de sangre conforman un cóctel indigerible e inepto que confunde contracultura con desfachatez y en el que la cantante Silvia Superstar ejerce de ridícula estrella indiscutible mientras Santiago Segura se limita a hacer el payaso y Franco bombardea a los espectadores con una sucesión mareante de zooms a ninguna parte. La broma de mal gusto proseguiría no mucho tiempo después en una continuación filmada ya directamente en vídeo, Killer Barbys vs. Dracula (Id., 2002).

Anulado por la redundancia (¿petulancia?) sin fin de una obra que parece tener su única razón de ser en el acto de filmar, y aunque parezca paradójico, Franco empieza a desaparecer, a anularse a sí mismo

En la misma línea pero aún peor (si es que esto es posible) se sitúan los siguientes filmes del realizador, rodados en formato digital y financiados por la pequeña compañía estadounidense One Shot Productions, quién ofreció a Franco una libertad creativa total y absoluta por lo paupérrimo de los presupuestos manejados por el director, aunque este hecho no explica ni justifica el look visual desaliñado y cutre de estas producciones, impropias de un profesional del séptimo arte por la manifiesta torpeza y la intolerable desidia con la que están realizadas. Resulta imposible destacar ninguna, quizá Mari-Cookie and the killer tarantula (Id., 1998) obtuvo cierta repercusión por la presencia de las neumáticas scream queens estadounidenses Michelle Bauer y Linnea Quigley: igual que el resto de producciones de Franco de principios del siglo XXI, se trata en el mejor de los casos de pseudoexperimentos a-narrativos rodados de cualquier manera y que pueden ser confundidos tranquilamente con producciones amateurs. Anulado por la redundancia (¿petulancia?) sin fin de una obra que parece tener su única razón de ser en el acto de filmar, y aunque parezca paradójico, Franco empieza a desaparecer, a anularse a sí mismo: en esta línea apunta su última realización hasta la fecha (y la más larga de su carrera, de dos horas y media de duración), La cripta de las mujeres malditas (2008). Sin guión (la trama se reduce a los juegos sexuales de un grupo de mujeres condenadas por una maldición centenaria a permanecer encerradas en la cripta de un cementerio), sin decorados ni, en un sentido estricto, interpretaciones, pero también sin director: las mismas protagonistas filman las imágenes con videocámaras y la poca, poquísima información que llega hasta los espectadores proviene de una voz en off y de algunos rótulos.


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