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film malade

publicado el 1 de abril de 2004

De valkirias y devoradores de cadáveres

La filmografía del director John McTiernan destaca por la gran factura de sus peliculas de acción ( y por su tendencia a utilizar el ‘thriller’ como un elemento irrenunciable en su discurso). Con ‘El guerrero nº 13’, el realizador de Nueva York, crea una magnífica película de aventuras, oscura y violenta, que sobre todo en su primer tramo coquetea abiertamente con el cine de terror. La iconografía de la cultura vikinga está siempre presente en el filme, y su cometido no es otro que el de crear un lenguaje metafórico que nos describa, mediante la fuerza de las imágenes, las costumbres y las supersticiones de los hombres del norte.

Lluís Rueda | En los últimos años y hasta la llegada de la sensacional saga El señor de los anillos a las pantallas de cine (magno proyecto que ocupó a Peter Jackson más de siete años de su carrera), se había producido cierto olvido creativo respecto a un tipo de filmes de aventuras, generalmente de corte fantástico y adscritos a ese subgénero conocido como capa y espada. Para encontrar una cinta de estas características deberíamos remontarnos a la mediocre Willow (1997), de Ron Howard, un intento voluntarioso por recuperar la iconografía de la obra de J.R.R. Tolkien que a la sazón acababa siendo un pastiche tan edulcorado como una producción de la factoría Disney. Este tipo de películas vivió una época dorada a principios de la década de los ochenta tras el éxito de Excalibur (Excalibur, 1981), de Jonh Boorman, y muy especialmente de Conan el Bárbaro (Conan the Barbarian, 1982), de Jonh Millius. Este filme iniciaría una saga basada en la obra literaria de Robert E. Howard que continuaría con Conan el destructor (Conan the Destroyer, 1984) y El guerrero rojo (Red Sonja, 1985), ambas de Richard Fleischer. Otra película destacable de esta época es la más que correcta El señor de las Bestias (The Beastmaster, 1982) de Don Coscarelli. A todos estos filmes habría que añadir una larga lista de productos de serie B directamente destinados al ámbito del video.

En 1999, John McTiernan fue el realizador escogido para llevar a cabo la adaptación de la novela de Michael Crichton Los devoradores de cadáveres publicada en 1976. La productora Touchstone contrata para el papel protagonista a una estrella emergente como Antonio Banderas y decide trasladar el rodaje a los bellos parajes de la Columbia Británica, Canadá.

Si algo nos llama poderosamente la atención en la obra realizada hasta la fecha por McTiernan es su propensión a derivar la acción al terreno del thriller, su talento a la hora de filmar espacios asfixiantes y el marcado carácter antiépico que imprime a la personalidad de sus héroes

John McTiernan era ya en ese momento un reconocido realizador de filmes de acción que había cosechado grandes éxitos de taquilla con películas como Depredador (Predator, 1987), La jungla de cristal (Die Hard, 1988), El último gran héroe (The Last Action Hero, 1993) o una segunda parte tan brillante como La jungla de cristal, la venganza (Die Hard with a Vengance, 1995); pero quedarnos en ese aspecto de su carrera como director sería algo bastante simplista. Si algo nos llama poderosamente la atención en la obra realizada hasta la fecha por McTiernan es su propensión a derivar la acción al terreno del thriller, su talento a la hora de filmar espacios asfixiantes y el marcado carácter antiépico que imprime a la personalidad de sus héroes. Ese es el caso del protagonista de El guerrero nº 13, Anmed Ibn Fahdlan (Antonio Banderas), un árabe de buena familia y exquisita educación que se ve abocado al destierro por un asunto de faldas. En este exilio hacia las tierras del norte es acompañado por su mentor Melchisidek (Omar Sharif), encargado de introducirle en las bruscas costumbres de los hombres del norte. Fahdlan, al igual que el policía de La Jungla de Cristal, Jonh McClane (interpretado por Bruce Willis), deberá comenzar un rápido proceso de aprendizaje para sobrevivir en al adversidad; pero ese proceso, rico en situaciones cómicas, no será el leitmotiv del filme, McTiernan despachará con premura esa parte del relato para centrarse rápidamente en el conflicto principal de la historia: como veremos, el verdadero aprendizaje de nuestro protagonista tiene mucho más que ver con sus miedos interiores que con cualquier otro asunto.

La primera toma de contacto de los trece guerreros con los Wendols, está filmada como un auténtico filme de terror. En el interior del palacio de Hrothgar los caballeros esperan en círculo la acometida de unas alimañas que se mueven como sombras en la oscuridad

El oráculo señala a Fahdlan como el decimotercer guerrero que vendrá del sur para partir junto a otros doce caballeros hacia al pueblo del rey Hrothgar (Sven Wollter) para intentar liberar sus tierras de los demoníacos Wendols. Una vez en la corte de Hrothgar, los caballeros se ven inmersos en un conflicto de poder que más tarde queda incomprensiblemente diluido por las escenas de batalla hasta desaparecer completamente de la narración. El montaje llevado a cabo por John Wright y Dennis Virkler es de juzgado de guardia; debido a las presiones por parte de la productora por reducir el metraje y con McTiernan ya fuera del proyecto, se manipuló el material rodado eliminando multitud de secuencias y dejando el filme prácticamente sin continuidad en sus subtramas. Si alguna película se merece un director´s cut (y que conste que a menudo los recortes de metraje son positivos) esa es precisamente El guerrero Nº 13.

La primera toma de contacto de los trece guerreros con los Wendols, está filmada como un auténtico filme de terror. En el interior del palacio de Hrothgar los caballeros esperan en círculo la acometida de unas alimañas que se mueven como sombras en la oscuridad, el realizador inserta en el combate una batería de primeros planos que nunca muestran la identidad del peligro de un modo definitivo y el resultado visual es de gran agresividad e impacto. Tras esa secuencia vemos a un Fahdlan asustado por lo desconocido, su racionalidad le impide creer en los demonios con la misma convicción que muestran sus supersticiosos y rudos compañeros; y es que todo elemento desconocido le debilita moralmente.

El relato de las aventuras de Fahdlan en tierras vikingas sorprende por su tono oscuro y decadente, el realizador filma los elementos naturales (la niebla, el mar, los bosques, la lluvia) como si se tratara de un enemigo más

En un segundo encuentro, Fahdlan bate a un Wendol y descubre que no es más que un hombre, en ese momento arrincona sus fantasmas y saca su casta de guerrero. A partir de ese instante aprende a ser menos orgulloso y comienza a admirar la valentía de sus compañeros, en especial la del guerrero Buliwyf (Vladimir Kulich). El relato de las aventuras de Fahdlan en tierras vikingas sorprende por su tono oscuro y decadente, el realizador filma los elementos naturales (la niebla, el mar, los bosques, la lluvia) como si se tratara de un enemigo más, siempre omnipresente, y es que parece que McTiernan quiera contarnos la historia desde la mirada aterrorizada de su protagonista.

Estamos ante una relato de hombres, de camaradería y sacrificio, donde las mujeres son testimoniales. La mujer es una deidad más en un mundo testosterónico: mientras para los salvajes Wendols es una diosa a la que adorar, para los vikingos encarna el consuelo de un cuerno de hidromiel tras la batalla. Pero esa paradoja podría tener cierta explicación: es posible que la primitiva sociedad Wendol (al fin y al cabo un matriarcado) hiciese suya una muy antigua valoración acerca de las valkirias; según la mitología eran temibles criaturas que acechaban junto a los campos de batalla, dispuestas a beber la sangre y a devorar los cadáveres de los vencidos. Esa idea evolucionó con el tiempo, y años más tarde se las describe como princesas con armadura y a caballo preparadas para acompañar a los guerreros a las mansiones del Valhalla (mucho más acorde con la idea de los vikingos del filme).

Como vemos en una sociedad a priori más evolucionada, la mujer es un objeto sumiso, y para los devoradores de cadáveres se erige en objeto de culto. Se podrían sacar muchas lecturas al respecto. Y es que la lucha contra lo desconocido de los caballeros, la lucha contra lo que no pueden ver, pone de relieve el peligroso papel de la mujer fuera de los parámetros de una conducta social marcada por los varones. Es por ello que en el filme la reina Weilew (Diane Verona), condiciona las decisiones de los hombres desde la sombra y el ostracismo.

Estamos ante una relato de hombres, de camaradería y sacrificio, donde las mujeres son testimoniales. La mujer es una deidad más en un mundo testosterónico: mientras para los salvajes Wendols es una diosa a la que adorar, para los vikingos encarna el consuelo de un cuerno de hidromiel tras la batalla

Volviendo a los aspectos formales del filme, cabría resaltar la mano firme de McTiernan a la hora de imprimir un ritmo adecuado a cada escena. Un buen ejemplo es la secuencia en que los caballeros van a buscar a los Wendols a su guarida: con las húmedas cuevas como marco menos simbólico que los crispados cielos del campo de batalla, el realizador retrata el oscuro lugar como un averno de fogatas del que no hay posibilidad de salir con vida. Solo el espectador, que conoce los recursos y la inteligencia de Fahdlan sopesa la posibilidad del éxito. Los primeros planos del rostro pensativo de el guerrero árabe y la imposibilidad de ver al enemigo, fuera de campo en casi todo momento por la aprehensión del espacio, crean una estimable sensación de peligro.

McTiernan siempre encuentra la solución fílmica adecuada para cada escena; puede insertarnos el plano detalle más violento y acto seguido encuadrar de un modo preciosista la imagen al ralentí del héroe engullido por el barro y la oscuridad de la batalla nocturna, sin que la escena pierda continuidad. Su forma de filmar, contraponiendo planos abiertos y cerrados de manera frenética, es un garante para mostrar lo justo y no caer en lo gratuito. El guerrero nº 13 es un filme violento, y no esconde su naturaleza, pero si algo le distingue de otros filmes de características similares es su sentido metafórico, su abanico de posibilidades a la hora de mostrarnos la inmisericordia del guerrero.

El director de La jungla de cristal es un director activo tras la cámara, que como el holandés Paul Verhoeven (Instinto Básico, Robocop, Desafío Total) parece haber encontrado un punto intermedio entre el clasicismo fílmico norteamericano y el vigor experimental de la vanguardia europea de los años setenta y setenta. Hablamos de hombres de industria que sucumben a la aparatosidad de Hollywood a cambio de una muy pequeña parcela de autoría trabajada a base de sutileza.

Por ello Jonh McTiernan está lejos de ser un mero peón de industria (el caso del director de Willow, el antes citado Ron Howard), la personalidad que imprime a cada una de sus obras le acercan más a un autor que como John Woo se sirve de unos géneros tan estereotipados como la action movie o el thriller para insertar precisas e inteligentes pinceladas de clasicismo. El realizador de Nueva York sabe sacar una excelente rentabilidad de los espacios físicos, tanto en la selva amenazante de Depredador, como en el enorme rascacielos de La Jungla de Cristal, el escenario es un protagonista más. En El guerrero nº 13, cada incursión en el bosque, o el simple alejamiento de un jinete del poblado pone en marcha una imparable maquinaria de suspense, brillantemente acentuada por la wagneriana partitura de Jerry Goldsmith, que sitúa al espectador en un constante estado de alerta; como en el Sleepy Hollow de Tim Burton o en La Niebla de Jonh Carpenter, la bruma nocturna se erige en símbolo del mal sin apenas necesidad de mostrar nada más. La sugestión provocada por la cámara de McTiernan en algunas secuencias del filme está a la altura de los mejores especialistas del terror contemporáneo.

En El guerrero nº 13, cada incursión en el bosque, o el simple alejamiento de un jinete del poblado pone en marcha una imparable maquinaria de suspense, brillantemente acentuada por la wagneriana partitura de Jerry Goldsmith, que sitúa al espectador en un constante estado de alerta

El viaje iniciático por tierras vikingas mostrará a Fahdla los valores inquebrantables del guerrero y de sus costumbres aprenderá todo aquello que él considere útil. Su integración en la sociedad vikinga nunca será completa, y por ello al final de su aventura regresará a su tierra. Una de las herramientas que utiliza McTiernan para mostrarnos esa incapacidad para entender completamente los ambiguos aspectos sociales de sus anfitriones es la historia de amor que Fahdla vive con la valkiria Olga (Maria Bonnevie). La joven siempre lleva las riendas del cortejo, y marca las pautas de la relación con el árabe, y lejos de ser esta relación una triste historia de amor acabada en forzosa separación parece más una aventura consentida donde la chica calcula fríamente las consecuencias. En esta parte del filme, el realizador vuelve a poner de relieve casi sin diálogo, y con la sutil carga emocional de la gestualidad, el carácter dominante de la mujer vikinga desde su reducida parcela de poder.

El guerrero nº 13 no fue un filme especialmente bien acogido por la crítica, quizás el tiempo lo ha ido poniendo en el sitio que le corresponde, el de un buen filme de aventuras estupendamente filmado que pudo ser mucho mejor de no ser por las equivocadas decisiones en la parcela del montaje. Tras el éxito de la trilogía de El Señor de los anillos, hemos vuelto a recuperar en la memoria, y de una manera inconsciente, esta honesta cinta, de la que a buen seguro Peter Jackson tomó buena nota a lo hora de rodar la Batalla de Isengard.

Pero dejando a un lado los paralelismos entre dos obras incomparables por presupuesto e intenciones cabe señalar que la fuerza principal de El guerrero nº 13 es el excelente trabajo tras la cámara de McTiernan: un autor que sabe imprimir una mirada muy personal a un tipo de producto de consumo en el que las formas también son importantes.


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