publicado el 1 de julio de 2009
Marcos Vieytes | En alguna parte leí que El silencio antes de Bach, la última película de Pere Portabella, plantea la idea de la salvación por la música sin que tal comentario haya sido profundizado por el eventual y ya olvidado escriba. Si acaso la película lo hiciera, también proporciona razones para pensar en lo opuesto. En un diálogo que sostienen el vendedor de pianos interpretado por Feodor Atkine y un librero sobre la relación entre la música y el Holocausto alguien dice algo así como que “la música no salva a nadie sino que duele”. Dicha percepción es común a todos los que, como actores aunque más no sea de reparto o como espectadores, se entregan a (o más bien diría que se dejan coger por) la experiencia estética, y si bien ese momento no es el mejor de la película por la verbalización explícita de su ambivalente mensaje, tampoco molesta demasiado. En realidad, contarlo como un punto débil del film es un exceso crítico al que la misma película nos lleva, dado el nivel de elocuencia no verbal y virtuosismo que la caracteriza. De hecho, lo que la diferencia de cualquiera de esas películas que los críticos solemos desestimar por “pretenciosas” es la evidente erudición de Portabella, manifiesta en la sencilla autoridad formal con que pone en escena diversos rituales de la belleza (desde un concierto a una exhibición equina, desde un desnudo a la planificación de un acarreo, desde la afinación de un piano a la pintura de un camión) sin nada de esa solemnidad que delata a los arribistas o a los recién llegados.
No sólo la música de Bach en particular, y el (no) lugar que ocupa en la sociedad contemporánea la música sacra en general, son protagonistas del film tanto o más que los cuatro o cinco personajes que la atraviesan, entre ellos el propio JSB en una representación de época desestructurada, sino también los instrumentos que materializan esa música. Vemos pianos, claves, órganos que son tan importantes para la cámara como la música misma que se ejecuta en ellos, así como una puesta de cámara que parece prescindir del camarógrafo. Por momentos, el desplazamiento del objetivo es tan prodigioso que no parece estar conducida por un técnico sino por la tecnología misma: una de las primeras imágenes nos muestra un piano que se mueve por un enorme espacio vacío sin que nadie lo transporte, para luego revelarse dirigido a control remoto. Algo del orden de lo vacío atraviesa la película pero no desemboca en desasosiego sino, acaso, en una forma de reverencia no dirigida a persona alguna, religiosa pero no teísta. Como si Portabella quisiera decirnos que hay ciertas cosas -la música de Bach o la inclinación de los hombres hacia la belleza y la armonía o hacia la búsqueda en líneas generales infructuosa pero a veces afortunada de ellas- que funcionan por sí mismas y perduran más allá de los hombres, el espectador o esa manifestación masiva del mismo que conocemos como público.
Son varias las epifanías del film, secuencias cuyo virtuosismo visual va a la par del sonoro, pero hay dos que se destacan. Una de ellas es un concierto de contrabajos en un subterráneo que conjuga lo clásico y lo moderno, lo tradicional y lo novedoso, en un procedimiento repetido de Portabella que incluye a camioneros con aguda sensibilidad musical o una subjetiva canina que no busca la originalidad arbitraria sino una perspectiva distinta, capaz de establecer diálogos novedosos entre modalidades culturales en principio tan ajenas a las del presente como parece estarlo la mirada de un perro de nuestro punto de vista. La otra secuencia es un paseo –travelling en plano detalle- por los tubos del órgano de la iglesia donde Bach trabajó, vivió y compuso su música mientras el instrumento vibra con sonoridades extrañas que recuerdan a Carnaval de las almas, película en la que el órgano tocado por la protagonista señala esa otra dimensión en la que el personaje se halla después del accidente y la nitidez alucinada de un film que, partiendo del género, aspira a la abstracción, terreno en el que Portabella viene experimentando radicalmente desde hace años hasta darnos acaso su película más compleja y accesible a la vez.